Perdónenme, si les place, si gustan, si quieren perdonar algo que considero imperdonable, básicamente porque creo que no hay qué perdonar. Pero quiero pedir perdón porque en casi un año ni mi amigo Boabdil ni yo hemos vertido en este blog (había escrito humilde blog, pero no hay nada menos humilde que decir cosas del estilo de en mi humilde opinión, bla bla bla) una maldita entrada que tratase de lejos o de cerca algún tema político. Pero es que hoy estoy ciertamente molesto, con una hinchazón entre las piernas, un eccema que se figura como la piel de toro. Sí, me duele España, pero yo tengo localizado el dolor.
Pido perdón, esta vez con razones para pedirlo, al que crea que voy a esbozar alguna solución. No estoy en posición de dar lecciones sobre nada a nadie, no soy más que un ciudadano que lee los periódicos Sabina dixit. Y es que leo últimamente en los periódicos nacionales algunas noticias que no me dejan conciliar el sueño, ciertas notas que hacen crecer en mi la idea de que nací, me crié y he seguido creciendo en un país enfermo, con gran parte de la sociedad regocijándose en un rencor heredado ya no por sus padres sino por sus abuelos. Me explicaré ya que cualquier lector podría caer en el error de pensar que hablo del bando equivocado: No es santo de mi devoción ese juez estrella que barre el polvo en todos los rincones. Nunca me cayó bien por aquello de que quisiera pasarse a la política, siempre creí que los miembros del tercer poder deberían mantenerse al margen, ahora sé que es imposible. Sin embargo, dejando animadversiones a un lado, durante estos últimos años he jaleado sus intervenciones contra los delitos de los fascistas chilenos y argentinos mientras de entre mis dientes brotaban palabras como No tendrá éste bemoles de mover la tierra ibérica. Pero lo ha hecho, o ha tratado de hacerlo. Y qué quieres, yo estoy encantado.
Lo que no me gusta ni un poquito es que hayan parado el proceso, y que además sea por medio de una panda de trasnochados que no saben juntar letras y que son declaradamente antidemócratas, un movimiento repugnante que si bien tiene cabida (y debe tenerla, en eso consiste precisamente el juego democrático, participan hasta los que hacen trampas, y por eso mismo la izquierda abertzale no debería ser ilegal (si tenemos en cuenta las razones por las que es ilegal y las extrapolamos al partido que promovió aquella ley de partidos absolutamente antidemocrática ya se nos caen del todo los palos del sombrajo, pero creo que me voy a callar, que me estoy metiendo en camisas de once varas) no debería tener lugar en un país con una sociedad que se presupone madura. Y aquí está el problema, que se nos ha olvidado que hace treinta y pocos años éramos un país sumido en una cruenta dictadura (un país pobre también, pero ya se sabe lo pijos, cursis y paletos que somos los nuevos ricos), que nuestra democracia se está haciendo cada día, y que día tras día caminamos o tratamos de andar hacia una mayor justicia social en la que no debemos olvidar nuestro pasado (es impepinable), sea cual sea este, vergonzoso o glorioso como creen algunos. Es lo que fuimos y lo que somos, y en base a esto debemos rendir cuentas como país, como sociedad, como individuos. ¡Pero qué cuentas vamos a rendir cuando estamos todos apollardados y no hay dios que baje al río a mojarse el culo con el lío económico en el que nos han metido en estos treinta años de crecimiento! ¡No alzamos la voz ni cuando nos tocan el bolsillo! Observo ese dolor ibérico desde fuera y nos veo (me incluyo, yo soy parte de este dolor) como el joven de provincia que llega a la capital a estudiar con un hatillo lleno de miedos, paradito en la calle Mayor con la mirada perdida en los tejados. Una legión de catetos esperando líderes difusos. Seguimos sin superar los problemas novecentistas, seguimos creyendo que el esqueleto del imperio resurgirá de sus cenizas, no nos hemos quitado las camisas, no nos hemos sacudido el polvo todavía. Y es que, ustedes me van a perdonar, estoy hasta el ojete de oír decir lo ejemplar que fue nuestra transición, no hay nadie en sus cabales que siga creyéndoselo a no ser que tenga algo que esconder o fuese partícipe de aquellos momentos. La transición, señores míos, sigue avanzando y no se terminará hasta que los criminales, aquellos que bien firmaron la ley de amnistía, den con sus huesos en la cárcel. Lo del borbón lo voy a dejar a un lado, no sea que vengan a buscarme. Harto estoy, decía, de oír lo mal que lo están haciendo en otros países, el ejemplo que es España. Harto de ver cómo se nos hinchan los mofletes y narinas. Y sin embargo hay unos que tienen voz y voto que echan por tierra a quienes pretenden que de verdad sea ejemplar la transición que se sigue fraguando, porque una cosa es cambiar el sistema político y otra muy distinta es cambiar la sociedad, y lamentablemente han cambiado los perros pero los collares siguen siendo los mismos (ya sé que el refrán es al revés), aunque ahora no vistan verdescaqui uniformes militares, aunque ahora luzcan engominadas cabelleras con ricitos en el cogote y tengan tiempo de jugar al pádel o ir a las carreras de caballos, qué sé yo de lo que harán... y ni me importa. Lo que me importa es que estén ahí, manipulando la opinión, tratando de que olvidemos por las buenas o por la malas, tomándonos por tontos, apropiándose de la democracia y de la historia, apropiándose de la idea de España, derribando las buenas ideas, en fin, siendo como son.
Vengo de una familia de aquellos que ganaron la maldita guerra, de los que sufrieron escondidos o en las checas durante tres años el asedio a la capital de la República. Mi abuelo terminó la guerra en Alicante, como prisionero, un día le abrieron la puerta de la jaula en la que estaba hacinado junto a más personajes de su calaña, creyó que los rojos le fusilarían antes de abandonar la cárcel, pero no pasó, a lo lejos oía a las tropas italianas que venían a liberarles mientras veía cómo su enemigo huía hacia el mar. Yo vengo de ahí, soy consciente de ello, pero mis ideas no. Mis padres y mis tíos me enseñaron a pensar. Me enseñaron también a escuchar a quien no pensaba como yo (casi nadie piensa exactamente como yo, siempre tendremos un momento para discutir ¡Menos mal!), me inculcaron valores que iban más allá de amasar dinero, rendir pleitesía o rezarle a un ser al que no he tenido el gusto de conocer. Me dejaron descubrir por mí mismo qué era aquello que pretendían enseñarme y, lo más importante, me dejaron elegir si me convenía o no.
Yo no pertenezco a tal o cual partido, no confío en ellos porque se repartieron el pastel y ya no quedan ni migajas.
Este dolor intercostal como golpe de un cayado o una azada, es la quijada del caín que se ha ido de rositas.
Gracias, de todo corazón, a quienes me enseñaron a pensar, nunca hice nada sólo. Soy quien fui, quien seré.
Todo mi apoyo al juez.
No puedo por menos que ponerme en pie y aplaudir.
ResponderEliminarA veces, cuando uno corre el riesgo de perder la fe en la humanidad, necesita presenciar un sencillo acto de valentía, o simplemente de raciocinio, para volver a confiar. Gracias.
se te perdona, Cosito, imagino cómo se ven las cosas desde fuera, y sí, hay ocasiones en que las reglas (nuestras reglas, tuyas y mías) se deben saltar. Quizá sea el momento de replantearnoslo todo. Respecto a la entrada, aun con matices, estoy de acuerdo.
ResponderEliminarYa hace un año ¿Cuándo empezamos la charla?
ahora mismo, Boa, ya estamos casi de cumpleanios!
ResponderEliminar