viernes, 6 de diciembre de 2013

Yo no quería discutir

Yo no quería discutir. Ella sí. Por eso me apretaba tuercas que aún desconocía que bailasen arrítmicas, tuercas que aleteaban con premura dispuestas a salir a volar, tuercas y no tornillos. Yo no quería discutir, insisto, sin embargo parecía que era su único propósito.
Me costó entender que solo lo hiciera porque creía que antes de irse a la cama conmigo debíamos discutir ciento trece veces.

lunes, 13 de mayo de 2013

extraño frente al Thames

extraño un río en mi ciudad
y lindas mujeres horribles corriendo por su ribera

extraño perderme tal vez
y seguramente encontrarme
desangrado en la calle
con la cabeza abierta
por culpa de algún torpe
un torpe que esta vez no seré yo

extraño el extrañamiento del extranjero
el estrangulador abrazo que enviaba
el estentóreo y mudo grito acomplejado
que mi vientre expulsaba

extraño extrañarme y extrañarte
y además te echo de menos
sí, además me echo de menos

Londres, 11 de abril de 2013

miércoles, 20 de marzo de 2013

sin título

Si al llegar a casa me encuentras con las llagas abiertas,
con el cuero ajado y sin palabras...

Si al llegar a casa tus manos no tienen mas mariposas que tocar
y huyes al mar y posas revoloteando en las cuencas vacías de mis ojos
la sal gorda que el patrón te ha dado...

Si me encuentras durmiendo es probable que en realidad esté muerto.
Tu dios lo quiera un día rumias plasta a plasta,
desde tu revoltosa cola hasta las astas que luces, y luzco
y apagas las llagas vagas y te das de bruces.

Te has dejado la puerta abierta proclamas
el viento corre por el corredor, y aunque lento
se siente hiriente gritas impertinente pues la corriente
dices ha tirado tus viejas fotos
esas en las que siempre salgo con un ataque de tos
o, mejor dicho, no salgo.

Sí. Si cuando llegas está el café hirviendo en la cafetera,
desbordado, pringando la cocina y la encimera,
y ves un carril zigzagueante como una huella de yarará
surcando el piso yermo aunque abonado
y yo ni piso ni nado ni respiro...
tú, respira tú, tranquila,
solo me ha dado un ataque y estoy sentado
segunda puerta a la derecha como siempre,
en esa habitación que gobierna un espejo.

martes, 19 de marzo de 2013

Welcome to Blabla City

Anoche, como todas las noches, soñé con mundos de mierda,
muertes injustas y plagas antediluvianas,
apenas importa, pues también soñé
con paraísos patrocinados por refrescantes bebidas,
y en el telón de azúcar un terrón de acero
y al fondo una postal de una palmera
y un Welcome to Blabla City arañado en la arena,
a los pies de la barbacana de un castillo.
Un niño, un muchacho algo torpe, había robado mi cara
y pisoteaba y pateaba la atalaya arrancándose del pecho
los sueños con napalm y aceite de colza.
El oso del escudo lanzaba besos
y el cerro de los colores se volvió negro.
Mamá, mamá grito al pasillo
sin apenas abrir la puerta, pues me da miedo,
mamá, mamá insisto y no hay respuesta,
así que repto sobre mi barriga helada
hasta el fin de la noche, la mañana.
Pero de nada sirve andar si no hay camino,
ni éxodo que mi nariz ladina no huela,
de nada sirve despertar en el fango
de esta plasta vacuna y pestilente
a la que según parece los dueños del mundo apenas hacen caso
o peor aún: se han acostumbrado
como el tullido a cagarse en las muelas de los otros,
como el fantasma a esconderse de los ojos del adulto,
como el que llega a este jodido verso esperando que al fin
en el siguiente,
no, no, en el siguiente
el autor diga algo interesante o al menos bello,
una imagen que explique porque (mal)gastó su tiempo
sentado en este trono por el que huyen los desperdicios
tres, quizá cinco, minutos mas de lo que se merece.
 Aunque onírico un mojón lleva su tiempo.


