Yo no quería discutir. Ella sí. Por eso me apretaba tuercas que aún desconocía que bailasen arrítmicas, tuercas que aleteaban con premura dispuestas a salir a volar, tuercas y no tornillos. Yo no quería discutir, insisto, sin embargo parecía que era su único propósito.
Me costó entender que solo lo hiciera porque creía que antes de irse a la cama conmigo debíamos discutir ciento trece veces.
El coso bipolar
viernes, 6 de diciembre de 2013
lunes, 13 de mayo de 2013
extraño frente al Thames
extraño un río en mi ciudad
y lindas mujeres horribles corriendo por su ribera
extraño perderme tal vez
y seguramente encontrarme
desangrado en la calle
con la cabeza abierta
por culpa de algún torpe
un torpe que esta vez no seré yo
extraño el extrañamiento del extranjero
el estrangulador abrazo que enviaba
el estentóreo y mudo grito acomplejado
que mi vientre expulsaba
extraño extrañarme y extrañarte
y además te echo de menos
sí, además me echo de menos
y lindas mujeres horribles corriendo por su ribera
extraño perderme tal vez
y seguramente encontrarme
desangrado en la calle
con la cabeza abierta
por culpa de algún torpe
un torpe que esta vez no seré yo
extraño el extrañamiento del extranjero
el estrangulador abrazo que enviaba
el estentóreo y mudo grito acomplejado
que mi vientre expulsaba
extraño extrañarme y extrañarte
y además te echo de menos
sí, además me echo de menos
Londres, 11 de abril de 2013
miércoles, 20 de marzo de 2013
sin título
Si al llegar a casa me encuentras con las llagas abiertas,
con el cuero ajado y sin palabras...
Si al llegar a casa tus manos no tienen mas mariposas que tocar
y huyes al mar y posas revoloteando en las cuencas vacías de mis ojos
la sal gorda que el patrón te ha dado...
Si me encuentras durmiendo es probable que en realidad esté muerto.
Tu dios lo quiera un día rumias plasta a plasta,
desde tu revoltosa cola hasta las astas que luces, y luzco
y apagas las llagas vagas y te das de bruces.
Te has dejado la puerta abierta proclamas
el viento corre por el corredor, y aunque lento
se siente hiriente gritas impertinente pues la corriente
dices ha tirado tus viejas fotos
esas en las que siempre salgo con un ataque de tos
o, mejor dicho, no salgo.
Sí. Si cuando llegas está el café hirviendo en la cafetera,
desbordado, pringando la cocina y la encimera,
y ves un carril zigzagueante como una huella de yarará
surcando el piso yermo aunque abonado
y yo ni piso ni nado ni respiro...
tú, respira tú, tranquila,
solo me ha dado un ataque y estoy sentado
segunda puerta a la derecha como siempre,
en esa habitación que gobierna un espejo.
con el cuero ajado y sin palabras...
Si al llegar a casa tus manos no tienen mas mariposas que tocar
y huyes al mar y posas revoloteando en las cuencas vacías de mis ojos
la sal gorda que el patrón te ha dado...
Si me encuentras durmiendo es probable que en realidad esté muerto.
Tu dios lo quiera un día rumias plasta a plasta,
desde tu revoltosa cola hasta las astas que luces, y luzco
y apagas las llagas vagas y te das de bruces.
Te has dejado la puerta abierta proclamas
el viento corre por el corredor, y aunque lento
se siente hiriente gritas impertinente pues la corriente
dices ha tirado tus viejas fotos
esas en las que siempre salgo con un ataque de tos
o, mejor dicho, no salgo.
Sí. Si cuando llegas está el café hirviendo en la cafetera,
desbordado, pringando la cocina y la encimera,
y ves un carril zigzagueante como una huella de yarará
surcando el piso yermo aunque abonado
y yo ni piso ni nado ni respiro...
tú, respira tú, tranquila,
solo me ha dado un ataque y estoy sentado
segunda puerta a la derecha como siempre,
en esa habitación que gobierna un espejo.
martes, 19 de marzo de 2013
Welcome to Blabla City
Anoche, como todas las noches, soñé con mundos de mierda,
muertes injustas y plagas antediluvianas,
apenas importa, pues también soñé
con paraísos patrocinados por refrescantes bebidas,
y en el telón de azúcar un terrón de acero
y al fondo una postal de una palmera
y un Welcome to Blabla City arañado en la arena,
a los pies de la barbacana de un castillo.
