jueves, 31 de diciembre de 2009

tan rícamente

Normalmente reina el silencio y si alguien habla aprovecha para callar entre canción y canción, algunos llevan incorporado el ritmo natural que les dicta la música y se mueven sin saberlo como olas persiguiendo a la luna, otros bailan sentados, aporreando la mesa al ritmo de dos canciones más atrás, no falta quien dormite, quien duermevelee, quien parezca un precioso cadáver joven de eterna sonrisa; hay unos que bostezan sin descanso ni piedad junto a un tipo que mira desafiante a la pared, habrá unas chicas descalzas repanchingadas en un sillón, pisoteando carmín y corazones de plástico; quizá unos jueguen a las damas más allá, en lo oscuro, alguién andará leyendo un libro en la barra, frente al camarero, ignorándole; hay uno con aspecto juvenil al que le pide que se identifique la chica de la barra, otro, deliberadamente más joven, le fotografía y se ríe del primero; siempre hay un momento para que suene una canción de Bob Marley mientras una nueva legión se adentra y empieza a ahumarse, tan rícamente, en un cofi en Amsterdam.

el mar tiembla



No le pregunten al mar por qué los ojos de una mujer
de ojos negros son tan extraños y perdidos.
Los subterráneos. Jack Kerouac.

el mar tiembla
si en la orilla
alguien espera con ojos melancólicos
una respuesta

si alguien le mira y amenaza
con quitarse la vida

el mar no tiene palabras
aunque nunca calle

el mar no tiene respuestas
aunque todo lo sabe

martes, 29 de diciembre de 2009

7.

Aunque al mar eche botellas nunca llegan mis mensajes.

jueves, 24 de diciembre de 2009

6.

- Sorry about the weather.
- Don't worry, mate! There is a lovely sky behind the clouds.

martes, 22 de diciembre de 2009

Me cago en easyjet (Feliz Navidad).

Esta vez me voy a saltar las reglas. Para eso estan. Lo unico que no me gusta es tener que hacerlo sin acentos y huyendo de las enies. No me voy a imponer un estilo pues simplemente quiero eructar en la cara del propietario de Easyjet, pero me temo que no tendre nunca ese gusto. Ademas yo queria hablar de otra cosa que me hierve la sangre, que me tiene la cabeza y el alma donde deberia haber estado mi cuerpo, en birbam.
Ayer fue un dia horrible, no fue el peor de mi vida porque existe el sabado pasado. Te cuento: Salgo de casa a las 3 de la tarde, esta nevando, y espero hasta las cuatro menos diez para que no pase el autobus que me tiene que llevar a Southampton, a las cuatro y diez sale mi tren hacia Gatwick y si no lo cojo no voy a llegar a Gatwick a tiempo para ir a birbam. Por suerte un alma caritativa con nombre y apellido que no pienso rebelar me acerca a la capital y llego a la estacion con tres minutos de ventaja, pero... oh, sopresa! Han cancelado el tren. Asi que espero al siguiente que sale a y media, este va casi hasta Londres, y tengo que hacer un transbordo, si en Clapham Junction espero diez minutos la puerta de embarque va a estar cerrada. Este es el unico momento del dia en que la diosa fortuna me sonrie, el tren va como una bala y en hora y media estamos en Clapham Junction, y cuando llego en solo tres minutos va a llegar el tren que necesito tomar. Pero el maquinista decide para diez minutos en tierra de nadie por alguna razon que se me escapa y no discuto. Llegamos a Gatwick y corro sorteando manantiales de gentes hacia la puerta de embarque pero... no me dejan pasar. La maldita Easyjet, eso de easy se lo pueden meter en el ojete con una cuchara sopera, ha cancelado todos sus vuelos por culpa del temporal, supongo. Me dan una hojita inutil, la direccion de la pagina web ya me la conozco yo, y muy pocas pistas. Y si me las dan no me entero porque en mi cabeza solo ronda una pregunta Donde esta el hijoputa que...? y la reina? Vale, vale, son dos preguntas, pero es que las queria acompaniar con un sonoro eructo. Me quedo sin saldo en el movil y sin bateria en el portatil. Llamo a casa todo esta bien, lo unico es que no se cuando llegare. Como sera mi gepeto que unos periodistas me quieren hacer una entrevista.
Por fin contacto con una amiga inglesa y me puedo ir a dormir a algun sitio, ella me puede ayudar a conseguir otro vuelo porque yo... yo no se pensar, estoy desbordado.
Respiro, respiro profundamente, no puedo hacer otra cosa porque no se rezar, y espero que el dia 24 no cancelen de nuevo mi viaje y pueda llegar. Y ahora, mas calmadito, dudo si llamarte Me cago en la reina, Me cago en easyjet, Maquinas quitanieves de regalo de Reyes o La incompetencia no es exclusividad de la latinidad.
Besos.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Si me ves sonreir tírame piedras.

