De niños Afano y Marino solían verse todos los miércoles por la tarde en el descampado. Solo ellos lo sabían, ninguno más estábamos invitados.
Una tarde del final de la primavera fui con mi padre al centro, a un gran almacén de esos que antes no había en los arrabales de birbam y que ahora brotan como níscalos tras las primeras lluvias del otoño. Al viejo le daba por comprarme algo de ropa elegante cada año por esas fechas. Que si un par de camisas que no estrenaba nunca, que si un pantaloncito corto y un polo con motivos marineros, que si unos naúticos. Siempre sospeché que quería que me cayesen más collejas que a Iker Jiménez en una convención de científicos. A veces me salía con la mía y me compraba un par de camisetas negras con dibujos de zoombies que pretendían ser terroríficos emergiendo de criptas abiertas. Recuerdo que un día, al volver del suplicio de ir de compras con papá, llegué a casa histérico, corrí por el pasillo hacia el cuartito de la cocina buscando la caja de la costura de mamá para tomar prestadas, y a escondidas, las tijeras de hojas puntiagudas. Empecé a sudar inmediatamente, un sudor frío cayendo lentamente por mi espalda, sorteando las escuálidas vertebras de mi escuchimizado cuerpo hasta toparse con la rabadilla y gotearme como una estalactita en los calzoncillos abanderado que mi padre me había comprado precisamente un año antes, el año que no quiso comprarme una camiseta blanca con hormigas. Corrí de nuevo por el pasillo en dirección a mi habitación. Cerré la puerta de un portazo y suspiré con el cogote apoyado en la misma. Un cuarto de hora más tarde, no creo que me demorara mucho más, aparecí en el vestíbulo con la intención de bajar a la calle para jugar con los colegas Papá... que me voy grité, y al tiempo dí un respingo al sentir la voz ronca de mi padre retumbarme entre las costillas y el esternón, desde mi espalda ¿Qué cojones has hecho, desgraciado? Y me soltó un soplamocos que me devolvió a mi habitación resbalando por el pasillo mientras pensaba que si mi padre le hubiese dado un azote en el culo a Carl Lewis en posición de preparadoslistosya! ni con toda la droga del mundo habría sido batido por el simpático canadiense Ben Johnson ¿A quién se le ocurre cortarle por la mitad las perneras al pantalón? Hijo mío eres un ridículo y un imbécil, y no por ese orden. A mí el orden me importaba una mierda, aún no había alcanzado a comprender las propiedades matemáticas, y no tenía gran interés en dominar la materia. Lo único que tenía claro era que, de cualquiera de las maneras, me iban a caer unas cuantas collejas todos los años a finales de junio, en casa o en la calle, y el orden me la sudaba, solo me preocupaba esquivarlas.
Aquel día no conseguí salir a jugar a la calle. Pero pocos días después bajé al descampado, y por casualidad era miércoles por la tarde, justo a la hora en que Afano y Marino solían verse. Creo recordar (no, no lo creo, lo recuerdo perfectamente, pero quería darme esa licencia) que bajé enfadado, huyendo de casa. Me había hecho un pequeño hatillo provisto de un pantalón vaquero y un abrigo para el invierno. No pensé en nada más que ¿y en la calle voy a vivir con el frío que hace en enero? Aparecí caminando con la cabeza gacha, con la cara sucia y bañada en lágrimas, tropezando con cada piedra, deambulando sin rumbo, nervioso, no, nervioso no, estaba acojonado, cagadito de miedo. Tanto como el hijo de un amigo extranjero que se convirtió al judaismo y que solo entendió, al ver que le bajaban los pantalones, por qué los demás le mirábamos con carita de pena y le mesábamos la cabeza cuando se hablaba de la circuncisión.
