Ayer volví de una boda en Francia, con amigos. Un viaje tranquilo y excitante al mismo tiempo, de birbam a Geneve, de Geneve a Annecy, de Annecy a Saint-Joiroz y vuelta atrás. Un paraje impresionante a orillas del Lago de Annecy, rodeado de montañas prealpinas. He dicho que es impresionante porque no se me ocurre un calificativo mejor, lamentable por mi parte, pero es que desde que llegamos a esta increible, que no paradisíaca, tierra, no he cesado de pensar que si aquél escenario hubiera estado bajo el sol que envidian en Europa, estaría muchísimo más violado por el amargo efecto del turismo y el ancho bolsillo ibérico de lo que ya está en el país vecino. ¡Y qué narices! No puedo encontrar un adjetivo mejor porque he hemos todos vuelto de allí impresionado. Me atrevo a decir, desde la ignorancia, que no hay un lago como en el que he estado; kayaks, canoas, veleros y ferrys lo cruzan con total tranquilidad, por no hablar del rumor local, del cual no tengo razón alguna para dudar, que dice que el alcalde bebe un vaso de agua servido directamente del lago durante el día grande de la ciudad, demostrando así que es el lago más limpio del viejo continente.
Ha sido un fin de semana memorable que ninguno de los invitados procedentes de birbam y bizarria olvidaremos jamás. Estoy seguro. Supongo que la huella que me ha quedado a mí ni es ni puede ser la misma que a los demás, que cada uno hemos vivido las diferentes situaciones y choques culturales parece mentira a nuestro modo. Por ejemplo, un amigo, incapaz de acercarse a una preciosa muchacha francesa de cabellos de jengibre, se fustigaba pensando en los años perdidos sin aprender otros idiomas, por los inviernos pasados en el pueblo, solo, disfrutando del campo y de los animales, sin pensar que las elecciones que ha tomado son precisamente lo que le ha ido formando hasta el adulto que mas o menos es hoy. Y sí, es cierto, el tipo, mi amigo, podría haber aprovechado su adolescencia para hacer algo más que tocarse, salir de fiesta, juguetear con alguna droga, y aprender, con sus ritmos, sobre la tierra. Entre otras muchas cosas. Sí, podría haberlo hecho, pero no sería el mismo.
Yo, a rebufo de mi amigo, percibo que el camino es siempre más largo de lo que aparenta, resulta imposible tocar el horizonte, y tras cada montaña hay un valle nuevo que visitar o pastar, según sean tus costumbres alimenticias. Hace más de un año, no mucho más, que volví del Reino Unido; de ese bosque en el sur de Inglaterra. Si bien sigo teniendo presente muchas de las cosas aprendidas allí, casi todas sobre uno mismo, en este largo fin de semana me he percatado de que hay algo que he abandonado como una manzana en la encimera de la cocina. Una manzana que se oxida léntamente y de la cual contemplamos su herrumbre con cierto gusto como el que se percata por vez primera del milagro de la naturaleza, la vida, ese apagarse.
La vida pasa veloz como el cóndor. No te dejes adelantar, no la persigas, cada vida tiene un ritmo.
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