I.
Últimamente pido disculpas demasiadas veces. Ciertamente, no sé si es un hecho postivo, y no puedo decir, como siempre hago, que me venga al pairo. No estoy hablando de pisar a alguien en el metro o golpear con la bolsa cargada de libros a una señora de riguroso luto asida al brazo de su hija, que no por ser hija sigue siendo joven. Hablo, escribo, del perturbante hecho de reconocer el error. Sentimos el error como una pierna clavada en el fango que no se ha de liberar, no porque no se quiera sino porque no se puede, porque movemos y removemos la pierna arremolinando el barro, como si fuera el solitario aspa de una hélice condenada a no levantar el vuelo. Más nos valiera cortarnos la pierna y abandonarla, inerte, en la movediza arena. Más nos valiera, sí, mas no arreglaríamos problema alguno. Ni falta que hace eructarán, y morirán con sus miserias y un muñón gangrenado invadiéndoles las entrañas, copulando con sus amargos jugos gástricos, encargando a parisinas cigüeñas miríadas de gusanos que devoran la pierna huérfana y enfangada, oxigenando el barro yermo. Viva la vida gritan, muera la muerte.
Me disculpo, enésima de las disculpas de hoy, porque vuela mi bolígrafo azul y no mi mente. Infinito error que me aboca al fracaso que no alcanzo a regatear, por más quiebros, recortes o bicicletas que me empeño en repetir pisando la cal.
II.
Ya estamos, otra vez, ensuciando con palabras una página en blanco.
III.
Y así, pedir perdón sea inutil y no importe. Así, se retuerzan las lombrices en las cuencas de los ojos de los preciosos cadáveres que abandonemos ancianos en el lodo, junto a la pierna amputada. Morir joven es un invento de Holliwood dijo; y pedalea un cuerpo ausente de tronco, apenas un par de sutiles piernas alocadas como un niño girando sobre sí mismo, así fueron mis primeros pedos dijo, y empezó a volar, y por más quiebros, recortes o bicicletas que ensayó frente al espejo siempre se sentaba en el banco de piedra mientras los demás pateaban aquél amorfo balón hecho de gomaespuma, papeles viejos y cinta aislante, y repasaba en su cabeza los túneles que tiraría a esos bastardos si un día le dejasen jugar. Y así, después de humillarles, uno a uno, pedirles perdón. Una disculpa hipócrita que también había ensayado una y mil veces frente al vetusto espejo; y revanarles los cuellos, uno a uno, con una encantadora sonrisa atravesando la cara, la mismísima jeta demoníaca que esconden los angelotes rubios clonados del efervescente adolescente de El lago azul.
IV.
Pero nadie espera que alguien le venga a pedir perdón al encontrarnos tirados en el piso después de un quiebro, después de un recorte de salario, o después de que te roben la bicicleta en la puta puerta de tu casa, por mucho que cada segundo que pasa aumentan las posibilidades de haber candado la bici al aire. ¡Eh, ahí tenemos el error! ¿Y después del error viene el perdón, no? Pues hoy no, hoy sólo pediré perdón cuando le abra la cabeza al ladrón. ¡Qué ya está bien, hombre, que parecemos tontos!
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