Un niño, un muchacho algo torpe, había robado mi cara
y pisoteaba y pateaba la atalaya arrancándose del pecho
los sueños con napalm y aceite de colza.
El oso del escudo lanzaba besos
y el cerro de los colores se volvió negro.
Mamá, mamá grito al pasillo
sin apenas abrir la puerta, pues me da miedo,
mamá, mamá insisto y no hay respuesta,
así que repto sobre mi barriga helada
hasta el fin de la noche, la mañana.
Pero de nada sirve andar si no hay camino,
ni éxodo que mi nariz ladina no huela,
de nada sirve despertar en el fango
de esta plasta vacuna y pestilente
a la que según parece los dueños del mundo apenas hacen caso
o peor aún: se han acostumbrado
como el tullido a cagarse en las muelas de los otros,
como el fantasma a esconderse de los ojos del adulto,
como el que llega a este jodido verso esperando que al fin
en el siguiente,
no, no, en el siguiente
el autor diga algo interesante o al menos bello,
una imagen que explique porque (mal)gastó su tiempo
sentado en este trono por el que huyen los desperdicios
tres, quizá cinco, minutos mas de lo que se merece.
Aunque onírico un mojón lleva su tiempo.
muertes injustas y plagas antediluvianas,
apenas importa, pues también soñé
con paraísos patrocinados por refrescantes bebidas,
y en el telón de azúcar un terrón de acero
y al fondo una postal de una palmera
y un Welcome to Blabla City arañado en la arena,
a los pies de la barbacana de un castillo.
Un niño, un muchacho algo torpe, había robado mi cara
y pisoteaba y pateaba la atalaya arrancándose del pecho
los sueños con napalm y aceite de colza.
El oso del escudo lanzaba besos
y el cerro de los colores se volvió negro.
Mamá, mamá grito al pasillo
sin apenas abrir la puerta, pues me da miedo,
mamá, mamá insisto y no hay respuesta,
así que repto sobre mi barriga helada
hasta el fin de la noche, la mañana.
Pero de nada sirve andar si no hay camino,
ni éxodo que mi nariz ladina no huela,
de nada sirve despertar en el fango
de esta plasta vacuna y pestilente
a la que según parece los dueños del mundo apenas hacen caso
o peor aún: se han acostumbrado
como el tullido a cagarse en las muelas de los otros,
como el fantasma a esconderse de los ojos del adulto,
como el que llega a este jodido verso esperando que al fin
en el siguiente,
no, no, en el siguiente
el autor diga algo interesante o al menos bello,
una imagen que explique porque (mal)gastó su tiempo
sentado en este trono por el que huyen los desperdicios
tres, quizá cinco, minutos mas de lo que se merece.
Aunque onírico un mojón lleva su tiempo.
martes, 15 de enero de 2013
Nazareth
Como viene siendo normal desde
que el calendario romano se implantó en la totalidad del viejo imperio por la
gracia de uno o varios seres imaginarios creados por la necedad y la necesidad humana
de explicar todo lo que sucede alrededor, un año cuenta con trescientos sesenta
y cinco días, si no es bisiesto, agrupados en doce meses. Mas allá de la
clásica controversia de si aquel primer año dedicado a Rómulo contó con diez o
doce fases lunares. El calendario gregoriano, heredando el corte en juliana de
los romanos, mantuvo la docena, una magnífica coincidencia con la caterva de
discípulos que siguieron a aquél hombre de barba rala que naciera en el pequeño
Belén y que entre otros muchos nombres llevó a su cargo el de el Nazareno.
En uno de esos doce meses que
tuvo 2010, mi amiga Nazareth coincidió con el Coso al sur de Albión y,
sin embargo, no se vieron mas que en una o dos ocasiones según mis
investigaciones, y ninguna o una vez tan solo y a lo lejos, rodeados de gente
en un centro comercial, según me dijeron ambos por separado, como siguiendo un
guion previamente redactado por ellos mismos. Las razones del desencuentro son,
aún hoy, tan desconocidas como evidentes en la fantasía del que escribe. No
obstante, siempre sospeché que estuvieron viviendo juntos durante casi todo el
mes.