martes, 15 de enero de 2013

Nazareth

Como viene siendo normal desde que el calendario romano se implantó en la totalidad del viejo imperio por la gracia de uno o varios seres imaginarios creados por la necedad y la necesidad humana de explicar todo lo que sucede alrededor, un año cuenta con trescientos sesenta y cinco días, si no es bisiesto, agrupados en doce meses. Mas allá de la clásica controversia de si aquel primer año dedicado a Rómulo contó con diez o doce fases lunares. El calendario gregoriano, heredando el corte en juliana de los romanos, mantuvo la docena, una magnífica coincidencia con la caterva de discípulos que siguieron a aquél hombre de barba rala que naciera en el pequeño Belén y que entre otros muchos nombres llevó a su cargo el de el Nazareno.

En uno de esos doce meses que tuvo 2010, mi amiga Nazareth coincidió con el Coso al sur de Albión y, sin embargo, no se vieron mas que en una o dos ocasiones según mis investigaciones, y ninguna o una vez tan solo y a lo lejos, rodeados de gente en un centro comercial, según me dijeron ambos por separado, como siguiendo un guion previamente redactado por ellos mismos. Las razones del desencuentro son, aún hoy, tan desconocidas como evidentes en la fantasía del que escribe. No obstante, siempre sospeché que estuvieron viviendo juntos durante casi todo el mes.

Inglaterra es un país mucho más grande de lo que uno se imagina al curiosear un mapamundi, lo sé porque jamás estuve allí; no hace falta abrir los ojos hasta que se levantan las costuras de los párpados para ver que no es la estepa siberiana, pero por mucho que te broten lágrimas y se te despunten una a una las pestañas es prácticamente imposible apreciar la individualidad de las almas apelotonadas en esas grandes ciudades de casas bajas con escaleras en los portales o en su innumerable entramado de ciudades dormitorio; ni siquiera en la virtualidad aumentada de una lupa descubrimos hormigueantes británicos conduciendo nerviosos por el margen izquierdo sus Jaguar, sus McLaren, sus Aston Martin, sus Rolls Royce, sus MG, o sus Land Rover, siempre con una pipa detectivesca en los labios, siempre con un monóculo capado pero elegante, siempre bebiendo té y engullendo galletas de jengibre. Esta grandeza imperial, geográfica y por tanto física a la par que espiritual y metafórica, podría ser la única razón de su frustrado encuentro, y sin embargo no fue así: un día Nazareth me llamó y me dijo Boa, lo siento mucho pero no he podido ver a tu amigo; no he tenido tiempo. Meses después el Coso me escribió un email en que relataba una y mil llamadas sin respuesta al número de Nazareth que yo mismo le había proporcionado. 

Los dos mentían. Yo sabía que habían pasado al menos un par de semanas juntos en el bosque en que vivía entonces el Coso.

¿Por qué lo sabía? ¿Qué me hacía sospechar que el encuentro se produjo con dolorosas consecuencias para ambos? Fueron muchas las razones que me invitaron a pensar que estuvieron viviendo juntos durante ese mes. En una ocasión, Nazareth colgó una foto de lo que parecía un camino por en medio de un bosque en una conocida red social de internet. Sí, podría ser un bosque en cualquier lugar del mundo, pero la foto era muy parecida a las que colgaba el Coso, un camino con árboles a los lados cuyas ramas se unían formando una especie de túnel sobre el sendero. Sí, es cierto, el bosque en el que vivió mi amigo no es el único bosque inglés, pero aquella foto desapareció ante un comentario sin maldad de una amiga común que decía Hala, zorra, ¿dónde estás?

Fue a partir de aquella desaparición cuando empecé a dejar volar a mi fantasía. Imaginé el primer encuentro en una estación de autobús o de tren, los dos mirándose a lo lejos, dudando ¿es él?, ¿es ella?, hola, no estaba seguro de que fueras tú, hace mucho que no nos vemos. Sí, mas o menos desde el cumpleaños de Cataratas. ¡Sí, es cierto! Viniste acompañada por alguien... un tipo rubio, alto. Sí, Jota. Era mi novio, hace años que no estamos juntos. Él cogería alguna de sus bolsas haciéndose el caballero, pero a ella eso ni le gustaba ni le llamaba la atención en un hombre. ¡Vamos, tenemos que subirnos a un bus hasta mi pueblo y tenemos solo diez minutos para llegar a la parada!