Si me ves sonreir tírame piedras. Si me ves llorar dame la mano.
No estoy loco, aunque quisiera que me encerrárais en un tarro de mermelada de grosellas,
con pepitas silvestres y un cordón umbilical atenazándome el cogote (y el alma).

Y mi hermano canta los himnos que queríamos olvidar de niños
rezan los jipis en la plazuela.

Si me ves es porque estoy aquí delante. El primero.
Soy el tipo al que hay que disparar y, sin embargo, nadie lo hace.

Si te vas a dormir déjame un rato, con el bote de barbitúricos escupiéndose a sí mismo.

Yo me pierdo en mi ombligo y doy mil vueltas. No me invento, estoy ahí.
Soy el primero, al que hay que disparar.

Soy el primero, el que se borra.
No estoy.

Y mi hermano reza las leyes que quisimos quebrar
cantan los jipis.

Soy el que yerra,
el que te espera.
El que aguanta sin estar y no se nota.
El que se deja ver sólo por tí.

Si me ves sonreir tírame piedras,
trata de romperme los cristales.
No estoy,
alguien me habrá borrado de su vida

acaso vos me ves?
inquiero.

martes, 15 de diciembre de 2009

No, aunque, pero, sin embargo.

No te tengo enfrente de mí, tampoco lejos. No estás en ciudades universitarias, ni siquiera has pisado una guardería para recoger a un niño por casualidad, o por trabajo. No estás en canciones, no estás en libros ni en diarios. No estás y sin embargo ahí te veo, apareciendo, difuminándote, y te confundo con quien no eres, con quien no está.
No te tengo, creo que jamás te he tenido, fluías libre, por supuesto, y yo ni tenía ni quería correas con que limitarte. Eres bonita, extrañamente linda, pero no tanto como para lucirte bajo el brazo como si fueses una atracción. Pero tampoco creas que eres excepcional, lo he hablado con muchos amigos y hay alguno al que ni siquiera le gustas, creo que te aborrecen. No me lo han dicho por si acaso me ofendo, cosa que no ocurriría, cada cual es cada cual y sin embargo...
No estás. Definitivamente no estás, aunque llames por error y me lleguen cartas que no deberían llegar. Aunque me limites pronunciando mi nombre, escribiendo mi sucio nombre en papeles que prenden hogueras, aunque te arrepientas de haberme conocido y me hagas vudú en tu fría casa de Chile, aunque ignores los versos que no te escribo, aunque arañes mi cara contra paredes de esparto, aunque repartas mis lágrimas por los suelos de las zapaterías, aunque me pises el alma dibujada en un espejo, aunque no estés, aunque no te tenga frente a mí... Aunque, aunque y aunque, siempre gobiernan las adversativas.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Un nombre prohibido.

No se preocupe compadre, ya está a salvo. Raúl Sorano se levantó dando un respingo hurgándose el bulto de su sexo en los tejanos, se dió media vuelta y miró a sus camaradas con los brazos en jarra, como si en cualquier momento, preso de la rabia, fuese a desenfundar su revólver y llenarles las molleras de pólvora. Encontraremos a ese hijo de mil putas. Su voz era tan seca y tan calmada que no quedaba otra opción que tomarla en serio. Era evidente que era un hombre respetado por sus secuaces, quienes le miraban temerosos no por pavor sino por sospecha de que la revancha estaba cerca. Casi se olía el miedo en aquella cueva y, sin embargo, aquellos hombres gritaron enrabietados. Más tarde descubriría que el canguelo olía a humedad.

