Ambos habían olvidado la primera vez que sus miradas se cruzaron carentes de interés, habían olvidado cómo en la siguiente ocasión él aguantó la mirada una milésima de segundo más que ella, más joven y tímida, habían olvidado por qué esos ojos les resultaban cada vez más familiares, cómo se habían convertido en una necesidad mutua, una droga, que buscaban por la calle, casi yonquis, casi enfermos, apenas sanos en ese instante maravilloso en que él casi podía olerla y ella imaginaba el calor de su abrazo. Era un mundo de casis, de excitación, de iniciación. Un mundo que no volvería nunca más.
Habían olvidado ya la extraña necesidad de imaginar el nombre del otro Ariadna pensaba él mientras ella se convencía de que se llamaba Rodrigo como mi abuelo, y soñaban conversaciones planeadas como de final de película en blanco y negro Él se me acercará erguido y a paso acelerado apenas percatándose de mi presencia, como perdido. Al fin me verá, me observará de cerca. Será inevitable. Estaré preciosa, tan bonita como jamás me haya visto... y cuando mis ojos se crucen con los suyos ladearé la cabeza y le lanzaré una sonrisa ¿Tienes un cigarrillo? Le preguntaré. Pues... en verdad no fumo me dirá. Yo tampoco. Y aunque no tenga una mísera peseta en el bolsillo se le escaparán del alma unas palabras. Te invito a un café dirá en esencia. Y la calle no será más ya esta aburrida birbam sino aquella ciudad de neón y patinaje sobre hielo.
Habían olvidado cómo se conocieron años antes, y cómo el olvido no había hecho mella en ellos. Lo habían olvidado todo.
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