Y qué haces por aquí, qué estudiaste, por qué Inglaterra, están las cosas tan mal por allí, ¿fumas?, me gusta tu pelo, a mí tus ojos, qué manos mas suaves, las tuyas sin embargo están secas y agrietadas, ahora te enseño donde curro, ¿te gusta la cerveza amarga?, me gustas mas tú pero que no se entere Boa, qué tendrá él que decir, no lo sé, soy vegetariana, yo no.

Y así, sin quererlo, una noche uno de los dos tocaría la puerta del otro o quizá se escondería furtivamente como el cazador espera a su presa entre las sábanas del otro durante horas hasta sorprenderle. Y se amarían profundamente una y otra vez, y otra, y otra. Noche tras noche hasta alcanzar las madrugadas, y después a la hora de comer, y en la siesta los fines de semana, y en los baños de los pubs si salían a emborracharse, y en las terrazas de los restaurantes, y en el asiento de atrás de un coche de alquiler. Hasta que un día, en la cúspide, Nazareth le diría Llámame Nazi. ¿Qué? inquiriría el Coso incrédulo ¿Que te llame qué? Nazi, llámame Nazi. Y claro, conociendo a el Coso aquella era una historia imposible. Se terminó el rubor. Se terminó la magia. Y Nazi huyó del bosque.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Pasta y tuco


Hace cuatro años paseaba por las calles de Buenos Aires de la mano de una mujer hermosísima con la que discutir era tan habitual y placentero como el sexo. Usted aún no lo sabe pero esta oración introductoria apenas tiene que ver con lo que a continuación va a narrar, a su manera, el Coso; simplemente intenta hacer uso del manido truco de llamar la atención proponiendo un escenario: una relación amorosa tan magnética como dañina. Dicha ocurrencia se debe a tres razones principales: la primera de ellas nace en la lectura de algún manual de escritura que dice que hay que enganchar al lector desde el principio con una sentencia que le agarre de la pechera y le zarandee por los aires; el Coso es de los que piensan que poco importa que la oración sea coherente con el resto del relato. En segundo lugar he de decir que a el Coso le encanta despistar a la gente con enmarañadas interpelaciones. Eso es lo que ha hecho, y lo ha hecho porque lo verdaderamente importante de ese enunciado preliminar está en el primer verbo: pasear. Sí, sí, pasear, y no paseaba, porque lo que interesa a el Coso es el significado de pasear, la razón por la que alguien empieza a mover pierna tras pierna de manera mas o menos coordinada con intención de avanzar en una determinada dirección sin que la causa de ese movimiento sea desplazarse a un lugar específico e irremediable, ¡eso es lo verdaderamente importante! Y no que el verbo esté conjugado en copretérito o pretérito imperfecto de indicativo, ¡vaya una discusión absurda! Eso no le importa a nadie. Y por fin, en tercer y último lugar, el Coso considera que ya va siendo hora de que el lector o lectora se dé cuenta que esto no es mas que una digresión tras otra con la única intención de alargar el primer párrafo con que empieza este relato.

Arribé por última vez a Capital Federal después de un largo viaje de doce horas con las rodillas encogidas en un ómnibus que atravesaba la Pampa desde Bariloche a Neuquén, y de Neuquén hasta la vieja estación de Retiro. Después de algo mas de un mes viajando por el interior, después de atravesar los Alpes y perseguir el rastro de Neruda de Valparaíso a Chiloé, y haber cruzado de vuelta la cordillera andina de Puerto Montt a San Carlos de Bariloche, había llegado el momento de despedirse de una ciudad a la que en silencio, en las noches de pizza y tango en la Catedral, en las noches de güisqui teachers por diez pesos, solía llamar el birbam de la Movida; una estupidez supina, una revelación nocturna y huérfana de patrias chicas bañada en fernet y birra por Palermo Soho. Una comparación algo necia que probablemente se me ocurrió mientras hacía cola en algún boliche de Niceto Vega en el que no me dejaron pasar, ni por gaita ni por calcetines blancos, sino por feo, lo cual siempre creí perfectamente comprensible incluso hoy, que llevo rotos seis espejos de seis cuartos de baño distintos de cuatro casas en las que he vivido. Y sin ponerles una mano encima, ahí está el mérito.