Sorano volvió a mirarme, clavándome en los ojos una mirada perdida, colérica, repentinamente perturbada y borracha por los bramidos de sus acólitos. Eran unos ojos negros sin fondo, encharcados en sangre, unos ojos con un solo acento sobre piel anacardo, una piel cuarteada por el sol, seca como solamente su voz podía ser. Tenía Raúl Sorano una nariz ladina, fina como una aguja de coser, una nariz-faro-orientadora, una brújula de palabras no nacidas en una boca de discretos labios e inmensas piedras amarillas. Traten de levantarle dijo a dos de sus esbirros siéntenle en aquella poltrona. Estos hombres se ocuparán de usted me dijo son buenos cuates, no se preocupe, los demás tenemos que ir a trabajar. Se despidió de mí como se despiden los tipos que no saben si volverán o no y no les inquieta. Dió media vuelta, sin más, y cuando llegaba a la puerta le grité Don Raúl con un gruñido desgarrado Yo no necesito revanchas, no busque problemas. Tranquilo, güey, no es por usted, compadre. Dijo uno de los hombres asiéndome por el brazo. Es por Raúl Sorano replicó el otro.

Oí las últimas instrucciones de Sorano a sus compinches, arengó a sus tropas con bravura. En mis delirios lo imaginaba cual Napoleón en la batalla de las pirámides montando un caballo blanco como en el cuadro de Gros. Volverían al mismo lugar donde me encontraron y desde allí hasta el pequeño poblado de Santa Catalina. Repitió en varias ocasiones un nombre que no alcancé a entender. Entonces se oyeron unos disparos y creí que la batalla había empezado ya, los caballos relincharon ferozmente, y un estruendo de taconeo sobre el tambor del desierto irrumpió en la cueva; y el paso se convirtió en trote, y el trote en galope, y el galope en silencio.

Seguramente el miedo unido al dolor me llevaron a un nuevo desmayo. Cuando desperté era de noche y los dos hombres calentaban algo en un fuego en el medio de aquella húmeda habitación. Pasaron al menos cinco minutos sin que abriese la boca o aquellos tipos me mirasen, justo hasta que involuntariamente empecé a toser. Se me acercaron con un cántaro de agua no muy fría y me dieron de beber. Mójese los labios, sólo mójelos. Cuando recuperé el aliento, caí en la cuenta, no sabía quién era el hombre que me había perforado las ancas, se lo había oído a Raúl Sorano en su perorata pero no lo había entendido. Volví a toser, esputé, y dije ¿Quién me hizo esto? Los dos compinches se miraron como queriendo que contestase el otro, como si tuviesen miedo de pronunciar un nombre, y el silencio se apoderó del ambiente hasta que el más tímido de los dos susurró Romeo Sauquillo, pero no lo nombre nunca, güey, es un nombre prohibido.

jueves, 10 de diciembre de 2009

5.

Te veo, birbam,
con tus torres haciéndole cosquillas al cielo.
Sin embargo nadie ríe.

martes, 8 de diciembre de 2009

4.

Trae el caimán los dientes afilados,
alguien se los tendrá que limar.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Raúl Sorano

