En el inicio ensalzamos praderas, mares, bosques
e ilícitos tobillos desnudos de follaje.
Escalamos el monte de desconocida cumbre
y allí retrocedimos, cobardes y cansados. Entonces quedé solo,
y custodié sin tormento su aspecto en la retina.
Entonces fue que soñé que aquella era mi tierra
y le canté a las praderas de savia fingida,
a mares de uralita y bosques de carbón.
Le canté a las veletas fandangos otoñales,
rezé por las llanuras de raices yermas.
Me aconsejé a mí mismo, a nadie más atiendo,
a nadie más escucho si nadie más soy yo.
En el inicio adquirimos doctrinas celestiales,
imágenes sin nombre, volátiles recuerdos.
Nos encontramos sumisos, adiestrados cual tormenta
manejada por dominantes dioses domadores.
Y el canto se extinguió. Yacía inmóvil,
estancado en membranas omitidas de la tierra,
del polvo, de la arena, de las piedras.
Piedras beatificadas y misericordiosas
piedras en el vientre enlazadas con argollas.
Nunca violé aquél monte púber de los parques,
nunca trabajé la tierra desquiciada de arrobas,
nunca, repito, nunca me empapé.
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