Boa, Boaaaa me gritaron mis amigos cuando pasaba a escasos cinco metros de ellos sin percatarme de su presencia ¿tas flipao o qué? ¿ande vas, chaval? Me sequé las lágrimas rápidamente, de espaldas, tomando todas las precauciones posibles para no ser descubierto. A esas edades toda tu reputación, por mucho que te estés escapando de casa, se puede ir al garete con una lagrimita de nada. Aún con el moquillo colgando en la nariz y voz nasal saludé ¿Qué pasa, tíos? con un gallito que alargaba la i de tíos. Me miraron de arriba a abajo, y extrañados me preguntaron qué me ocurría. Hablamos un buen rato sobre los padres de cada cual, yo tenía un berrinche realmente dramático, pero ahora me río al recordarlo porque precisamente eso es lo que no consigo: recordar por qué discutí con mi padre aquella tarde. Afano, al ver que no me animaba, sacó tras de sí una bolsa llena de lapiceros de colores, rotuladores de punta fina, gomas de borrar, cuadernos, rotuladores de punta gorda con los que más tarde empezaríamos a pintarrajear todos los muros del barrio, botes de colonia, camisetas y hasta un pajaro de madera o de plástico que movía la cabeza como si comiese alpiste de la mano de Marino. ¿De dónde sacasteis todo esto? ¿Habéis robado un banco? ¿Estafasteis a una congregación religiosa? ¿O es que habéis encontrado un tesoro escondido? Pregunté excitadísimo ante las carcajadas de mis dos amigos. Los muy guasones estuvieron retorciéndose en el suelo un buen rato hasta que, más calmados, me contaron de qué se trataba. Reconozco que yo también me arrastré por aquél barrizal arcilloso y seco al darme cuenta de la sarta de gilipolleces que había preguntado. Las más grandes me las guardo, aunque de vez en cuando a alguno de los dos le viene a la cabeza alguna de las dichosas preguntitas y se burlan de mí en secreto, mientras los demás se ríen también y preguntan ¿Eso de qué peli es, tío? Una vez empezaron los primeros avisos de agujetas en el estómago se calmaron y me contaron a qué se habían estado dedicando cada miércoles por la tarde mientras los demás íbamos a jugar al fútbol en el patio del colegio.
Hace unos meses te hablé de Afano y de cómo fue mi primer contacto con el hampa. Aquella historia, aunque real, no es del todo verdad. Fue aquél miércoles por la tarde en que yo trataba de huir de la casa de mis padres, aquella tarde en que me encontré a Afano y Marino en el descampado y croqueteaban en el suelo por mis ocurrencias, aquella tarde en que me contaron el mayor secreto que tenían de niños cuando descubrí que no hacía falta pagar para tener. Mis amigos eran un par de raterillos, dos descuideros, dos chorizos, dos ladronzuelos de poca monta que no se podían resistir a no llevarse aunque fuera una lata de cualquier refresco cuando entraban en un ultramarinos. Robaban para sentirse importantes, no revendían nunca el material, en ocasiones lo regalaban pero, generalmente, se morían de asco o de risa en un agujero que habían cavado en el descampado, precisamente donde estuvimos charlando aquella tarde en que me hice un ridículo hatillo y pretendí huir a algun país lejano.
Me he acordado hoy de ese día porque de repente, como un tartazo en la cara de esos que luego relames con gusto los restos que han quedado en las mejillas, he echado de menos una camiseta blanca con el dibujo de una fila de hormigas rojas atacando los restos de un sandwich donde se podía leer Life´s a Picnic que mi padre no me quiso comprar pero que, guiños del destino, conseguí un día que le pregunté a Afano y Marino un montón de sandeces mientras ellos se retorcían en el suelo. Aquella camiseta blanca con hormigas me la dieron ellos aquél día, la habían choriceado en un gran almacén. Toma esta camiseta, es para tí, ya que te vas supongo que necesitarás ropa me dijo Afano. Sí, toma esta también dijo Marino quitándose una camiseta negra con mil agujeritos de esos para que transpire la piel ¿A tí te gusta el basket, verdad? Te vendrá bien este verano, con tanto agujero tiene que ser fresquita. Les agradecí el detalle, creo. Nos chocamos las manos, por entonces los abrazos nos parecían afeminados, y me dí media vuelta con la intención de seguir mi viaje. A la mañana siguiente nos vimos en clase. Jamás me preguntaron por las camisetas pese a que me veían lucirlas con mucha asiduidad. Sabían que su secreto estaba a salvo conmigo, podían confiar en mí y yo en ellos.
Durante años vestí esa horrible camiseta negra con agujeros mientras todo el mundo me decía lo bien que tenía que ir yo con esa camiseta, así, tan fresca, con el calor que hace sin percartarse de que la camiseta era negra ¡Negra! Que no había dios que pudiese hacer deporte con ella, que los sobacos me empezaban a sudar a mares solo de verla doblada en el armario. La camiseta blanca con hormigas me la robaron una noche. Una putada. Olvidé una mochila con algo de ropa y los apuntes de Ciencias en un bar. Cuando volví la mochila aun estaba allí, pero dentro solo quedaban los malditos apuntes que paseé todo el verano de piscina en piscina, de excursión en excursión y de fiesta en fiesta, sin echarles un ojo hasta el quince de agosto. Así que como vino se fue aquel otro verano en que volví a hacer un hatillo y escapé.