Venimos buscando a Raúl Sorano dijo el que los encabezaba.
Perdone, señor, pero no sé de quién habla yo...
Por supuesto que sabe de quién estamos hablando, compadre eructó mostrando una dentadura, por llamarlo de alguna manera, trabajosamente podrida. Tenía los ojos verdes, profundamente verdes, y una mirada helada y rencorosa; la cara así como picada por la viruela o... alguna enfermedad cutánea, no sé... lucía sobre la boca un bigote muy poblado, espeso, de largos pelos que no dejaban ver el labio superior. Era un tipo enjuto pero de gran estatura, no sé si diría corpulento; aunque me dió esa impresión en ningún momento bajó de su caballo, así que me puedo confundir con facilidad; pero sí estoy seguro de que era muy alto, unas largas piernas como hilos colgaban sobre los lomos del famélico animal.
Su rasgada voz debía imponer mucho respeto a los compinches que le seguían. Tres o cuatro cuates, quizá cinco, que le jaleaban, unos tipejos escandalosamente rudos, unos perros sucios y fieles. De entre ellos reparé en que el más jovencito (prácticamente un crío) empezó a temblar cuando el cabecilla me interrumpió. Los otros me miraban tan amenazantes como el que sabía hablar.
De verdad, señor, que no sé de quién me habla, puede notar en mi acento que soy extranjero traté de explicar.
No se me haga el sonso gachupín. Todos los maleantes de acá a Alburquerque conocen a Raúl Sorano. Y hubo un silencio; o quizá yo tardé demasiado tiempo en contestar.
De veras que lo siento, caballero pero no entiendo qué quiere de mí me dí media vuelta para recibir un beso de su Colt entre las nalgas. Perdí la conciencia rápidamente, no sé cuánto tiempo he podido estar sangrando hasta que ustedes me encontraron.
No se preocupe, compadre, ahora está a salvo. Quede tranquilo, yo encontraré a ese cobarde hijo de mil putas como me llamo Raúl Sorano

jueves, 3 de diciembre de 2009

una habitación desordenada

Estaba aquí. Aquí, sentado en este sillón de orejas sin orejas, recostado como eterno adolescente, hurgándome justo detrás de ese triangulito en el que acaba el esternón. El alma, si existe el alma, juega a huir de este alcatraz mientras yo juego a ayudarla. Mas no es un juego. Estoy inquieto, me están corriendo gusanos gritándome por las piernas y el aliento me brota por las corvas y los poros de mi pecho.
Estaba aquí sentado observando que en los pies tengo una cesta rebosando ropa sucia y unos calcetines negros empapados; hay más ropa por el suelo, por ejemplo un pantalón verde que cierto amigo siempre quiere que le regale, unas botas de montaña embarradas y un bolso que me compré en Candem. Hay también una orgía de toallas en los reposabrazos de las dos sillas prácticamente inútiles que ocupan espacios deliberadamente inútiles. Una colección de desodorantes que me llevé de birbam por equivocación junto a una copa con un dedo de vino francés en el fondo. Hay una cesta con chinchetas que son imposibles de clavar en la pared. Una foto de Einstein y otra de la mano de dios. Tengo libros en inglés que no comprendo y otros en castellano que ya he leído, diccionarios, cuadernos para aprender the bloody language, periódicos en alemán, y un mapa de carreteras que no es de aquella gasolinera ibérica.
Hay, colgada en la pared, una foto de dos niños africanos viajando en un contenedor de basura con ruedines, una bandera republicana, y un gorro de bobi de esos de mi madre estuvo en London y como me quiere mucho y le sobraba sitio en la maleta me ha traido este horrible tricornio sin cuernos. Tengo también otros adornos que no soy capaz de describir, una campana de madera, un elefante de porcelana, una luna triste, y una bandera wiphala.
Sobre la mesa el Romancero descansa junto a una botella a medio terminar del mismo vino francés que manchaba la copa y un plato vacío que aún está caliente. Un bote de polvos de talco que dice Instituto Español pues es cosa seria que no te huelan los tachines en el extranjero. Monedas, muchas monedas de libras y de euros, peniques cobrizos escondiéndose bajo recortes de periódicos y hojas en sucio, billetes arrugados, cuadernos inconclusos, apuntes imperfectos, la funda de las gafas y biromes sin tinta. Hay cepillos de dientes, y un gorro del Perú que me trajeron mis tíos, la manta que le robé a cierta aerolinea británica; guardo y uso unos guantes de lana que una amiga me trajo de Bolivia, y una foto del Cerro de los siete colores que me recuerda a un amor que se esfumó en el océano. Tengo, además, una foto que me hizo llegar mi abuela, una foto en la que salgo siendo un niño, un bebé sonriente que no le teme a la vida, una foto con mi abuelo agarrándome por la panza y mirándome embobado, si me viera ahora...
Si viera ahora esta habitación desordenada, llena de cables y adaptadores por el suelo, si quisiera verse en el imperfecto espejo inútil para Alicia, en la oscuridad de los soleados días de la Inglaterra... no podría, simplemente no podría.

domingo, 29 de noviembre de 2009

How I wish you were here


Me parece a mí que esta noche corrí la Marathon en sueños, me parecé que sudé, que lloré, que me fuí en tres ocasiones, que acabé, que grité ahíto y en silencio. Me parece a mí que caí al suelo varias veces y me levanté otras tantas.

