Hace un año y diez días llegué al aeropuerto de Ezeiza (Buenos Aires, Argentina) con una recién comprada y grandísima maleta azul con ruedas cargada de ilusiones y, sobre todo, un puñado de miedos escondidos. Por primera vez abandonaba la placenta materna por más de un mes y la absoluta ignorancia ante el nuevo mundo que me encontraría me embriagaba y aceleraba las pulsaciones de un músculo cordial al que creía inútil desde hacía años. A causa de una situación económica personal bastante precaria llegué a Baires via Londres y Sao Paulo, realizando un largo viaje en el que sufrió demasiado mi oído izquierdo, el cual desde hace años tiene un pequeña pérdida de audición tras el paso por un quirófano (pero esa es una historia que contaré más adelante si algún día me viene en gana). Según ascendía o descendía el avión aquellos dos y tres de abril algo dentro de mi oído explotaba levemente al principio y con más y más virulencia según se sucedían las explosiones. Por suerte, o quizá por desgracia para mi aparato auditivo, en Heathrow se sentó en la butaca de mi izquierda un mujer preciosa que resultó ser una chica menor de edad muy agradable, hija de una pareja angloargentina ya separada. La mina en cuestión no me reveló su nombre en todo el trayecto y la bauticé, como no, con el nombre de Malvina. Al ser menor de edad me pidió que le hiciese el favor de pedirle un par de gintonis, decía que sin beber no podría dormirse durante el largo vuelo. Como siempre me ha parecido de mala educación beber solo, y jamás he rechazado un trago, una de las dos ginebras me la bebí yo, prometiéndola que en seguida pediría otras dos minicopas en vaso de plástico sin saber que cuando Malvina decía que necesitaba un trago para dormirse decía una verdad absoluta. Terminó de beberse el vaso justo cuando pedía otros dos, la miré y roncaba como un lechón con la típica piel rosada del anglosajón. Y así fue como acabé bebiendo solo y viendo unos capítulos de Futurama en el monitor personal que tienen las butacas de los aviones británicos, sin poder dormir y con el miedo atenazándome los músculos. Malvina despertó al llegar a Sao Paulo y se pintó la cara, su novio le esperaba en la capital argentina. Charlamos durante el trayecto a Ezeiza, y se me pasaron los miedos para volver a mi al pisar el llano suelo bonaerense.
Las cosas no podían empezar bien, resultaba obvio. Contraté un remis (una especie de taxi privado y generalmente más caro) al cual le di mal la dirección a la que iba. Aunque sabía que una cosa era Capital Federal y otra Buenos Aires los nervios por el comienzo de mi aventura no me dejaban pensar con facilidad. Una amiga española llevaba viviendo algo más de dos años en Buenos Aires y yo me iba a quedar en su casa durante el tiempo que necesitase. Sabía que ella había tenido un novio que era hincha de Independiente de Avellaneda y, sin saber muy bien por qué, dí por hecho que ella viviría en Avellaneda, así que le dí la dirección al remisero: Güemes y Araoz, en Avellaneda, por favor. Llegamos a Avellaneda después de un trayecto de casi una hora en el que no vi, ni de lejos, una montaña, el tipo era incapaz de encontrar la dirección. Las calles eran paralelas y no parecía que se fuesen a cruzar nunca, al fin creí que lo habíamos encontrado cuando estábamos entre las canchas de Racing y de Indepediente, separadas por cien metros, me costaba creer que mi amiga viviese en ese lugar en el que no había nada. El tipo estaba muy enfadado, y yo no entendía ni por qué ni con quién, hasta que me dijo: ¿Me dejás la dirección de nuevo? Resopló ¡Acá dice Capital Federal, pelotudo! Era la primera vez que me llamaban así, y lejos de molestarme me encantó. Reí a carcajadas mientras un villero me miraba con cara de pocos amigos subido en su moto de baja cilindrada. Este hombre no me irá a dejar aquí, pensé. Y además qué diferencia de barrio, che, donde vas no tiene nada que ver con esto. Llegué vivo a la casa de mi amiga, al barrio de Palermo, en Capital Federal, un barrio de familias acomodadas que sin parecerse en nada a mi querido Chamberí me hacía sentirme en él. Eso sí, al remisero le pagué de más, era lo justo, y yo entonces tenía bastante dinero.
Las cosas no podían empezar bien, resultaba obvio. Contraté un remis (una especie de taxi privado y generalmente más caro) al cual le di mal la dirección a la que iba. Aunque sabía que una cosa era Capital Federal y otra Buenos Aires los nervios por el comienzo de mi aventura no me dejaban pensar con facilidad. Una amiga española llevaba viviendo algo más de dos años en Buenos Aires y yo me iba a quedar en su casa durante el tiempo que necesitase. Sabía que ella había tenido un novio que era hincha de Independiente de Avellaneda y, sin saber muy bien por qué, dí por hecho que ella viviría en Avellaneda, así que le dí la dirección al remisero: Güemes y Araoz, en Avellaneda, por favor. Llegamos a Avellaneda después de un trayecto de casi una hora en el que no vi, ni de lejos, una montaña, el tipo era incapaz de encontrar la dirección. Las calles eran paralelas y no parecía que se fuesen a cruzar nunca, al fin creí que lo habíamos encontrado cuando estábamos entre las canchas de Racing y de Indepediente, separadas por cien metros, me costaba creer que mi amiga viviese en ese lugar en el que no había nada. El tipo estaba muy enfadado, y yo no entendía ni por qué ni con quién, hasta que me dijo: ¿Me dejás la dirección de nuevo? Resopló ¡Acá dice Capital Federal, pelotudo! Era la primera vez que me llamaban así, y lejos de molestarme me encantó. Reí a carcajadas mientras un villero me miraba con cara de pocos amigos subido en su moto de baja cilindrada. Este hombre no me irá a dejar aquí, pensé. Y además qué diferencia de barrio, che, donde vas no tiene nada que ver con esto. Llegué vivo a la casa de mi amiga, al barrio de Palermo, en Capital Federal, un barrio de familias acomodadas que sin parecerse en nada a mi querido Chamberí me hacía sentirme en él. Eso sí, al remisero le pagué de más, era lo justo, y yo entonces tenía bastante dinero.
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