Aquella mañana del catorce de diciembre de 2008 quise dar mi último paseo en solitario por Buenos Aires, así que no mas llegué a Retiro tomé un taxi con destino a la vieja casa de Jean Jaures y Zelaya, dejé las valijas y salí a caminar. Una y otra vez, como venía siendo normal desde que el random de mi reproductor de MP3 se quedase estancado, la misma canción retumbaba en los cascos. Sin embargo, mi cabeza todavía no mostraba señales de cansancio. Faltaban muy pocos días para que llegase el verano, aún así el calor era tan agobiante y húmedo que por primera vez deseé con sinceridad absoluta estar en birbam con mi familia y abandonar los últimos diez meses de mi vida para siempre. Unos pesados goterones de sudor me caían por la frente y chocaban en mis mejillas con las lágrimas que en una ataque contra mi voluntad y mi hombría mal entendida mis ojos expulsaban; las dos aguas saladas en cordial camaradería se me colaban entre las barbas, conscientes de que yo tardaría mucho tiempo en volver a cruzarme con el pibe que levantaba cartones por Paraguay y Laprida, o con la florista de Córdoba y Jean Jaures. Sí, mis cerdas faciales supieron mucho antes que yo mismo que sería difícil que mis pies volvieran a tropezar con esas calles de adoquines levantados por las poderosas raíces de los árboles, prueba evidente de la fuerza con la que Abya Yala (su naturaleza) arrampla, sacude, zarandea e incluso estremece no ya las almas de los hombres blancos, mestizos, y originarios, (permítanme que dude de la existencia de cualquier ente incorpóreo, ruego que los creyentes no se lo tomen como un ataque directo, sino como un golpe agnóstico al mentón, un croché de izquierdas imprevisto pero etéreo, un gancho ni dañino ni beneficioso, un andate a cagar dialéctico y, por ende, cobarde), sino que arrancaba con violenta y silenciosa fuerza toda materia plus ultra, toda baratija inútil recién traída del viejo mundo en carabelas.

Caminé sin rumbo durante alrededor de dos horas, quizá menos, hasta Aeroparque. El tiempo en Buenos Aires había dejado de perseguirme para acompañarme en mis muy pocas tareas diarias: las horas parecíanme durar hora y media, las mañanas se alargaban hasta el puntual plato de pasta y tuco de las cuatro, las noches se escapaban entre faso y birra, birra y faso en la terraza de la vieja casa mientras fantaseaba con encontrarme en el pasillo al espectro de aquél tucumano al que mataron en el sótano en los ochenta, cuando la casa y prácticamente todo el barrio estaba tomado por la canalla. Aquella imagen solía aparecérseme en sueños para relatarme dónde podía comprar el mejor choripán del barrio y el peor mondongo. Capo me dijo mas tarde, esa misma noche del catorce de diciembre mientras yo duermevelaba Tenés que probar los chinchulines con el punto justo de limón en el próximo asado. No te podés marchar sin hacerlo, loco. ¿Qué próximo asado? preguntaba yo El de mañana a la noche, pelotudo, llevan un mes planeándolo y aún no lo sabés. Diez meses acá y seguís siendo el mismo salame que llegó. Dejate de joder y andá a putear a otro en sueños, protesté y prestá atención a tu herida que está supurando y me estás dejando la pieza como la sábana santa. A veces me tenía que hacer el canchero, y hablarle como si yo tuviera el control de la situación, no había otra, si no lo hacía corría el peligro de quedarme de charleta con él toda la noche, y yo siempre fui de dormir ocho horas.

