Hace escasamente uno o dos días me encontré entre un par de botellines demasiado fríos con un amigo al que solíamos llamar Cataratas. Mi amigo, al que no llamamos así por los enormes vidrios que adornaron de niño sus ojos, ni por su afición por visitar cada verano las cascadas de El salto del ángel, Iguazú, Victoria, o el Niágara, estaba realmente contrariado observando con la languidez propia del derrotado el interior del cuello de su botellín. Resoplaba, bufaba y hasta gruñía con cada uno de los comentarios de los borrachos parroquianos. Resultaba extraño y cómico al mismo tiempo verle así, disfrazado de basilisco, renunciando a su temperamento eternamente risueño y despreocupado.
Yo que no soy de los que se meten en los asuntos de los demás, que no suelo preguntar ¿cómo estás? por miedo a que me lo cuenten y terminen de amargarme el bonito día que por fin acaba, me vi en esta ocasión obligado. Estoy hecho mierda, amigo. Ya no confío en la raza humana. Empezó. Y mucho menos confío en los españoles de más de cuarenta años. Lo cual me resultó comprensible. Me avergüenzan, me dan vergüenza. Se venden... No nos vale con vender cosas, ahora las ideas se venden, las palabras se venden... ¡la mierda se vende! Exclamó. Pero es que además se compra, el noventa por ciento de nuestras relaciones se deben al interés, a agasajarnos con regalos o con palabras, a corrompernos las infancias, a maltratar nuestra inteligencia. Nos tomamos por tontos los unos a los otros, nos lanzamos piedras, nos criticamos por nuestras ropas, nos arañamos, nos pisamos, nos quitamos los asientos en el bus... Y siguió despotricando incoherencias bajando el tono de su voz paulatinamente.
Dejé de prestarle atenión por unos minutos, hasta que le oí farfullar al cuello de su camiseta Esos políticos, esos políticos que dejaron de soñar, esos que no nos dejan soñar. Pero Cata ¿de qué hablas? Eructé. Sus divagaciones llegaron a un punto que por incomprensibles llamaron aún más mi atención.
Mira, Boabdil, hace años, una tarde de verano, me encontré a cierto político socialista que me miró realmente mal. Yo iba vestido... bueno tú ya sabes cómo vestía yo hace años. Cataratas tuvo una adolescencia algo complicada aunque muy divertida, estuvo casi dos años viviendo en una Okupa, aunque él prefiere contar que fueron cinco. Solía encontrarme con él en Malasaña, en la plaza de San Ildefonso cuando estaba poblada de árboles y orines, agarrado a una flauta que maltocaba, con cresta y cara de niño pera, con su horrible y pulgosa perra Metadona. Entonces se oía entre los habituales del Grial que mi amigo se había comido una rata por treintamil pesetas. Contaban que un yuppie repeinado con ricitos en el cogote se bajó un día de un taxi y por el mero hecho de reirse del costroso chaval que aporreaba a destiempo un cubo de basura cantando un villancico en Semana Santa le ofreció las treintamil pesetas por cazar, despellejar, cocinar y comerse una apestosa rata. Una leyenda absurda que Cataratas desmintió una y mil veces en aquellos ambientes. Sin embargo entre nosotros, sus amigos del colegio, se le quedó el mote. Llevaba esa camiseta negra con cuatro caras del Che, no sé si la recuerdas, y estaba cruzando una calle, no recuerdo cuál pero era una muy ancha. Todavía no iba con cresta, creo que debía tener unos catorce o quince años y la cara llena de granos. El caso es que este tío, este politicucho, cruzaba con su nada modesto coche la misma calle que yo, ralentizó su velocidad para mirarme bien la camiseta y después la cara. No olvidaré nunca su cara de desprecio, sus ojos azules clavados en mí, su gesto torcido de desaprovación. Esa cara de imbécil se moría por recibir un guantazo.
Yo que no soy de los que se meten en los asuntos de los demás, que no suelo preguntar ¿cómo estás? por miedo a que me lo cuenten y terminen de amargarme el bonito día que por fin acaba, me vi en esta ocasión obligado. Estoy hecho mierda, amigo. Ya no confío en la raza humana. Empezó. Y mucho menos confío en los españoles de más de cuarenta años. Lo cual me resultó comprensible. Me avergüenzan, me dan vergüenza. Se venden... No nos vale con vender cosas, ahora las ideas se venden, las palabras se venden... ¡la mierda se vende! Exclamó. Pero es que además se compra, el noventa por ciento de nuestras relaciones se deben al interés, a agasajarnos con regalos o con palabras, a corrompernos las infancias, a maltratar nuestra inteligencia. Nos tomamos por tontos los unos a los otros, nos lanzamos piedras, nos criticamos por nuestras ropas, nos arañamos, nos pisamos, nos quitamos los asientos en el bus... Y siguió despotricando incoherencias bajando el tono de su voz paulatinamente.
Dejé de prestarle atenión por unos minutos, hasta que le oí farfullar al cuello de su camiseta Esos políticos, esos políticos que dejaron de soñar, esos que no nos dejan soñar. Pero Cata ¿de qué hablas? Eructé. Sus divagaciones llegaron a un punto que por incomprensibles llamaron aún más mi atención.
