A veces sueño silencios, y más tarde un pitido largo y molesto como de quirófano. Al principio era el desierto, un páramo caduco, evidentemente yermo, probablemente de ceniza, pero poco a poco empezaron a asomarse hojas verdes por allí y por aquí, invadiéndolo todo como las malas ideas. Las matas fueron creciendo de aquella nada y como si nada, y en las matas empezaron a brotar bayas, y las bayas atrajeron a una pareja de jipis suecos que simplemente pasaban por allí con su vieja Westfalia. Los jipis empezaron a engendrar hijos y a cultivar los campos, pero no decían una palabra, ni siquiera entre ellos se dedicaban una palabra de afecto o una tímida caricia, sólo me prestaban atención a mi. Me miraban con sus ojos grises como si fueran afilados filos de navaja y me pudieran traspasar con apenas violencia, como si yo no estuviera, no puede oirnos, no existe debieron pensar. Los campos empezaron a dar gallinas en vez de trigo. Unas gallinas adultas, muchas de ellas cluecas, pero la mayoría ponedoras; sin embargo no eran huevos lo que ponían sino granos de maiz, uno cada día, puntualmente, a las 13.52, unos granos de maiz de un tamaño tal, que pronto en las noticias empezaron a decir que aquellos frutos eran como tres campos de fútbol. Eran todas unas gallinas mudas sin gallos maleducados que despertasen por las mañanas, unas putas gallinas perezosas con muelles en los huecos de los ojos. Alguna vez al mirarlas fijamente, como tratando de hostigarlas con mi presencia y atención, ha caído al suelo algún ojo gallináceo, y tras éste un muelle ha salido disparado hacia mi, clavándoseme en el pecho, en las pantorrillas o, aún peor, en los inflados cachetes. Juro que en esas situaciones he gritado hasta quedarme ronco violentos alaridos como si estuviese la muerte acechando con su guadaña tras la puerta de mi casa, pero... nunca, repito, nunca me he oido gritar, nunca me han siquiera mirado la pareja de suecos o los múltiples críos y amigos que han venido a ocupar mi sueño de silencios. Y abro los ojos y alcanzo a ver que el desierto aquél ya no lo es, y hay grandes edificios de paja y barro y una calle principal de adoquines y una plaza con un jipi montado en un burro hecho de adobe, y un silencio que se rompe sólo con los pitidos diarios de quirófano cuando se está acercando la noche por la carretera que han construido para que vengan otros jipis al pueblo este que debería tener mi nombre pero que se llama... ¡oh, mierda, nunca consigo leer el cártel de la entrada!
A veces sueño, acto seguido, con el final de un abrazo, con dos cuerpos que se despegan después de desearse, a su manera, lo mejor en la vida. Cuando despierto y abrazo a la primera persona que me cruzo en el pasillo o en la calle nunca presto atención al velcro creado entre cuatro brazos chocando dos cuerpos, prefiero disfrutar del momento y creer que es eterno, tratar de eternizarlo en la retina, misión harto imposible ya que nos olvidamos tres abrazos más tarde de cómo fue el primigenio. Porque el primero fue un abrazo silencioso, como dos cuerpos ateridos por el frío de las noches del desierto.
Cuando despierto busco el origen del silencio y lo encuentro en la ausencia. No hay nada y, peor aún, no hay nadie. Y no lo habrá.
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