Tiene nombre de ciudad de los estates y un padre que cantaba susurrando canciones prohibidas en paises en blancoinegro. La veo a menudo caer de los árboles de origámicos jardines y volver a levantarse, y volar, está siempre volando de tejado en tejado, de palabra en palabra, de ladrillo en ladrillo, de nota a nota.
Tiene el silencio escondido bajo la almohada y un camisón blanco que es su bandera. Despedaza naranjas con los dientes sin mondarlas previamente. Hace malabares con múltiples bastoncillos para los oídos y si caen al suelo se levantan, como ella cuando cae, y si se levantan vuelven a caer, pero no le importa.
Tiene los ojos del color del barro, arcilla brillante que ilumina más que el sol; una nariz alargada que le cubre la boca y le besa el mentón, una piel rosada de gorrinillo con vetas del alba. Una boca de nácar que es el centro del universo en que quisiera perderme eternamente, aunque ya lo esté sin saberlo. Y esa sonrisa a medias tan familiar, como si le doliese y disfrutase a un tiempo, ocultando con el labio inferior los dientes que en realidad ansía mostrar.
Tiene fuerza y confianza, y lleva el alma atada a su sombra con una correa de diamantes y flores silvestres. Es Ofelia, Ginebra, Dulcinea, Laura, Lolita, Beatriz, Afrodita A. Es Charlotte, simplemente Charlotte, únicamente Charlotte, con la naturalidad que tienen los ángeles que pierden las alas cualquier mañana, y le da igual.
Le da igual que le esté dedicando unas palabras, que la odie por ser como es: inalcanzable. No le importa que las haya más guapas y más tontas, más falsas, más plásticas, no hay otra como Charlotte, esa rara belleza.
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