jueves, 23 de abril de 2009

23 de Abril.

¡Ay, Cosito! De todos los amigos que tengo eres el más bocazas, juas juas juas ¡qué manía con meterme prisa! Simplemente esperaba a que llegase hoy, día de San Jorge, para recibir un libro de regalo de parte de algún amigo y un poco de cariño de Doña Inspiración. Pero aún no ha llegado la hora de lo uno o de lo otro. Bien sabes qué es eso de hablar por hablar, no digo que tú lo hagas, digo que lo sabes. No te me enfades. Hoy que sabemos que hay un político que quiere un huevo a un amiguito del alma ¡no te voy a querer yo a ti! Tú que borrabas las estrellas de mis medias lunas y dibujabas aes dentro de un círculo. ¡Cómo hemos cambiado! Nada, no hemos cambiado nada. Yo por lo menos sigo llorando desde que abandoné Granada. ¿Era Granada o era otro lugar? ¿Carrión? ¿Gibraltar? ¿Quilmes? ¿Canudos? ¿Macondo? ¿la Corte y villa?

Hoy no, pero otro día te voy a hablar de mis amigos, de los que me apetezca, de los que me den razones, o de los que me dejen. Hoy no, mejor otro día. Hoy tengo que llorarle a William y a Miguel, y perseguir a Max Estrella por las calles de este Madrid.

Abur.

miércoles, 22 de abril de 2009

Con estos bueyes hay que arar.

Las cosas nunca vienen dadas porque sí. Al menos eso es lo que me ha dado por pensar últimamente. Reconozco que es un idea cercana al adoctrinamiento católico que recibí siendo niño, aun con matices. Cualquiera diría que soy hijo del franquismo (en cierta manera todos lo somos) y no del milagro democrático español. Era mi escuela un colegio católico, de un catolicismo leve pero trasnochado, mi amigo Boabdil se entretenía pintando en las mesas medias lunas y era castigado por proselitismo a pasar las tardes con una tierna monja, pasaban las horas mirándose a la cara contando mentiras. Boabdil las improvisaba. La hermana se las sabía de memoria. En ninguna de aquellas tardes se le explicó a mi amigo qué mal, además de destrozar el mobiliario del aula, cometía al pintar a Catalina sonriendo a una estrella que le cuelga del flequillo, o qué significaba esa maldita palabra que le estuvo persiguiendo durante algún tiempo. A Boabdil le persiguen las palabras y se enfada con ellas o con quien no las tiene en su vocabulario. Como cuando se enfadó con sus padres porque no le habían explicado nunca qué era una plañidera. Boabdil, por supuesto, nunca creyó en dioses ni reyes, y jamás se hizo mahometano, el mote le vino por herencia. Simplemente le gustaba molestar y proclamar una nueva invasión árabe necesaria, y así más tarde comenzó a pintar las paredes de las facultades de ciencias de ciertas ciudades universitarias con lemas incendiarios contra las teorías evolucionistas de Darwin. Por incordiar, lo solía hacer todo por incordiar. Del mismo modo que ahora no ha redactado ni una mísera línea que compartir. Por fastidiar, simplemente.


La vida no ha sido con él ni justa ni injusta, sino que pasa sin prestarle demasiada atención.


Decía que las cosas nunca vienen dadas porque sí. Mi experiencia en la Argentina fue muy positiva, pero no fue un cielo despejado en el que ver el horizonte esplendoroso que suelen cantar canciones de regímenes absolutistas del siglo XX, más bien fue un largo nubarrón con determinados claros. Dulces, carnosos y sabrosos claros que me consolé en pensar que vinieron porque antes lo pasé mal. Sin embargo aún paladeo con gusto las mieles aquellas y olvido los malos ratos.


Tengo un amigo que ya no tiene edad para tener granos en la cara, sin embargo cada vez que llega la primavera le sale el mismo jodido grano en la mejilla derecha, a unos dos o tres centímetros bajo el ojo. No puedes imaginar lo mucho que estas apariciones le perturban cada primero de abril. En tiempos se escondía en casa y no nos dejaba ir a visitarle. Hoy lo lleva mucho mejor, ya ha madurado, o al menos eso cree, y mira para otro lado cuando alguien le recuerda la omnipresencia de esa espinilla eterna. Luego corre al espejo más cercano a mirarse nervioso de reojo, como con miedo, y se dice con la boca pequeña: si estás ahí es porque aún soy joven. Mientras tanto se le va cayendo el pelo en la coronilla, pero eso ya no le importa, alguna chica le dijo un día que los calvos eran muy atractivos. No hay mal que por bien no venga, no hay mal que por bien no venga, se repite como si fuera el conejo de Alicia a través del espejo con distinto parlamento.


