El día que William Donovan Fernandes me abordó en el tren hacía demasiado calor para la época del año en que estábamos. Había llovido esa misma mañana. Fue un chaparrón breve aunque rabioso descargando rayos a lo lejos. El cielo se ennegreció de repente, en un instante, sin que apenas nos diésemos cuenta. Por suerte pudimos resguardarnos en una pequeña cueva. Nos pareció increible que aquella guarida estuviera allí, precisamente allí, en el mismo camino que tantas veces habíamos andado, sin que jamás nos hubiésemos percatado de su presencia, como si hubiese estado esperando convenientemente a ese día de lluvia para abrirse a nuestros ojos. Reconozco que yo dudé en entrar, no sé muy bien por qué pero sentí un escalofrío como el filo de una guadaña arañándome la espalda de abajo a arriba, empujándome súbitamente hacia dentro de la extraña caverna al sentir dicho espasmo jugueteando en mi cuello. Mi amigo Montañero no dudó un instante en adentrarse en el refugio improvisado, encendió su linterna y desde dentro me llamó Coso, venga, sin miedo. Ahí fuera te vas a empapar entré muerto de miedo y cegado por el foco con que me apuntaba. Tropecé. La cueva no era tal, era tan solo un recoveco entre rocas, un recodo de unos dos o tres metros de profundidad en el que ni los pocos animales salvajes que quedaban se escondían. Mi amigo Montañero se tumbó en el suelo y me dijo, entre bostezos, que le avisara cuando pasase la tormenta, que entonces proseguiríamos la caminata, esta vez en dirección al pueblo, a la estación de trenes. Sin embargo, justo cuando cerraba los ojos, la tormenta se interrumpió repentinamente y de un brinco se puso en pie diciendo ¡Venga, vámonos! con un punto de excitación que no había percibido en él en todo el día.
En menos de treinta minutos llegamos a la estación de tren. Mi amigo Montañero impuso un ritmo muy alto al paseo y arrivamos justo en el momento en que el tren con dirección a birbam se aproximaba. El tren estaba bastante lleno pero sin agobios, y aunque había sitio suficiente Mi amigo Montañero se empeño en recorrer tres vagones buscando el lugar ideal en que sentarse y poder estirar las piernas. Bien lo encontró, se sentó, y se durmió, dejándome huérfano de conversación.
Fue entonces cuando William Donovan Fernandes apareció, se me presentó, y comenzó a narrarme una historia que no puedo contar hoy. Quizá mañana tampoco pueda, ni siquiera pasado mañana. Probablemente no sea capaz en toda mi vida de narrar aquella historia como él lo hizo, amén de que juré no desvelarla nunca. Y, aunque no soy de fiar, me siento incapaz de traicionar a aquél hombre de menos de metro sesenta y acento boliviano que se me había sentado cerca a contarme el secreto de su vida.
Bueno, amigo me dijo cuando creyó conveniente yo me apeo acá, espero que sea muy feliz en su vida, y que esto que le he contado le sea de utilidad. No se da cuenta que la vida es como este tren, como este viaje. Vamos pasando, nos cruzamos con lugares y personas, nos hacemos compadres y nos separamos. No hay otra. Me estrechó la mano, dudé, no podía creer que su historia terminase con unas frases tan vacías y manidas. Los ojos se me salían de las órbitas a la vez que trataba de retener que manasen de las cuencas de mis ojos unas lágrimas tímidas y traicioneras Cuídese, y cambiese la ropa no más pueda, no se vaya usted a resfriar.
Mi amigo montañero se despertó algo agitado poco antes de llegar a birbam He tenido un sueño rarísimo... se te sentaba al lado un tipo que te contaba la historia de su vida me dijo ¿En serio? pregunté ¿Y qué decía? Había matado a todas sus mujeres solo porque no podían hacer que lloviese cuando él quería. Sería un chamán interrumpí. No volvimos a hablar jamás del tema.
Siga con los cuentos, estimado
ResponderEliminarMuy agradecido por sus palabras, Pato, esta es su
ResponderEliminarcasa!