Todos los hombres de Sauquillo se levantaron como guindilla en ojete, montaron sus caballos y siguieron las órdenes del propio Sauquillo y tres de los hombres con los que habíamos compartido la charla mientras Serra sin levantar los ojos de la polvorienta tierra me susurró Será mejor que se marche, gachupín, las cosas se van a poner feas. Yo trataré de ayudarle en su huida. Este no es más un lugar seguro. Hablaba Reinaldo Serra como si fuese más importante lo que callaba que lo que decía. Pero yo no quiero huir... quiero conocer el final de esta historia Espeté. Sí, mi compadre, usté quiere saber... pero debe saber que ese final puede ser el suyo como será el mío.
Quedaron muy pocos hombres en aquel campamento, y los que había no querían platicar. A todos les goteaba el miedo de la nariz, sus rictus eran serios, sus ojos semicerrados o perdidos en el horizonte huían del enemigo y la fina arena del desierto que levantaba juguetón el viento, sus bocas pastosamente sedientas escupían tabaco, los cuerpos medio inertes se apoyaban en sus armas. Eventualmente alcanzábamos a oir algún disparo probablemente perdido. Nada indicaba que fuese la batalla final. A Sorano no le quedaban muchos hombres apoyándole y lo más probable es que aquellos que se acercaban fueran desertores.
Dos horas más tarde del último disparo aparecieron los primeros rufianes de vuelta con un bulto, como saco de papas en las grupas de uno de los caballos, que resultó ser uno de los que pretendían traicionar a Sorano. Le arrojaron al suelo y ni corto ni perezoso uno de los vigilantes se acercó a orinarle sobre las heridas. Algunos otros se asomaron también para maltratarle. Un perro eso es lo que es Gritó uno de ellos antes de que otro aparentemente con más galones les separó y dejó que el pobre muchacho que no alcanzaba los dieciocho años de edad pudiese descansar un rato. Parecía que se olvidaron de él y me acerqué a aproximar a sus labios las últimas gotas de agua que quedaban en mi cantimplora. Deme güisqui, compadre... suplicó, ándele, guey, deme algo más fuerte, para qué quiero yo agua en mi lecho de muerte, gachupín... ¡Un momento! ¿Cómo sabía ese hombre que yo era gachupín si no había abierto la boca? Traté de limpiar su tiznada cara y apartarle el pelo de los ojos, me deshice sin muchos problemas de su débil resistencia hasta que le reconocí...
Aunque no había pasado más de una semana desde la primera vez que le ví su aspecto había cambiado muchísimo, como si una semana vagando por el desierto fuesen cinco años entre seres civilizados... y pensé en cómo sería mi aspecto... y corrí en busca de ese pequeño riachuelo a mirarme la cara en su reflejo. Pese a que temblaba como la primera vez ya no era el niño tembloroso que ví entre los hombres de Sauquillo el maldito día en que me crucé con ellos por primera vez en mi vida. Levanté la cara de aquel arroyo y me giré siguiendo los gritos horrorizados del crío ante el atosigamiento de los secuaces de Sauquillo Toma, putito, tú nos metiste en esta, no debiste nacer, maricón increpaba el más violento de todos asestándole una tras otra mil patadas en el abdomen. Era evidente que aquél muchacho no contaba con las simpatías de aquellos hombres. Era evidente que aquél era el hijo de Román Sauquillo.
Quedaron muy pocos hombres en aquel campamento, y los que había no querían platicar. A todos les goteaba el miedo de la nariz, sus rictus eran serios, sus ojos semicerrados o perdidos en el horizonte huían del enemigo y la fina arena del desierto que levantaba juguetón el viento, sus bocas pastosamente sedientas escupían tabaco, los cuerpos medio inertes se apoyaban en sus armas. Eventualmente alcanzábamos a oir algún disparo probablemente perdido. Nada indicaba que fuese la batalla final. A Sorano no le quedaban muchos hombres apoyándole y lo más probable es que aquellos que se acercaban fueran desertores.
Dos horas más tarde del último disparo aparecieron los primeros rufianes de vuelta con un bulto, como saco de papas en las grupas de uno de los caballos, que resultó ser uno de los que pretendían traicionar a Sorano. Le arrojaron al suelo y ni corto ni perezoso uno de los vigilantes se acercó a orinarle sobre las heridas. Algunos otros se asomaron también para maltratarle. Un perro eso es lo que es Gritó uno de ellos antes de que otro aparentemente con más galones les separó y dejó que el pobre muchacho que no alcanzaba los dieciocho años de edad pudiese descansar un rato. Parecía que se olvidaron de él y me acerqué a aproximar a sus labios las últimas gotas de agua que quedaban en mi cantimplora. Deme güisqui, compadre... suplicó, ándele, guey, deme algo más fuerte, para qué quiero yo agua en mi lecho de muerte, gachupín... ¡Un momento! ¿Cómo sabía ese hombre que yo era gachupín si no había abierto la boca? Traté de limpiar su tiznada cara y apartarle el pelo de los ojos, me deshice sin muchos problemas de su débil resistencia hasta que le reconocí...
Aunque no había pasado más de una semana desde la primera vez que le ví su aspecto había cambiado muchísimo, como si una semana vagando por el desierto fuesen cinco años entre seres civilizados... y pensé en cómo sería mi aspecto... y corrí en busca de ese pequeño riachuelo a mirarme la cara en su reflejo. Pese a que temblaba como la primera vez ya no era el niño tembloroso que ví entre los hombres de Sauquillo el maldito día en que me crucé con ellos por primera vez en mi vida. Levanté la cara de aquel arroyo y me giré siguiendo los gritos horrorizados del crío ante el atosigamiento de los secuaces de Sauquillo Toma, putito, tú nos metiste en esta, no debiste nacer, maricón increpaba el más violento de todos asestándole una tras otra mil patadas en el abdomen. Era evidente que aquél muchacho no contaba con las simpatías de aquellos hombres. Era evidente que aquél era el hijo de Román Sauquillo.
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