Justicia divina, supongo; porque no aprobé Ciencias aquél septiembre.
Una tarde del final de la primavera fui con mi padre al centro, a un gran almacén de esos que antes no había en los arrabales de birbam y que ahora brotan como níscalos tras las primeras lluvias del otoño. Al viejo le daba por comprarme algo de ropa elegante cada año por esas fechas. Que si un par de camisas que no estrenaba nunca, que si un pantaloncito corto y un polo con motivos marineros, que si unos naúticos. Siempre sospeché que quería que me cayesen más collejas que a Iker Jiménez en una convención de científicos. A veces me salía con la mía y me compraba un par de camisetas negras con dibujos de zoombies que pretendían ser terroríficos emergiendo de criptas abiertas. Recuerdo que un día, al volver del suplicio de ir de compras con papá, llegué a casa histérico, corrí por el pasillo hacia el cuartito de la cocina buscando la caja de la costura de mamá para tomar prestadas, y a escondidas, las tijeras de hojas puntiagudas. Empecé a sudar inmediatamente, un sudor frío cayendo lentamente por mi espalda, sorteando las escuálidas vertebras de mi escuchimizado cuerpo hasta toparse con la rabadilla y gotearme como una estalactita en los calzoncillos abanderado que mi padre me había comprado precisamente un año antes, el año que no quiso comprarme una camiseta blanca con hormigas. Corrí de nuevo por el pasillo en dirección a mi habitación. Cerré la puerta de un portazo y suspiré con el cogote apoyado en la misma. Un cuarto de hora más tarde, no creo que me demorara mucho más, aparecí en el vestíbulo con la intención de bajar a la calle para jugar con los colegas Papá... que me voy grité, y al tiempo dí un respingo al sentir la voz ronca de mi padre retumbarme entre las costillas y el esternón, desde mi espalda ¿Qué cojones has hecho, desgraciado? Y me soltó un soplamocos que me devolvió a mi habitación resbalando por el pasillo mientras pensaba que si mi padre le hubiese dado un azote en el culo a Carl Lewis en posición de preparadoslistosya! ni con toda la droga del mundo habría sido batido por el simpático canadiense Ben Johnson ¿A quién se le ocurre cortarle por la mitad las perneras al pantalón? Hijo mío eres un ridículo y un imbécil, y no por ese orden. A mí el orden me importaba una mierda, aún no había alcanzado a comprender las propiedades matemáticas, y no tenía gran interés en dominar la materia. Lo único que tenía claro era que, de cualquiera de las maneras, me iban a caer unas cuantas collejas todos los años a finales de junio, en casa o en la calle, y el orden me la sudaba, solo me preocupaba esquivarlas.
Aquel día no conseguí salir a jugar a la calle. Pero pocos días después bajé al descampado, y por casualidad era miércoles por la tarde, justo a la hora en que Afano y Marino solían verse. Creo recordar (no, no lo creo, lo recuerdo perfectamente, pero quería darme esa licencia) que bajé enfadado, huyendo de casa. Me había hecho un pequeño hatillo provisto de un pantalón vaquero y un abrigo para el invierno. No pensé en nada más que ¿y en la calle voy a vivir con el frío que hace en enero? Aparecí caminando con la cabeza gacha, con la cara sucia y bañada en lágrimas, tropezando con cada piedra, deambulando sin rumbo, nervioso, no, nervioso no, estaba acojonado, cagadito de miedo. Tanto como el hijo de un amigo extranjero que se convirtió al judaismo y que solo entendió, al ver que le bajaban los pantalones, por qué los demás le mirábamos con carita de pena y le mesábamos la cabeza cuando se hablaba de la circuncisión.