Mira, Boabdil, hace años, una tarde de verano, me encontré a cierto político socialista que me miró realmente mal. Yo iba vestido... bueno tú ya sabes cómo vestía yo hace años. Cataratas tuvo una adolescencia algo complicada aunque muy divertida, estuvo casi dos años viviendo en una Okupa, aunque él prefiere contar que fueron cinco. Solía encontrarme con él en Malasaña, en la plaza de San Ildefonso cuando estaba poblada de árboles y orines, agarrado a una flauta que maltocaba, con cresta y cara de niño pera, con su horrible y pulgosa perra Metadona. Entonces se oía entre los habituales del Grial que mi amigo se había comido una rata por treintamil pesetas. Contaban que un yuppie repeinado con ricitos en el cogote se bajó un día de un taxi y por el mero hecho de reirse del costroso chaval que aporreaba a destiempo un cubo de basura cantando un villancico en Semana Santa le ofreció las treintamil pesetas por cazar, despellejar, cocinar y comerse una apestosa rata. Una leyenda absurda que Cataratas desmintió una y mil veces en aquellos ambientes. Sin embargo entre nosotros, sus amigos del colegio, se le quedó el mote. Llevaba esa camiseta negra con cuatro caras del Che, no sé si la recuerdas, y estaba cruzando una calle, no recuerdo cuál pero era una muy ancha. Todavía no iba con cresta, creo que debía tener unos catorce o quince años y la cara llena de granos. El caso es que este tío, este politicucho, cruzaba con su nada modesto coche la misma calle que yo, ralentizó su velocidad para mirarme bien la camiseta y después la cara. No olvidaré nunca su cara de desprecio, sus ojos azules clavados en mí, su gesto torcido de desaprovación. Esa cara de imbécil se moría por recibir un guantazo.
Hubo un silencio, que aproveché para pedir con todo el sigilo posible dentro de un bar un par de botellines más. Pues hoy me ha pasado más o menos lo mismo. ¡Hoy! Catorce o quince años después me he vuelto a encontrar con otro político socialista, nos hemos cruzado cara a cara, caminando por la calle, en el descanso del curro, ¿sabes? Que me he ido a tomar un café yo sólo, a desconectar de todo. Pues el tipo me llevaba mirando desde muy lejos con cara de haberse comido un hongo ¡alucinaíto perdío que bajaba el pollo la calle! Y todo porque en mi camiseta decía Cuba.
Pero Cata, no entiendo, ¿cuál es el problema? Le pregunté. En ocasiones conviene no entretenerse mucho con las palabras. ¿Cómo que cuál es el problema? ¡No lo entiendes! ¡Esos hombres! Esos que dicen que lucharon contra el dictador, que de jóvenes pensaban que el mundo se podía cambiar, están ahora bien sentados en sus poltronas, bebiendo el ron que antes no se podían permitir, fumando habanos, y traicionando desde el primer momento que ponen los pies en el suelo cada mañana aquello que dicen que fueron. Y lo peor de todo es que nos miran por encima del hombro a quienes aún creemos en lo que ellos creyeron, como si la lucha se acabase con ellos, como si nosotros no tuviesemos derecho a soñar. ¡Joder, Boa! ¿Me entiendes ahora? Me avergüenzan, me dan vergüenza.
Apuré el final de ese botellín, asentí, dejé unas cuantas monedas sobre la barra del bar, y me marché. Caminé hasta la esquina más próxima, dí media vuelta y desanduve mis pasos, volví a entrar al bar y dije ¿Sabes, Cataratas? El hermano de mi abuelo le rompió la cabeza a un diputado de la República en el Parque de París meses antes de que empezase la guerra. Eso sí que es vergonzoso.
Pero Cata, no entiendo, ¿cuál es el problema? Le pregunté. En ocasiones conviene no entretenerse mucho con las palabras. ¿Cómo que cuál es el problema? ¡No lo entiendes! ¡Esos hombres! Esos que dicen que lucharon contra el dictador, que de jóvenes pensaban que el mundo se podía cambiar, están ahora bien sentados en sus poltronas, bebiendo el ron que antes no se podían permitir, fumando habanos, y traicionando desde el primer momento que ponen los pies en el suelo cada mañana aquello que dicen que fueron. Y lo peor de todo es que nos miran por encima del hombro a quienes aún creemos en lo que ellos creyeron, como si la lucha se acabase con ellos, como si nosotros no tuviesemos derecho a soñar. ¡Joder, Boa! ¿Me entiendes ahora? Me avergüenzan, me dan vergüenza.
Apuré el final de ese botellín, asentí, dejé unas cuantas monedas sobre la barra del bar, y me marché. Caminé hasta la esquina más próxima, dí media vuelta y desanduve mis pasos, volví a entrar al bar y dije ¿Sabes, Cataratas? El hermano de mi abuelo le rompió la cabeza a un diputado de la República en el Parque de París meses antes de que empezase la guerra. Eso sí que es vergonzoso.
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