Estaba brotando la aurora detrás del bosque cuando se me abrieron los ojos con la almohada dentro de la boca, como si hubiese estado intentado exprimir el jugo primigenio. Sin embargo fue mi boca la que había expulsado salivales interrogaciones a la mañana, al amanecer, a la noche que se abre, a la noche cerrada, a las pelirrojas huidizas de mis sueños.

Me despierto con una gran erupción juvenil en la entrepierna, mi monte dolorido debió soñar conmigo y con otros montes de hojas caducas o perennemente otoñales. Me levanto con el dolor provocado por el frote con el colchón durante horas, una extraña paz colorada en mi interior, y aquella melodía que... en fin... que ojalá estuvieras aquí (seas quien seas) Venus. Venus naciendo de conchas boticcelianas, Venus noreuropeas con cascos de vikingos, Venus de rojo bailando sobre salidas de aire en las calles de la Gran Manzana, comiendo manzanas rojas en jardines edénicos, removiendo inquietas el azúcar en el té, sorbiendo granizados de limón en primera línea de batalla, Venus amazónicas, boreales, Venus venusinas al fin y al cabo.

So, so You think you can tell heaven from hell, blue skies from pain?

Y paso media mañana silbando y tratando de recordar mis sueños. Tengo esa extraña sensación de haber caido en las redes de Cupido en un sueño y, sin embargo, ser feliz. Enamorarse del amor, del sueño del amor, de las pelirrojas que viajan en patines y pantaloncitos extremadamente cortos, de las pelirrojas de pecas infinitas y pantorrillas moradas por el frío, de cachetes atomatados, de gruesos labios y ojos verdes... pelirrojas, cientos de pelirrojas en mis sueños, persiguiéndome disfrazadas de blanco matrimonial como si yo fuera Buster Keaton.

En ocasiones la presa es menos apetecible que cualquiera de los galgos.

Entonces, es cuando me doy cuenta de que lo único que permanece es la ignorancia. No recuerdo absolutamente nada de esos sueños de cabellos colorados, no recuerdo un rostro, una sombra, una silueta tras una cortina de acero, un espejo enfrentado a otro espejo. Y me rindo al mirarme los acentos sobre los ojos, y me ahogo en mi flema, y me encierro y me entierro y me araño las muñecas esperando que venga esa pelirroja que desconozco y me obsesiona nadando en espuma onírica.

Yo no quiero soplar desde lejos como si llegase volando y raptarte, europeíta. Lo que quiero es que vengas a buscarme, que me arranques de los sueños y me plantes en un nuevo vergel y no agostarme.





jueves, 26 de noviembre de 2009

3.

El viento mecía sus cabellos como si de un hilo perdido de una telaraña se tratara.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Es hora de bajar.

¿Cómo harás para escribir sin saber leer?
Estaba navegando por la red cuando por casualidad entré en El coso bipolar. Un dedo inquieto pulsó el botón equivocado para encontrar tus desafortunadas palabras, Coso. Aún así agradezco que no desvelaras mi identidad y sí la tuya. Vuelve a leer mi anterior entrada y dime dónde digo que Juan Luis Rovira eres tú. Y aunque lo seas, también pactamos que podíamos hablar el uno del otro tantas veces como queramos y sin tener que ser fieles a la verdad. Y aunque la sangre saliendo por mi garganta me pide una venganza como la tuya, te perdono por ahora, no olvido tus palabras, simplemente te observo allá arriba, sobre aquella biblioteca en la que te descubrí por primera vez, durante una clase. Y creo que ya es hora de bajar. Es hora de volver a hablar y ser como el resto de los mortales, como eres, como somos.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Sí, anteayer le llamé.

