No era algo que sucediese con mucha asiduidad. Lo reconozco. Pero en determinadas ocasiones ocurría. Y entonces a todos nos parecía que estuviésemos o viviendo en un sueño o muriendo lentamente, embaucados por una dulce agonía empalagosamente diseñada para unos críos que se colocaban con el helio de los globos. Para ser exactos fue en tres ocasiones que alguna de las niñas de clase se dignó a acercarse al descampado donde nos juntábamos a imaginarnos peligrosísimos macarras, mafiosos ítaloamericanos que habíamos visto en el viejo cine del barrio de la mano de nuestros abuelos, cansados de jugar al fútbol, derrotados, hundidos, sumidos en un sudor pegajoso. Tal era la confianza que le teníamos a los poderes curativos de ciertos refrescos con gas que solíamos empaparnos con ellos las cabezas Mi pae ma dicho que el agua de aquí no zepué de beber dijo muy convincente Andrés Herrera.
Tres, fueron tres, las niñas que se atrevieron a acercarse cuando éramos niños todavía y los pelos no se atrevían a escapar por debajo de la camiseta. Aunque la mayoría de nosotros luciésemos blandurrios mostachos preadolescentes de tiernos pelos maleables haciéndole sombra a unas narices que no cesaban de crecer. Entonces nos peleábamos por ellas, y nos poníamos muy tontos, cantábamos, imitábamos a los cómicos de la tele, o nos marchábamos muy, muy lejos a darle patadas a un balón. Cada uno trataba de llamar la atención a su manera.
Mariví Soldevilla Peralta, Mejunja, fue una de ellas. Tenía unos ojos de un profundísimo color verde que guiñaba dos veces al unísono un segundo antes de empezar a hablar, aquel detalle provocaba que todos callásemos y prestásemos más atención que viendo el video que un día Sir Walter había encontrado entre las cosas de su hermano mayor en el que durante un segundo se le podía ver un pezón a Sabrina Salerno en el programa que despedía el año aquella nochevieja de 1987. Tenía Mejunja la piel canela y unos labios gruesos. Su boca estaba siempre abierta, bien porque reía o bien porque no paraba de hablar. Era la niña más lista de la clase pero no era la que más estudiaba, trataba de no resaltar nunca, le gustaba la clase de religión, pero no la de gimnasia donde solía llorar porque había que saltar el potro y era incapaz. Y es que Mejunja era paticorta.
Hasta que ella se acercó al descampado no entendíamos porque las niñas no jugaban al fútbol como nosotros, porque no les divertía tirarse piedras o huevos, liarse a palazos entre ellas, escalar un muro, hurgarse el sexo en público por debajo del pantalón. Tal era la sabiduría de esta niña, hablaba de tal manera sobre asuntos que en nuestras pueriles mentes no tenían cabida, que uno de nosotros un día no pudo reprimir abrir su corazón y declararle el arrollador amor que sentía. Craso error, ya que a partir de aquél día Mejunja no volvió a aparecer por allí, seguía yendo al colegio pero no volvió a hablar con él jamás. Seguía manteniendo una relación normal con el coso, con Afano y con Andrés, incluso hablaba conmigo aunque fuese sólo para pedirme prestada la goma de borrar. Al poco Mejunja dejó de ser Mejunja y empezó a ir con niños más mayores, a ir de paseo en la moto de los macarras profesionales del barrio, a fumar, a hacer pellas, y así lentamente fue desapareciendo. Afano decía que la había visto en tal o cual lugar, y que al menos una vez al mes se acercaba a verle al bar de su padre y a tratar de que le invitase a un cerveza.
El romeo en cuestión era Irineo. Yo no quiero tirar balones fuera, no quiero decir que ella fuera la culpable del cambio de actitud del bueno de Iri, todos tenemos parte de culpa, pero me consta que él tardó mucho tiempo en olvidarla.
El otro día Andrés volvió de la boda de Irineo con la memoria de la cámara fotográfica cargadita de fotos de todas las mujeres guapas que nos habíamos perdido por cruzarnos de calle cuando éramos niños y nos encontrábamos con Iri. Tuve que ver todas y cada una de las fotos mal enfocadas de aquellas muchachas. Pero bueno Andrés ¿es que no tienes ni una foto de los novios? Le pregunté. Claro que zí, tranquilo, ejque ejtán al prinsipio y he empezau po el final. ¡Joé, cómo eres! Me eructó. En las primeras no se les podía ver bien, fotografías borrosas o apuntando a los tobillos, arte lo llamaba Andrés. Y de repente allí estaba la feliz pareja. Iri está ahora algo más calvo que la última vez que le ví, pero mantiene un porte elegante y no dudo que muchas mujeres le definan como un hombre atractivo. Ella es una preciosa mujer morena con unos inmensos ojos verdes ¡Ella es ella! Espeté. Zí, eh Mejunja otra veh, pero... ahora prefiere que la llamen Vicky.
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