Inglaterra es un país mucho más
grande de lo que uno se imagina al curiosear un mapamundi, lo sé porque jamás
estuve allí; no hace falta abrir los ojos hasta que se levantan las costuras de
los párpados para ver que no es la estepa siberiana, pero por mucho que te
broten lágrimas y se te despunten una a una las pestañas es prácticamente
imposible apreciar la individualidad de las almas apelotonadas en esas grandes
ciudades de casas bajas con escaleras en los portales o en su innumerable
entramado de ciudades dormitorio; ni siquiera en la virtualidad aumentada de
una lupa descubrimos hormigueantes británicos conduciendo nerviosos por el
margen izquierdo sus Jaguar, sus McLaren, sus Aston Martin, sus Rolls Royce,
sus MG, o sus Land Rover, siempre con una pipa detectivesca en los labios,
siempre con un monóculo capado pero elegante, siempre bebiendo té y engullendo
galletas de jengibre. Esta grandeza imperial, geográfica y por tanto física a
la par que espiritual y metafórica, podría ser la única razón de su frustrado
encuentro, y sin embargo no fue así: un día Nazareth me llamó y me dijo Boa, lo
siento mucho pero no he podido ver a tu amigo; no he tenido tiempo. Meses
después el Coso me escribió un email
en que relataba una y mil llamadas sin respuesta al número de Nazareth que yo
mismo le había proporcionado.
Los dos mentían. Yo sabía que
habían pasado al menos un par de semanas juntos en el bosque en que vivía
entonces el Coso.
¿Por qué lo sabía? ¿Qué me hacía
sospechar que el encuentro se produjo con dolorosas consecuencias para ambos?
Fueron muchas las razones que me invitaron a pensar que estuvieron viviendo
juntos durante ese mes. En una ocasión, Nazareth colgó una foto de lo que
parecía un camino por en medio de un bosque en una conocida red social de
internet. Sí, podría ser un bosque en cualquier lugar del mundo, pero la foto
era muy parecida a las que colgaba el
Coso, un camino con árboles a los lados cuyas ramas se unían formando una especie
de túnel sobre el sendero. Sí, es cierto, el bosque en el que vivió mi amigo no
es el único bosque inglés, pero aquella foto desapareció ante un comentario sin
maldad de una amiga común que decía Hala,
zorra, ¿dónde estás?
Fue a partir de aquella
desaparición cuando empecé a dejar volar a mi fantasía. Imaginé el primer
encuentro en una estación de autobús o de tren, los dos mirándose a lo lejos,
dudando ¿es él?, ¿es ella?, hola, no
estaba seguro de que fueras tú, hace mucho que no nos vemos. Sí, mas o menos
desde el cumpleaños de Cataratas. ¡Sí, es cierto! Viniste acompañada por
alguien... un tipo rubio, alto. Sí, Jota. Era mi novio, hace años que no
estamos juntos. Él cogería alguna de sus bolsas haciéndose el caballero,
pero a ella eso ni le gustaba ni le llamaba la atención en un hombre. ¡Vamos, tenemos que subirnos a un bus hasta
mi pueblo y tenemos solo diez minutos para llegar a la parada!
Y qué haces por aquí, qué estudiaste, por qué Inglaterra, están las
cosas tan mal por allí, ¿fumas?, me gusta tu pelo, a mí tus ojos, qué manos mas
suaves, las tuyas sin embargo están secas y agrietadas, ahora te enseño donde
curro, ¿te gusta la cerveza amarga?, me gustas mas tú pero que no se entere
Boa, qué tendrá él que decir, no lo sé, soy vegetariana, yo no.