Mi cabeza estaba llena de dudas aquellos días, si bien mi agnosticismo no me permitía confiar en las experiencias que había tenido durante los últimos meses, algo dentro de mí quería creer en la veracidad de mi primera experiencia extrasensorial: el día aquel en que las paredes se comprimieron con un espantoso crujido que retumbó en toda la casa y redujo el living en casi medio metro cuadrado (jamás volvimos a recuperar ese espacio), si por casualidad fuera de su interés este hecho sin explicación lógica, puede consultar los planos del edificio en el organismo o secretaría que se encargue del desarrollo urbano de la capital argentina, y comprobar así que, efectivamente, las medidas con que se diseñó, y tal cual quedaron reflejadas en el catastro porteño, eran las mismas que medio año atrás y sin embargo ya nunca más volvieron a serlo. Aquello tuvo que suceder por alguna razón física, algo tangible; yo me negaba a reconocer que podía ser un invento de mi imaginación quizá algo perturbada. También necesitaba creer que no era el fruto del desvarío la aparición de las primeras y misteriosas sombras bailarinas que empezaron a perseguirme en la calle y terminaron instalándose alrededor de la mesa en que cenábamos y charlábamos animosamente los vivos, esa mesa en que aquellos traviesos espectros me soplaban el cogote mientras susurraban secretos de la bellísima mujer que solía ser un apéndice de mi brazo y de todo aquél que se sentaba con nosotros a la mesa a degustar otra vez la ración diaria de pasta y tuco. Únicamente yo parecía capaz de percibir esas presencias, y aunque nunca supe si me habían seguido para ayudarme o no, disfrutaba en aquellos momentos de los secretos de mis comensales sin saber ¡conchaesumadre! que en muchas ocasiones eran mentiras deliberadas que me confesaban para dejarme en ridículo. Para que todo el mundo creyese que era yo el que estaba encantado y no la casa, o la calle Jean Jaures, o el barrio entero del Abasto.

En verdad necesitaba saber si todo aquello era simplemente una burla de mis caseros o solo el desliz de una clarividencia que no tenía lo suficientemente entrenada. Por eso salía a pasear a menudo en solitario, porque necesitaba saber si la ciudad, sus gentes y sus comidas callejeras podían arrojar algo de luz al tremendo galimatías que había okupado mi entendimiento; tanto que aquel catorce de diciembre de 2008, al llegar a la Costanera Norte, fantaseé con que el espíritu del tucumano, harto de hacerme ir hasta allí por un choripán, un pancho, o un sanguche de bondiola o vacío, se había deslizado dentro de mi reproductor de MP3 y se había quedado anquilosado en su interior, en cierta canción de Arcade Fire, mangoneándome con palabras mientras mis ojos se perdían observando a aquella mujer que, estuviera o no estuviera a mi lado realmente, asía mi brazo con una fuerza tan hercúlea como inútil y se aferraba a mi cintura mientras murmuraba You're standing next to me, my mind holds the key sin saber que lentamente se desligaba de mi vida y soltaba amarre. Sin saber que mi cuerpo y su cuerpo eran dos jaulas que nos impedían bailar con la persona con la que queríamos bailar. Yo con el espectro del tucumano, ella también; pero eso ¿a quién le importa ya?


domingo, 23 de septiembre de 2012

Al fín, largo verano, agonizas

Al fín, largo verano, agonizas
y te llevas con tus ínfulas de buen hombre
la moribunda eternidad que tanto ansías.
Al fín huyes, cobarde, porque las hojas de los árboles,
según dices, te hacen cosquillas al rasgar el suelo.
Huyes, maldito embustero, por no quemar las espaldas
de tus hijos en la vendimia, te dices y repites convencido
frente a un espejo con la cabeza gacha,
pues ya ni si quiera tú aguantas
el peso del sol en la coronilla.
Al fin te vas, tal cual viniste, en tu carroza de oro
y lanzando flores a los pueblos como un mesías porculero,
saludando con las manos flojas de la desgana y la soberbia
a los necios perfectamente pigmentados que te adoran.
Al fin emigras, altivo estío.
Permíteme al menos disfrutar
horadando las heridas en las cuencas de tus ojos
con las primeras lágrimas que el otoño nos regala.