Podría borrarlo, sólo ha pasado un día y apenas nadie se daría cuenta. Quizá ni siquiera tú, Boabdil (yo voy a respetar eso que hablamos de la intimidad cuando empezamos con esto), te enterarías. ¿Fue sólo un sueño? ¿Lo escribí o no lo escribí? ¿Me llamó el coso o no me llamó? Decía que podría borrarlo pero no voy a hacerlo, y ¿sabes por qué? Porque respeto los acuerdos que alcanzamos aunque cada día te vaya perdiendo más y más el respeto. Porque amigo no hay derecho a hablar así de tus amigos, que parece que lo haces por pura diversión y sólo cuentas las rarezas y nunca las genialidades. Yo podría hablar de tantas cosas... no olvides jamás que el que calla está observando.
Ahora que estoy sentado tranquilamente bebiéndome un té y escuchando a Jimi Hendrix recuerdo cómo era ese niño tímido, larguirucho y enclenque que apareció un día de febrero en aquella vieja clase de un colegio católico, ese niño con pinta de saberlo todo, gafitas ajustadas a unos ojos tremendamente grandes, y repeinado con la raya a la izquierda con lengüetazo de vaca. Siempre el primero en todo aunque todo quedase a medias, siempre llamando la atención y mangoneando a los demás. Espera, espera que me caliente las manos agarrando la taza de té y sigo, porque la venganza se servirá fría pero mis manos han de estar calientes. Tranquilo, Boa, respira, que es una venganza suavecita.
Recuerdo que un día, éramos muy niños, la monja repartió unos controles de matemáticas que habíamos hecho la semana anterior, tú no debías tener el tuyo porque mirabas al suelo y no hacías las típicas preguntas molestas pero tan divertidas para tus compañeros, aquellas preguntas que solías hacer a todas horas. La hermana empezó a corregir el examen con gran precisión, puntualizando cada palabra, cada dato, con exactitud, recreándose ya que no era molestada por nadie, al terminar aprovechó para echar la reprimenda a algún alumno del que no quiso revelar el nombre Porque hay cierto compañero que cree que terminar las cosas pronto es sinónimo de hacer las cosas bien ¡pero este niño! Este niño no sabe que hay que pensar dos veces las cosas antes de responder y por eso le va a ir mal conmigo ¡muy mal le van a ir las cosas conmigo! ¿Me oís? Muy mal. Por eso tiene un cero en este examen, porque no ha adivinado ni una sola pregunta, porque eso es lo que hace él ¡a-di-vi-nar! No resuelve los problemas, los adivina. Desde que empezó a hablar empezaste a llorar, primero levemente, con vergüenza, como si tu reputación se viese agraviada porque los demás te viésemos llorar y no porque fueses un burro con orejas. Poco a poco tus gimoteos se oían cada vez más, hasta que por fín, esta vez sin quererlo, interrumpiste la reprimenda de la profesora, a quien al parecerle tan sumante extraño verte llorar paró y se preocupó por tí. ¿Por qué lloras? y dijo tu nombre (yo ese detalle me lo ahorro ¿te das cuenta?) ¿qué te ocurre? Tú te limpiaste la cara con las manos y lloriqueando acertaste a decir Porque ese del que hablas soy yo. La monja desconcertada agachó la cabeza en tu dirección y te espetó No, no eres tú ¿es que acaso no sabes sumar las puntuaciones, o no encuentras la nota en tu ejercicio? Levantaste la mirada No tengo mi examen, y lo terminé el primero de todos, como siempre.
Claro que no eras tú, tuercebotas. ¡Cómo ibas a ser tú si eras buenísimo en mates! ¡Si llevabas el curso entero sin hacer ni un día los deberes de matemáticas y aprobabas con la gorra! Ay, Boa, lo que quedó claro ese día es que eras un llorica y un cobarde, y lo peor de todo es que lo sigues siendo.

martes, 17 de noviembre de 2009

Ayer hablé con Juanlu.