La vida viene mal dada, ya está, no hay más. Vendrán días mejores, no me cabe la menor duda. Y mi amigo no tendrá ese estúpido grano, e incluso lo recordará con cariño, y se mirará al espejo y se dirá alguna vez: Yo no sería el mismo de no haber tenido ese grano. Aquél grano me ha hecho más fuerte, soy lo que fue el grano aquél. Aunque también llorará por la maldita espinilla y tratará de olvidarla, no nos engañemos. Y es que como dice una amiga de mi abuela: Con estos bueyes hay que arar. No queda otra. No vale echarse a un lado y llorar, la vida es para los valientes, para los que no se rinden, para los que no se acongojan, es hora de dar batalla, hoy más que nunca.

domingo, 19 de abril de 2009

¿Y por qué el coso?

Entonces yo estaba en Buenos Aires oliendo el asadito por Coronel Díaz y Güemes, o Corrientes y Anchorena, o en cualquier otro cruce, ¿qué sé yo? El caso es que en seguida me sentí como en casa (esta es una inmensa mentira, pero dejémosla ahí, ya que a fuerza de repetirla se convertirá en verdad salvo que andes buscando armas de destrucción masiva), y veía Madriz detrás de cada calle, detrás de cada rostro, o delante de cada apellido. Me acostumbré pronto a dar solamente un beso en una mejilla, a soportar quemarme la lengua cada vez que tomaba mate, a tomar mate sin quemarme la lengua, a agarrar la cuchara, a tomar el colectivo, a tantas cosas...

Entonces estaba yo en Buenos Aires, con algunos complejos de gallego por pulir, con los ojos bien abiertos y las manos en los bolsillos, y caminando poco por la city porteña, viajando en Subte sólo por el día. Buscando a Valdano. Sí, buscaba a Valdano, no al ex jugador y ex entrenador de fútbol, no al verborréico pseudo-filósofo en persona. Buscaba esa esencia que no me costó encontrar con ciertas dificutades. Era fácil encontrar a un argento que dijese con dieciseis palabras lo que yo decía con cuatro, era realmente sencillo, tanto como patear un adoquín levantado en cualquier vereda porteña para que saliese un pibe que se cagaba en la concha de la madre del torpe tropezador para terminar con un Che, ashudáme, asercame el coso ese. ¿Qué coso? ¿Qué era eso del coso? Resultaba aún más fácil ser convidado a tomar mate y facturas cualquier tarde, resultaba más fácil y más gratificante la gentileza argentina y, que señalando un cuchillo o un jarrón lejano se te inquiriera: ¿viste ese coso? ¿y ese otro coso? ¿y este? Sí, es bonito el ratón de tu ordenador. ¿Ratón? ¿ordenador? Estos gashegos cambiándole el nombre a todo. Pará un cachito, ¿yo le cambio el nombre a todo? ¿y vos? que le llamas a todo coso? Y la discusión se cerraba con las carcajadas comunes. Antes de llegar a Baires, tenía una imagen de los argentinos como si todos ellos hubiesen nacido con un diccionario bajo el brazo, (Tuviste un niño. ¡Qué bueno, doctor! Decíme que trae un diccionario de María Moliner, que el mayor vino con uno de Ramoncín). Creía que en los hospitales se repartían licencias para explotar toda la incontinencia verbal. Es cierto que hasta el más torpe domina un léxico verdaderamente amplio, es cierto si tienen más de cuarenta años. Pero también es cierto que una gran parte de la población llama coso a todo lo que tenga delante de sus narices, costumbre que según me han contado más adelante es propia de gallegos, pero de gallegos de Galicia. Así que qué menos que rebautizarme como El Coso, parecía y parece lo lógico, lo más natural. Me mudé al Abasto, al Centro Argentino de Teatro Ciego, donde planteé estas estúpidas diatribas y nos rebautizamos como El Coso del Abasto, como si fuese un título nobiliario de una nobleza aún por inventar, descatalogada y vilipendiada por los libros de Historia, inconscientes de la semilla que estábamos plantando. A mí me valía con ser el Cosito del Abasto, no en vano en mi casa, con mis hermanos, nos llamábamos unos a otros cosito por burlarnos unos de otros, por lo ridículo de un término que creíamos posible pero no probable, ya que las cosas, o una cosa, tenían y tienen un género, el femenino, difícilmente mutable. Así me rebauticé en mi llegada a la vieja Europa como el Coso de Chamberí, ya no estaba (aunque quisiera) en el Abasto, en aquella gran casa de Yanyoré (Jean Jaures), mirando al cielo y a las villitas a un mismo tiempo, agarrando por los cuernos al toro de la vida en el coso que fue para mí la capital argentina.
Desde lo más profundo de mi corazón ¡Aguante Argentina!



Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española:

coso1.