Y así, sin quererlo, una noche
uno de los dos tocaría la puerta del otro o quizá se escondería furtivamente como
el cazador espera a su presa entre las sábanas del otro durante horas hasta
sorprenderle. Y se amarían profundamente una y otra vez, y otra, y otra. Noche
tras noche hasta alcanzar las madrugadas, y después a la hora de comer, y en la
siesta los fines de semana, y en los baños de los pubs si salían a emborracharse, y en las terrazas de los
restaurantes, y en el asiento de atrás de un coche de alquiler. Hasta que un
día, en la cúspide, Nazareth le diría Llámame
Nazi. ¿Qué? inquiriría el Coso
incrédulo ¿Que te llame qué? Nazi,
llámame Nazi. Y claro, conociendo a
el Coso aquella era una historia imposible. Se terminó el rubor. Se terminó
la magia. Y Nazi huyó del bosque.
lunes, 17 de diciembre de 2012
Pasta y tuco
Hace cuatro años paseaba por las calles de Buenos
Aires de la mano de una mujer hermosísima con la que discutir era tan habitual
y placentero como el sexo. Usted aún no lo sabe pero esta oración
introductoria apenas tiene que ver con lo que a continuación va a narrar, a su
manera, el Coso; simplemente intenta hacer uso del manido truco de llamar
la atención proponiendo un escenario: una relación amorosa tan magnética como
dañina. Dicha ocurrencia se debe a tres razones principales: la primera de
ellas nace en la lectura de algún manual de escritura que dice que hay que
enganchar al lector desde el principio con una sentencia que le agarre de la
pechera y le zarandee por los aires; el Coso es de los que piensan que
poco importa que la oración sea coherente con el resto del relato. En segundo
lugar he de decir que a el Coso le encanta despistar a la gente con
enmarañadas interpelaciones. Eso es lo que ha hecho, y lo ha hecho porque lo
verdaderamente importante de ese enunciado preliminar está en el primer verbo: pasear.
Sí, sí, pasear, y no paseaba, porque lo que interesa a el
Coso es el significado de pasear, la razón por la que alguien empieza
a mover pierna tras pierna de manera mas o menos coordinada con intención de
avanzar en una determinada dirección sin que la causa de ese movimiento sea
desplazarse a un lugar específico e irremediable, ¡eso es lo verdaderamente
importante! Y no que el verbo esté conjugado en copretérito o pretérito
imperfecto de indicativo, ¡vaya
una discusión absurda! Eso no le importa a nadie. Y por fin, en tercer y
último lugar, el Coso considera que ya va siendo hora de que el
lector o lectora se dé cuenta que esto no es mas que una digresión tras otra
con la única intención de alargar el primer párrafo con que empieza este
relato.
Arribé por última vez a Capital Federal después
de un largo viaje de doce horas con las rodillas encogidas en un ómnibus que
atravesaba la Pampa desde Bariloche a Neuquén, y de Neuquén hasta la vieja
estación de Retiro. Después de algo mas de un mes viajando por el interior,
después de atravesar los Alpes y perseguir el rastro de Neruda de Valparaíso a
Chiloé, y haber cruzado de vuelta la cordillera andina de Puerto Montt a San
Carlos de Bariloche, había llegado el momento de despedirse de una ciudad a la
que en silencio, en las noches de pizza y tango en la Catedral, en las noches
de güisqui teachers por diez pesos, solía llamar el birbam de
la Movida; una estupidez supina, una revelación nocturna y huérfana de
patrias chicas bañada en fernet y birra por Palermo Soho. Una comparación algo
necia que probablemente se me ocurrió mientras hacía cola en algún boliche de
Niceto Vega en el que no me dejaron pasar, ni por gaita ni por calcetines
blancos, sino por feo, lo cual siempre creí perfectamente comprensible incluso
hoy, que llevo rotos seis espejos de seis cuartos de baño distintos de cuatro
casas en las que he vivido. Y sin ponerles una mano encima, ahí está el mérito.
