No era ni el más limpio ni el más guapo de todos los vagos que he conocido, seguramente esté lejos, muy lejos, de estar entre los más listos. No alcancé a comprobar si su forma de actuar se debía a algún talento especial o le sobraba con el epidérmico ingenio del don de gente para ganarse el huequito en aquel lugar. Era arrollador, un volcán eruptando sin cesar, hablaba como si su boca fuera un hontanar de palabras perfectamente elegidas brotando a borbotones, libres e irreplicables, voces abruptas y rocosas untadas melosamente en alientos embaucadores. Su canto nos cubría y arrollaba a todos incluso cuando se volvía áspero y rígido, cargado de culebras y escorpiones. (Pudiera ser que nos fuera envenando lentamente durante todo el asado). Resultaba tan arrebatadoramente encantador que sus ofensas eran recibidas con sonrisas y correspondidos con, quizá, algún impertinente y recíproco beso volando desde las dos chicas suizas a las que había invitado. (En realidad el asado era para ellas). Al héroe le acompañaba otro vago, un colorado más grande que él, era un tipo observador que sonreía, era más listo y menos verborreico, más calmado, sabía medir los tiempos y las distancias como un faro.
Ellos eran nativos, se manejaban bien, era su ambiente, lo controlaban todo, lo explicaban todo con cuidado, adornándose, dotándolo de anécdotas que en sus bocas se convertían en leyendas; se compensaban, daban la sensación de ser una pareja de película de los años taitantos, una versión argenta de Lemmon y Matthau, cualquiera diría al mirarles que habían nacido para viajar juntos repartiendo asados por los hosteles del mundo a incautas muchachitas (o al menos eso era lo que ellos creían).
Ellas viajaban. Venían desde Colombia, se iban a Brasil, y volverían a la Argentina para terminar el viaje en Tierra del Fuego; en fín, dos chicas suizas normales de vacaciones o dos exóticas europeítas según se mire. La más petisa trabajaba de maestra che, linda mina ¿no, amigazo? una rubia graciosa y preguntona, sí, era para el héroe, él le agasajaba con sus mejores piropos y atenciones; la más alta, sin dejar de resultar atractiva, no era tan agraciada, era más tímida aquella morocha, pero el pelirrojo le atendía y mantenía divertida con sus ingeniosas meteduras de pata.
Yo salía de mi habitación, me saludaron y me invitaron a sentarme, simplemente, no sabía qué era exactamente lo que había ido a hacer ahí que no fuese comerme mi parte del asado y disfrutar de la escena. Así que eso hice, bebí, reí, canté con ellos, compartí mis impresiones sobre la ciudad y escuché embobado las estrambóticas anécdotas del galán aderezadas con mentiras piadosas ¡Bancámela, Gaita! y toda clase de exabruptos y obscenidades que ellas no hubiesen alcanzado a entender si no es por la íntima puesta en escena de un espectáculo guarango-mímico-erótico como no he visto en mi vida. Absolutamente educativo.
Pero la cena se fue diluyendo, y el reloj como un maleficio llevó a las niñas a la cama, el viaje es largo y cansa. Nos quedamos los hombres compartiendo vino y cervezas. Ellos dejaron de actuar, se relajaron y la conversación resultó sencilla, más fluida, había muchas cosas que discutir, puteadas mutuas, brazos sobre los hombros, cantos, hermanamiento etílico al fin y al cabo, y así se fue alargando la velada. Quizá fue por el cansancio, o el alcohol, o la luna y el viento meciéndonos la melopea, o por qué sé yo pero... bajé la guardia y me mostré desanimado maldiciendo en arameo que nada salga como se planea, y que la vida no de más que latigazos a las ilusiones, el colorado aprovechó un segundo de indecisión para espetarme Mirá Gaita, yo no voy a decirte a vos nada que no sepás ya, el mundo es una poronga, vos sabés cómo nos vienen cagando a palos desde hace muchos años. No te queda otra que remar, pibe ¡tenés que remarla! El héroe asentía, se levantó de su silla apagando un pucho contra la mesa, se colocó los genitales con la mano por debajo del pantalón, revisó algo en la billetera y marchó a pisar tardando más de la cuenta en volver. El compadre y yo seguimos charlando animosos, la conversación saltó rápidamente al fútbol, tomó altura con Neruda, huyó a Chile, donde planeó hasta Victor Jara y Atahualpa, de ahí voló a una película argenta de cuando los milicos, y se estampó cayendo súbita contra las bicicletas de Rosario.
El paladín volvió resoplando y sonriente. ¡Che, amigazo! ¿Me escuchás una cosita que estaba yo pensando? Imaginá que un día estás en la puerta de los cielos che, y le pedís explicaciones a San Pedro o a Dios: ¿Por qué nunca me diste nada, viejo? ¿por qué me quisiste menos que a los demás?... ¡Che, che, pará un cachito, loco! ¿Y el año que te dí en la Argentina?
A la mañana siguiente amanecí temprano, me marché a dar una vuelta por una zona de la ciudad que no había visitado, a escribir algo al sol en algún parque y a hacer tiempo antes de tomar el colectivo de vuelta. Esa misma semana recibí un mensaje, al parecer el héroe se había colado en la cama de su dulcinea y había sido rechazado recibiendo un severo rodillazo en la entrepierna, ante tal golpe había salido de la pieza reptando como alma que lleva el diablo. La muchacha no había tenido tiempo de encender la luz e identificar al héroe, quien encontrándose a su dama en el descansillo y a sabiéndose enmascarado me culpó a mi de aquella incursión fracasada. Quien sabe si lo hizo por vergüenza o por chanta, o si sólo lo hizo por dar una lección más.
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