(Del lat. cursus, carrera).

1. m. Plaza, sitio o lugar cercado, donde se corren y lidian toros y se celebran otras fiestas públicas.

2. m. Calle principal en algunas poblaciones. El coso de Zaragoza.

3. m. ant. Curso, carrera, corriente.


coso2.

(Del lat. cossus).

1. m. carcoma (insecto coleóptero).

martes, 14 de abril de 2009

Bautismo en Argentina

Hace un año y diez días llegué al aeropuerto de Ezeiza (Buenos Aires, Argentina) con una recién comprada y grandísima maleta azul con ruedas cargada de ilusiones y, sobre todo, un puñado de miedos escondidos. Por primera vez abandonaba la placenta materna por más de un mes y la absoluta ignorancia ante el nuevo mundo que me encontraría me embriagaba y aceleraba las pulsaciones de un músculo cordial al que creía inútil desde hacía años. A causa de una situación económica personal bastante precaria llegué a Baires via Londres y Sao Paulo, realizando un largo viaje en el que sufrió demasiado mi oído izquierdo, el cual desde hace años tiene un pequeña pérdida de audición tras el paso por un quirófano (pero esa es una historia que contaré más adelante si algún día me viene en gana). Según ascendía o descendía el avión aquellos dos y tres de abril algo dentro de mi oído explotaba levemente al principio y con más y más virulencia según se sucedían las explosiones. Por suerte, o quizá por desgracia para mi aparato auditivo, en Heathrow se sentó en la butaca de mi izquierda un mujer preciosa que resultó ser una chica menor de edad muy agradable, hija de una pareja angloargentina ya separada. La mina en cuestión no me reveló su nombre en todo el trayecto y la bauticé, como no, con el nombre de Malvina. Al ser menor de edad me pidió que le hiciese el favor de pedirle un par de gintonis, decía que sin beber no podría dormirse durante el largo vuelo. Como siempre me ha parecido de mala educación beber solo, y jamás he rechazado un trago, una de las dos ginebras me la bebí yo, prometiéndola que en seguida pediría otras dos minicopas en vaso de plástico sin saber que cuando Malvina decía que necesitaba un trago para dormirse decía una verdad absoluta. Terminó de beberse el vaso justo cuando pedía otros dos, la miré y roncaba como un lechón con la típica piel rosada del anglosajón. Y así fue como acabé bebiendo solo y viendo unos capítulos de Futurama en el monitor personal que tienen las butacas de los aviones británicos, sin poder dormir y con el miedo atenazándome los músculos. Malvina despertó al llegar a Sao Paulo y se pintó la cara, su novio le esperaba en la capital argentina. Charlamos durante el trayecto a Ezeiza, y se me pasaron los miedos para volver a mi al pisar el llano suelo bonaerense.
Las cosas no podían empezar bien, resultaba obvio. Contraté un remis (una especie de taxi privado y generalmente más caro) al cual le di mal la dirección a la que iba. Aunque sabía que una cosa era Capital Federal y otra Buenos Aires los nervios por el comienzo de mi aventura no me dejaban pensar con facilidad. Una amiga española llevaba viviendo algo más de dos años en Buenos Aires y yo me iba a quedar en su casa durante el tiempo que necesitase. Sabía que ella había tenido un novio que era hincha de Independiente de Avellaneda y, sin saber muy bien por qué, dí por hecho que ella viviría en Avellaneda, así que le dí la dirección al remisero: Güemes y Araoz, en Avellaneda, por favor. Llegamos a Avellaneda después de un trayecto de casi una hora en el que no vi, ni de lejos, una montaña, el tipo era incapaz de encontrar la dirección. Las calles eran paralelas y no parecía que se fuesen a cruzar nunca, al fin creí que lo habíamos encontrado cuando estábamos entre las canchas de Racing y de Indepediente, separadas por cien metros, me costaba creer que mi amiga viviese en ese lugar en el que no había nada. El tipo estaba muy enfadado, y yo no entendía ni por qué ni con quién, hasta que me dijo: ¿Me dejás la dirección de nuevo? Resopló ¡Acá dice Capital Federal, pelotudo! Era la primera vez que me llamaban así, y lejos de molestarme me encantó. Reí a carcajadas mientras un villero me miraba con cara de pocos amigos subido en su moto de baja cilindrada. Este hombre no me irá a dejar aquí, pensé. Y además qué diferencia de barrio, che, donde vas no tiene nada que ver con esto. Llegué vivo a la casa de mi amiga, al barrio de Palermo, en Capital Federal, un barrio de familias acomodadas que sin parecerse en nada a mi querido Chamberí me hacía sentirme en él. Eso sí, al remisero le pagué de más, era lo justo, y yo entonces tenía bastante dinero.