Aquella mañana del catorce de diciembre de 2008
quise dar mi último paseo en solitario por Buenos Aires, así que no mas llegué a Retiro tomé un taxi con destino a la vieja casa de Jean Jaures y Zelaya,
dejé las valijas y salí a caminar. Una y otra vez, como venía siendo normal
desde que el random de mi reproductor
de MP3 se quedase estancado, la misma
canción retumbaba en los cascos. Sin embargo, mi cabeza todavía no mostraba
señales de cansancio. Faltaban muy pocos días para que llegase el verano, aún
así el calor era tan agobiante y húmedo que por primera vez deseé con
sinceridad absoluta estar en birbam con mi familia y abandonar los
últimos diez meses de mi vida para siempre. Unos pesados goterones de sudor me
caían por la frente y chocaban en mis mejillas con las lágrimas que en una
ataque contra mi voluntad y mi hombría mal entendida mis ojos expulsaban; las
dos aguas saladas en cordial camaradería se me colaban entre las barbas,
conscientes de que yo tardaría mucho tiempo en volver a cruzarme con el pibe
que levantaba cartones por Paraguay y Laprida, o con la florista de Córdoba y
Jean Jaures. Sí, mis cerdas faciales supieron mucho antes que yo mismo que
sería difícil que mis pies volvieran a tropezar con esas calles de adoquines
levantados por las poderosas raíces de los árboles, prueba evidente de la
fuerza con la que Abya Yala (su naturaleza) arrampla, sacude, zarandea e incluso
estremece no ya las almas de los hombres blancos, mestizos, y originarios,
(permítanme que dude de la existencia de cualquier ente incorpóreo, ruego que
los creyentes no se lo tomen como un
ataque directo, sino como un golpe agnóstico al mentón, un croché de izquierdas
imprevisto pero etéreo, un gancho ni dañino ni beneficioso, un andate a
cagar dialéctico y, por ende, cobarde), sino que arrancaba con violenta y
silenciosa fuerza toda materia plus ultra, toda baratija inútil recién
traída del viejo mundo en carabelas.
Caminé sin rumbo durante alrededor de dos horas,
quizá menos, hasta Aeroparque. El tiempo en Buenos Aires había dejado de
perseguirme para acompañarme en mis muy pocas tareas diarias: las horas parecíanme
durar hora y media, las mañanas se alargaban hasta el puntual plato de pasta y
tuco de las cuatro, las noches se escapaban entre faso y birra, birra y faso en
la terraza de la vieja casa mientras fantaseaba con encontrarme en el pasillo
al espectro de aquél tucumano al que mataron en el sótano en los ochenta,
cuando la casa y prácticamente todo el barrio estaba tomado por la canalla.
Aquella imagen solía aparecérseme en sueños para relatarme dónde podía comprar
el mejor choripán del barrio y el peor mondongo. Capo me dijo mas tarde,
esa misma noche del catorce de diciembre mientras yo duermevelaba Tenés que
probar los chinchulines con el punto justo de limón en el próximo asado. No te
podés marchar sin hacerlo, loco. ¿Qué próximo asado? preguntaba yo El de
mañana a la noche, pelotudo, llevan un mes planeándolo y aún no lo sabés. Diez
meses acá y seguís siendo el mismo salame que llegó. Dejate de joder y
andá a putear a otro en sueños, protesté y prestá atención a tu herida
que está supurando y me estás dejando la pieza como la sábana santa. A
veces me tenía que hacer el canchero, y hablarle como si yo tuviera el control
de la situación, no había otra, si no lo hacía corría el peligro de quedarme de
charleta con él toda la noche, y yo
siempre fui de dormir ocho horas.
Mi cabeza estaba llena de dudas aquellos días, si
bien mi agnosticismo no me permitía confiar en las experiencias que había
tenido durante los últimos meses, algo dentro de mí quería creer en la
veracidad de mi primera experiencia extrasensorial: el día aquel en que las
paredes se comprimieron con un espantoso crujido que retumbó en toda la casa y
redujo el living en casi medio metro
cuadrado (jamás volvimos a recuperar ese espacio), si por casualidad fuera de su interés este hecho sin explicación
lógica, puede consultar los planos del edificio en el organismo o secretaría
que se encargue del desarrollo urbano de la capital argentina, y comprobar así
que, efectivamente, las medidas con que se diseñó, y tal cual quedaron
reflejadas en el catastro porteño, eran las mismas que medio año atrás y sin embargo ya nunca más volvieron a serlo. Aquello tuvo que suceder por
alguna razón física, algo tangible; yo me negaba a reconocer que podía ser un
invento de mi imaginación quizá algo perturbada. También necesitaba creer que
no era el fruto del desvarío la aparición de las primeras y misteriosas sombras
bailarinas que empezaron a perseguirme en la calle y terminaron instalándose
alrededor de la mesa en que cenábamos y charlábamos animosamente los vivos, esa
mesa en que aquellos traviesos espectros me soplaban el cogote mientras
susurraban secretos de la bellísima mujer que solía ser un apéndice de mi brazo
y de todo aquél que se sentaba con nosotros a la mesa a degustar otra vez la ración
diaria de pasta y tuco. Únicamente yo parecía capaz de percibir esas
presencias, y aunque nunca supe si me habían seguido para ayudarme o no,
disfrutaba en aquellos momentos de los secretos de mis comensales sin saber ¡conchaesumadre!
