Entonces yo estaba en Buenos Aires oliendo el asadito por Coronel Díaz y Güemes, o Corrientes y Anchorena, o en cualquier otro cruce, ¿qué sé yo? El caso es que en seguida me sentí como en casa (esta es una inmensa mentira, pero dejémosla ahí, ya que a fuerza de repetirla se convertirá en verdad salvo que andes buscando armas de destrucción masiva), y veía Madriz detrás de cada calle, detrás de cada rostro, o delante de cada apellido. Me acostumbré pronto a dar solamente un beso en una mejilla, a soportar quemarme la lengua cada vez que tomaba mate, a tomar mate sin quemarme la lengua, a agarrar la cuchara, a tomar el colectivo, a tantas cosas...
Entonces estaba yo en Buenos Aires, con algunos complejos de gallego por pulir, con los ojos bien abiertos y las manos en los bolsillos, y caminando poco por la city porteña, viajando en Subte sólo por el día. Buscando a Valdano. Sí, buscaba a Valdano, no al ex jugador y ex entrenador de fútbol, no al verborréico pseudo-filósofo en persona. Buscaba esa esencia que no me costó encontrar con ciertas dificutades. Era fácil encontrar a un argento que dijese con dieciseis palabras lo que yo decía con cuatro, era realmente sencillo, tanto como patear un adoquín levantado en cualquier vereda porteña para que saliese un pibe que se cagaba en la concha de la madre del torpe tropezador para terminar con un Che, ashudáme, asercame el coso ese. ¿Qué coso? ¿Qué era eso del coso? Resultaba aún más fácil ser convidado a tomar mate y facturas cualquier tarde, resultaba más fácil y más gratificante la gentileza argentina y, que señalando un cuchillo o un jarrón lejano se te inquiriera: ¿viste ese coso? ¿y ese otro coso? ¿y este? Sí, es bonito el ratón de tu ordenador. ¿Ratón? ¿ordenador? Estos gashegos cambiándole el nombre a todo. Pará un cachito, ¿yo le cambio el nombre a todo? ¿y vos? que le llamas a todo coso? Y la discusión se cerraba con las carcajadas comunes. Antes de llegar a Baires, tenía una imagen de los argentinos como si todos ellos hubiesen nacido con un diccionario bajo el brazo, (Tuviste un niño. ¡Qué bueno, doctor! Decíme que trae un diccionario de María Moliner, que el mayor vino con uno de Ramoncín). Creía que en los hospitales se repartían licencias para explotar toda la incontinencia verbal. Es cierto que hasta el más torpe domina un léxico verdaderamente amplio, es cierto si tienen más de cuarenta años. Pero también es cierto que una gran parte de la población llama coso a todo lo que tenga delante de sus narices, costumbre que según me han contado más adelante es propia de gallegos, pero de gallegos de Galicia. Así que qué menos que rebautizarme como El Coso, parecía y parece lo lógico, lo más natural. Me mudé al Abasto, al Centro Argentino de Teatro Ciego, donde planteé estas estúpidas diatribas y nos rebautizamos como El Coso del Abasto, como si fuese un título nobiliario de una nobleza aún por inventar, descatalogada y vilipendiada por los libros de Historia, inconscientes de la semilla que estábamos plantando. A mí me valía con ser el Cosito del Abasto, no en vano en mi casa, con mis hermanos, nos llamábamos unos a otros cosito por burlarnos unos de otros, por lo ridículo de un término que creíamos posible pero no probable, ya que las cosas, o una cosa, tenían y tienen un género, el femenino, difícilmente mutable. Así me rebauticé en mi llegada a la vieja Europa como el Coso de Chamberí, ya no estaba (aunque quisiera) en el Abasto, en aquella gran casa de Yanyoré (Jean Jaures), mirando al cielo y a las villitas a un mismo tiempo, agarrando por los cuernos al toro de la vida en el coso que fue para mí la capital argentina.
Desde lo más profundo de mi corazón ¡Aguante Argentina!
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española:
coso1.
