Las cosas nunca vienen dadas porque sí. Al menos eso es lo que me ha dado por pensar últimamente. Reconozco que es un idea cercana al adoctrinamiento católico que recibí siendo niño, aun con matices. Cualquiera diría que soy hijo del franquismo (en cierta manera todos lo somos) y no del milagro democrático español. Era mi escuela un colegio católico, de un catolicismo leve pero trasnochado, mi amigo Boabdil se entretenía pintando en las mesas medias lunas y era castigado por proselitismo a pasar las tardes con una tierna monja, pasaban las horas mirándose a la cara contando mentiras. Boabdil las improvisaba. La hermana se las sabía de memoria. En ninguna de aquellas tardes se le explicó a mi amigo qué mal, además de destrozar el mobiliario del aula, cometía al pintar a Catalina sonriendo a una estrella que le cuelga del flequillo, o qué significaba esa maldita palabra que le estuvo persiguiendo durante algún tiempo. A Boabdil le persiguen las palabras y se enfada con ellas o con quien no las tiene en su vocabulario. Como cuando se enfadó con sus padres porque no le habían explicado nunca qué era una plañidera. Boabdil, por supuesto, nunca creyó en dioses ni reyes, y jamás se hizo mahometano, el mote le vino por herencia. Simplemente le gustaba molestar y proclamar una nueva invasión árabe necesaria, y así más tarde comenzó a pintar las paredes de las facultades de ciencias de ciertas ciudades universitarias con lemas incendiarios contra las teorías evolucionistas de Darwin. Por incordiar, lo solía hacer todo por incordiar. Del mismo modo que ahora no ha redactado ni una mísera línea que compartir. Por fastidiar, simplemente.
La vida no ha sido con él ni justa ni injusta, sino que pasa sin prestarle demasiada atención.
Decía que las cosas nunca vienen dadas porque sí. Mi experiencia en la Argentina fue muy positiva, pero no fue un cielo despejado en el que ver el horizonte esplendoroso que suelen cantar canciones de regímenes absolutistas del siglo XX, más bien fue un largo nubarrón con determinados claros. Dulces, carnosos y sabrosos claros que me consolé en pensar que vinieron porque antes lo pasé mal. Sin embargo aún paladeo con gusto las mieles aquellas y olvido los malos ratos.
Tengo un amigo que ya no tiene edad para tener granos en la cara, sin embargo cada vez que llega la primavera le sale el mismo jodido grano en la mejilla derecha, a unos dos o tres centímetros bajo el ojo. No puedes imaginar lo mucho que estas apariciones le perturban cada primero de abril. En tiempos se escondía en casa y no nos dejaba ir a visitarle. Hoy lo lleva mucho mejor, ya ha madurado, o al menos eso cree, y mira para otro lado cuando alguien le recuerda la omnipresencia de esa espinilla eterna. Luego corre al espejo más cercano a mirarse nervioso de reojo, como con miedo, y se dice con la boca pequeña: si estás ahí es porque aún soy joven. Mientras tanto se le va cayendo el pelo en la coronilla, pero eso ya no le importa, alguna chica le dijo un día que los calvos eran muy atractivos. No hay mal que por bien no venga, no hay mal que por bien no venga, se repite como si fuera el conejo de Alicia a través del espejo con distinto parlamento.
La vida viene mal dada, ya está, no hay más. Vendrán días mejores, no me cabe la menor duda. Y mi amigo no tendrá ese estúpido grano, e incluso lo recordará con cariño, y se mirará al espejo y se dirá alguna vez: Yo no sería el mismo de no haber tenido ese grano. Aquél grano me ha hecho más fuerte, soy lo que fue el grano aquél. Aunque también llorará por la maldita espinilla y tratará de olvidarla, no nos engañemos. Y es que como dice una amiga de mi abuela: Con estos bueyes hay que arar. No queda otra. No vale echarse a un lado y llorar, la vida es para los valientes, para los que no se rinden, para los que no se acongojan, es hora de dar batalla, hoy más que nunca.
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