Le costó desperezarse ventitrés horas. Se había vuelto a acostumbrar a aquella primigenia posición fetal con la rapidez con que se nubla la memoria cualquier noche bañada en güisquis. Pero ya era demasiado tarde, ya no había rastro de los caminos ingleses simulando verdes y olorosos túneles, no quedaba dónde husmear a pickle and cheddar sandwich. Y se volvió a acurrucar en la cama, sin esconderse bajo las sábanas porque el calor de birbam no se lo permitía, con el más ladrón de los dedos en la boca y la mirada perdida dirigida a la ventana, para que sus ideas volasen, para que sus sueños escapasen de aquellas paredes, de aquél asfalto con olor a grasientos bocadillos de calamares.
Y los sueños chocaron una y otra vez contra el techo, y rebotaron contra el suelo rompiéndose en tres pedazos, tres migajas de sueños irracionales y sustituibles languideciendo en el piso como serpientes decapitadas y agonizantes, condenadas a morir ahogadas en sus propias babas, en su venenosa bilis, incluso sin cabezas aquellos zigzagueos nerviosos supuraban corrosivos líquidos por inercia de la imaginación.
Entonces llamaron a la puerta y su vida cambió.
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