(Del lat. cursus, carrera).
1. m. Plaza, sitio o lugar cercado, donde se corren y lidian toros y se celebran otras fiestas públicas.
2. m. Calle principal en algunas poblaciones. El coso de Zaragoza.
3. m. ant. Curso, carrera, corriente.
coso2.
(Del lat. cossus).
1. m. carcoma (insecto coleóptero).
Entonces estaba yo en Buenos Aires, con algunos complejos de gallego por pulir, con los ojos bien abiertos y las manos en los bolsillos, y caminando poco por la city porteña, viajando en Subte sólo por el día. Buscando a Valdano. Sí, buscaba a Valdano, no al ex jugador y ex entrenador de fútbol, no al verborréico pseudo-filósofo en persona. Buscaba esa esencia que no me costó encontrar con ciertas dificutades. Era fácil encontrar a un argento que dijese con dieciseis palabras lo que yo decía con cuatro, era realmente sencillo, tanto como patear un adoquín levantado en cualquier vereda porteña para que saliese un pibe que se cagaba en la concha de la madre del torpe tropezador para terminar con un Che, ashudáme, asercame el coso ese. ¿Qué coso? ¿Qué era eso del coso? Resultaba aún más fácil ser convidado a tomar mate y facturas cualquier tarde, resultaba más fácil y más gratificante la gentileza argentina y, que señalando un cuchillo o un jarrón lejano se te inquiriera: ¿viste ese coso? ¿y ese otro coso? ¿y este? Sí, es bonito el ratón de tu ordenador. ¿Ratón? ¿ordenador? Estos gashegos cambiándole el nombre a todo. Pará un cachito, ¿yo le cambio el nombre a todo? ¿y vos? que le llamas a todo coso? Y la discusión se cerraba con las carcajadas comunes. Antes de llegar a Baires, tenía una imagen de los argentinos como si todos ellos hubiesen nacido con un diccionario bajo el brazo, (Tuviste un niño. ¡Qué bueno, doctor! Decíme que trae un diccionario de María Moliner, que el mayor vino con uno de Ramoncín). Creía que en los hospitales se repartían licencias para explotar toda la incontinencia verbal. Es cierto que hasta el más torpe domina un léxico verdaderamente amplio, es cierto si tienen más de cuarenta años. Pero también es cierto que una gran parte de la población llama coso a todo lo que tenga delante de sus narices, costumbre que según me han contado más adelante es propia de gallegos, pero de gallegos de Galicia. Así que qué menos que rebautizarme como El Coso, parecía y parece lo lógico, lo más natural. Me mudé al Abasto, al Centro Argentino de Teatro Ciego, donde planteé estas estúpidas diatribas y nos rebautizamos como El Coso del Abasto, como si fuese un título nobiliario de una nobleza aún por inventar, descatalogada y vilipendiada por los libros de Historia, inconscientes de la semilla que estábamos plantando. A mí me valía con ser el Cosito del Abasto, no en vano en mi casa, con mis hermanos, nos llamábamos unos a otros cosito por burlarnos unos de otros, por lo ridículo de un término que creíamos posible pero no probable, ya que las cosas, o una cosa, tenían y tienen un género, el femenino, difícilmente mutable. Así me rebauticé en mi llegada a la vieja Europa como el Coso de Chamberí, ya no estaba (aunque quisiera) en el Abasto, en aquella gran casa de Yanyoré (Jean Jaures), mirando al cielo y a las villitas a un mismo tiempo, agarrando por los cuernos al toro de la vida en el coso que fue para mí la capital argentina.
Desde lo más profundo de mi corazón ¡Aguante Argentina!
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española:
coso1.
(Del lat. cursus, carrera).
1. m. Plaza, sitio o lugar cercado, donde se corren y lidian toros y se celebran otras fiestas públicas.
2. m. Calle principal en algunas poblaciones. El coso de Zaragoza.
3. m. ant. Curso, carrera, corriente.
coso2.
(Del lat. cossus).
1. m. carcoma (insecto coleóptero).
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