que en muchas ocasiones eran mentiras deliberadas que me confesaban para
dejarme en ridículo. Para que todo el mundo creyese que era yo el que estaba
encantado y no la casa, o la calle Jean Jaures, o el barrio entero del Abasto.
En verdad necesitaba saber si todo aquello era
simplemente una burla de mis caseros o solo el desliz de una clarividencia que
no tenía lo suficientemente entrenada. Por eso salía a pasear a menudo en
solitario, porque necesitaba saber si la ciudad, sus gentes y sus comidas
callejeras podían arrojar algo de luz al tremendo galimatías que había okupado mi entendimiento; tanto que aquel
catorce de diciembre de 2008, al llegar a la Costanera Norte, fantaseé con que
el espíritu del tucumano, harto de hacerme ir hasta allí por un choripán, un pancho, o un sanguche de bondiola o vacío, se había
deslizado dentro de mi reproductor de MP3 y se había quedado anquilosado en su interior, en
cierta canción de Arcade Fire, mangoneándome con palabras mientras mis ojos se perdían observando a
aquella mujer que, estuviera o no estuviera a mi lado realmente, asía mi brazo con
una fuerza tan hercúlea como inútil y se aferraba a mi cintura mientras
murmuraba You're standing next to me, my
mind holds the key sin saber que lentamente se desligaba de mi vida y
soltaba amarre. Sin saber que mi cuerpo y su cuerpo eran dos jaulas que nos
impedían bailar con la persona con la que queríamos bailar. Yo con el
espectro del tucumano, ella también; pero eso ¿a quién le importa ya?
domingo, 23 de septiembre de 2012
Al fín, largo verano, agonizas
Al fín, largo verano, agonizas
y te llevas con tus ínfulas de buen hombre
la moribunda eternidad que tanto ansías.
Al fín huyes, cobarde, porque las hojas de los árboles,
según dices, te hacen cosquillas al rasgar el suelo.
Huyes, maldito embustero, por no quemar las espaldas
de tus hijos en la vendimia, te dices y repites convencido
frente a un espejo con la cabeza gacha,
pues ya ni si quiera tú aguantas
el peso del sol en la coronilla.
Al fin te vas, tal cual viniste, en tu carroza de oro
y lanzando flores a los pueblos como un mesías porculero,
saludando con las manos flojas de la desgana y la soberbia
a los necios perfectamente pigmentados que te adoran.
Al fin emigras, altivo estío.
Permíteme al menos disfrutar
horadando las heridas en las cuencas de tus ojos
con las primeras lágrimas que el otoño nos regala.
y te llevas con tus ínfulas de buen hombre
la moribunda eternidad que tanto ansías.
Al fín huyes, cobarde, porque las hojas de los árboles,
según dices, te hacen cosquillas al rasgar el suelo.
Huyes, maldito embustero, por no quemar las espaldas
de tus hijos en la vendimia, te dices y repites convencido
frente a un espejo con la cabeza gacha,
pues ya ni si quiera tú aguantas
el peso del sol en la coronilla.
Al fin te vas, tal cual viniste, en tu carroza de oro
y lanzando flores a los pueblos como un mesías porculero,
saludando con las manos flojas de la desgana y la soberbia
a los necios perfectamente pigmentados que te adoran.
Al fin emigras, altivo estío.
Permíteme al menos disfrutar
horadando las heridas en las cuencas de tus ojos
con las primeras lágrimas que el otoño nos regala.
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