Boa, Boaaaa me gritaron mis amigos cuando pasaba a escasos cinco metros de ellos sin percatarme de su presencia ¿tas flipao o qué? ¿ande vas, chaval? Me sequé las lágrimas rápidamente, de espaldas, tomando todas las precauciones posibles para no ser descubierto. A esas edades toda tu reputación, por mucho que te estés escapando de casa, se puede ir al garete con una lagrimita de nada. Aún con el moquillo colgando en la nariz y voz nasal saludé ¿Qué pasa, tíos? con un gallito que alargaba la i de tíos. Me miraron de arriba a abajo, y extrañados me preguntaron qué me ocurría. Hablamos un buen rato sobre los padres de cada cual, yo tenía un berrinche realmente dramático, pero ahora me río al recordarlo porque precisamente eso es lo que no consigo: recordar por qué discutí con mi padre aquella tarde. Afano, al ver que no me animaba, sacó tras de sí una bolsa llena de lapiceros de colores, rotuladores de punta fina, gomas de borrar, cuadernos, rotuladores de punta gorda con los que más tarde empezaríamos a pintarrajear todos los muros del barrio, botes de colonia, camisetas y hasta un pajaro de madera o de plástico que movía la cabeza como si comiese alpiste de la mano de Marino. ¿De dónde sacasteis todo esto? ¿Habéis robado un banco? ¿Estafasteis a una congregación religiosa? ¿O es que habéis encontrado un tesoro escondido? Pregunté excitadísimo ante las carcajadas de mis dos amigos. Los muy guasones estuvieron retorciéndose en el suelo un buen rato hasta que, más calmados, me contaron de qué se trataba. Reconozco que yo también me arrastré por aquél barrizal arcilloso y seco al darme cuenta de la sarta de gilipolleces que había preguntado. Las más grandes me las guardo, aunque de vez en cuando a alguno de los dos le viene a la cabeza alguna de las dichosas preguntitas y se burlan de mí en secreto, mientras los demás se ríen también y preguntan ¿Eso de qué peli es, tío? Una vez empezaron los primeros avisos de agujetas en el estómago se calmaron y me contaron a qué se habían estado dedicando cada miércoles por la tarde mientras los demás íbamos a jugar al fútbol en el patio del colegio.
Hace unos meses te hablé de Afano y de cómo fue mi primer contacto con el hampa. Aquella historia, aunque real, no es del todo verdad. Fue aquél miércoles por la tarde en que yo trataba de huir de la casa de mis padres, aquella tarde en que me encontré a Afano y Marino en el descampado y croqueteaban en el suelo por mis ocurrencias, aquella tarde en que me contaron el mayor secreto que tenían de niños cuando descubrí que no hacía falta pagar para tener. Mis amigos eran un par de raterillos, dos descuideros, dos chorizos, dos ladronzuelos de poca monta que no se podían resistir a no llevarse aunque fuera una lata de cualquier refresco cuando entraban en un ultramarinos. Robaban para sentirse importantes, no revendían nunca el material, en ocasiones lo regalaban pero, generalmente, se morían de asco o de risa en un agujero que habían cavado en el descampado, precisamente donde estuvimos charlando aquella tarde en que me hice un ridículo hatillo y pretendí huir a algun país lejano.
Me he acordado hoy de ese día porque de repente, como un tartazo en la cara de esos que luego relames con gusto los restos que han quedado en las mejillas, he echado de menos una camiseta blanca con el dibujo de una fila de hormigas rojas atacando los restos de un sandwich donde se podía leer Life´s a Picnic que mi padre no me quiso comprar pero que, guiños del destino, conseguí un día que le pregunté a Afano y Marino un montón de sandeces mientras ellos se retorcían en el suelo. Aquella camiseta blanca con hormigas me la dieron ellos aquél día, la habían choriceado en un gran almacén. Toma esta camiseta, es para tí, ya que te vas supongo que necesitarás ropa me dijo Afano. Sí, toma esta también dijo Marino quitándose una camiseta negra con mil agujeritos de esos para que transpire la piel ¿A tí te gusta el basket, verdad? Te vendrá bien este verano, con tanto agujero tiene que ser fresquita. Les agradecí el detalle, creo. Nos chocamos las manos, por entonces los abrazos nos parecían afeminados, y me dí media vuelta con la intención de seguir mi viaje. A la mañana siguiente nos vimos en clase. Jamás me preguntaron por las camisetas pese a que me veían lucirlas con mucha asiduidad. Sabían que su secreto estaba a salvo conmigo, podían confiar en mí y yo en ellos.
Durante años vestí esa horrible camiseta negra con agujeros mientras todo el mundo me decía lo bien que tenía que ir yo con esa camiseta, así, tan fresca, con el calor que hace sin percartarse de que la camiseta era negra ¡Negra! Que no había dios que pudiese hacer deporte con ella, que los sobacos me empezaban a sudar a mares solo de verla doblada en el armario. La camiseta blanca con hormigas me la robaron una noche. Una putada. Olvidé una mochila con algo de ropa y los apuntes de Ciencias en un bar. Cuando volví la mochila aun estaba allí, pero dentro solo quedaban los malditos apuntes que paseé todo el verano de piscina en piscina, de excursión en excursión y de fiesta en fiesta, sin echarles un ojo hasta el quince de agosto. Así que como vino se fue aquel otro verano en que volví a hacer un hatillo y escapé.
Justicia divina, supongo; porque no aprobé Ciencias aquél septiembre.
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