Me gustan los ruidos. El silencio también, pero los ruidos...
Me sugieren imágenes, me cautivan y se emborrachan las tristes neuronas peleadas desde hace ya tiempo. Me fascina oirte a lo lejos rasgar el violín con una sierra. Me inquietan tus tacones corretear veloces en mis tripas secándose al sol de la estepa castellana. Me agitan las excitantes gotas de lluvia golpeando tejados de plástico. ¡Peuvecé!
Se rompió la poesía con un manotazo hueco en la mesa.
Se quebró el exhausto silencio envidioso eterno,
derrotado porque nadie,
salvo dos poetas que lo destrozan declamando sus beneficios a voces,
le presta suficiente atención.
Se desquebrajó así el jarrón contra una colchoneta,
huyó la fuerza ante el rompecabezas,
ganó la maña,
se rasgó las vestiduras Adanieva,
gritó el desierto, lloró el doctor al sentirse nacer,
se tronchó la rama de la manzana de Evaiadán,
murió la magia en Sanjuán,
se rajó el relojero y gimotean las agujas,
el tiempo siempre vence. Siempre.
Se está agrietando la piel del toro aquél que nadie toreó.
No sé por qué pero sé qué es el ruido que estoy oyendo. Lo reconozco como si estuviera paseando receloso por la calle del olmo y sin embargo estoy en el interior de una gran casa de inmensos ventanales deambulando por un estrecho y oscuro corredor sin más rumbo que encontrar una salida, casi hipnotizado por el rítmico golpeo constante. No está el de la cara hendida y las cuchillas afiladas. Sólo estoy solo, yo, y para variar... desvariando.
Tac... dos segundos de silencio, tac... dos segundos más de pausa, tac... y vuelta a empezar. ¿Cómo que vuelta a empezar? ¿Por qué separa mi mente de tres en tres las percusiones? ¿Por qué conozco el origen y no la procedencia de ese golpeteo interminable? Porque intuyo sin saberlo que en algún momento encontraré una puerta al final de este largo pasillo y la abriré a hurtadillas sin que cruja el suelo, y meteré la cabeza en una aún más tenebrosa habitación. Me deslizaré en zigzag y sentiré un cosquilleo frío abrasarme desde la tripa hasta la coronilla que crecerá más si cabe al ver lo que sé que encontraré: el origen de ese ruido.
Entonces desearé no haber salido nunca de la bolsa primigenia de mamá, de mi cordón alimenticio, de las paredes viscerales, del entender sin hablar, del toqueteo incesante.
Y ahora que estoy viendo el original golpeo hechicero, el cautivante ritmo dictatorial, la ausencia de voluntad y percusiones en un tablero de ajedrez por venas o arterias en que corro, me tenderé a su lado hasta que me descubra, me agarre por el cuello y me eche a su puchero. Así se fue el sueño como vino, me dieron de comer y fui comido.
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