Ayer hablé con Juan Luis Rovira. Hacía mucho que no sabía de él y reconozco que su llamada me extrañó. Su voz sonaba distinta de lo normal, estaba claro que las cosas no andaban bien pero me callé, no quise decirle nada en un primer momento, que hable él pensé. Si me llamó, supuse, será porque algo me tendrá que contar. Hace ya casi cuatro meses que Juanlu se marchó de birbam con una mochila cargada de ropa e ilusión y un billete de ida al enemigo. No era la primera vez que se iba así que ni me dolió ni me pareció extraño, y esta vez no se iba tan lejos como la anterior.
Juanlu sonaba triste aunque se esforzase en no parecerlo. Reía constantemente y a destiempo, como un niño nervioso la mañana de Reyes. En su voz se percibía una pequeña carraspera involuntaria y el anhelo de querer hablar eternamente, empezar a hablar y no parar jamás, contarle a todo el mundo lo que estaba pasando por su mente y por su corazón. Y es que teníamos alrededor de veinte años cuando Juanlu dejó de hablar. Nunca supimos por qué, ya que él, un niño charlatán y embustero, un niño que engañaba a su propia sombra y se reía de los poderes establecidos, decidió escuchar por el oído sano que le quedaba y esperar. Hay muchas cosas que aprender de los demás, yo no tengo nada que aportar dijo una noche con el beso de Baco rondándole los labios. Poco más supimos de él, apenas le sacábamos unas palabras en grupo, no le gustaba, ni le gusta, hablarle a más de dos personas al mismo tiempo, se avergüenza y esconde la cabeza como una tortuga si alguien le pregunta ¿cómo estás? con sinceridad. Has de estar muy atento para oír un tímido bien y en ocasiones, todo hay que decirlo Juanlu, no merece la pena prestarte atención.
Pero Juanlu me llamó ayer y estaba triste ¿Sabes qué es sentirse inútil? No ser inútil, sentirlo. Hombre Juanlu supongo que todos nos sentimos inútiles alguna vez ¿Tú también? Sí, claro... supongo, pero todo pasa, no hay que darle importancia, a veces estás haciendo cosas que no fructifican, que no tienen aparente sentido, y con el tiempo ves el mucho bien que te hizo tal cosa o tal otra, por ejemplo yo... yo siempre pensé que estudiar latín era inútil ¡una lengua muerta! ¿qué sentido podría tener? Sí, sé lo que dices, pero... y calló ¿Qué ocurre, Juanlu? Le pregunté. No sé si quiero volver a birbam hoy mismo, no estoy cómodo, no me gusta lo que hago, no aprendo esta dichosa lengua... estoy porque tengo que estar pero... y calló. Siempre que parece que va a llegar a alguna conclusión calla, esa es la herencia que le queda de tantos años de silencio voluntario. Y la conversación continuó convirtiéndose, como siempre, en un monólogo.
Creo que está derrotado, que se ha dejado vencer y que no quiere tratar de levantarse por mucho que aún le queden fuerzas, creo que tiene miedo de ponerse en pie y plantarle cara a la vida, está deseando que suene la campana y perder la pelea, sólo se aferra a las cuerdas para tratar de alcanzar la toalla. Creo que está nadando en un esputo y se quiere ahogar. Pobre Juanlu Rovira.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Calium vs McCorti.

Hacía una hora que Gregory McCorti con tres o cuatro litros de bitter en el estómago había abandonado a sus amigos en el Red Lion entre risas y manotazos en la mesa. Hacía tres horas más que el mismo Gregory McCorti había ido a tomar el té a casa de su abuela con la intención de sacarle algo de guita, pero la abuela no estaba en la casa familiar pues era miércoles, y como todos los miércoles estaba jugando al Cribbage con las amigas. Sin embargo el desesperado Greg tuvo la fortuna de encontrarse con su viejo amigo Stewart en la esquina de High Street y London Road y se fue bajo su hombro al pub antes mentado y en el que en ocasiones trabajaba. Sería la única vez que la diosa le sonriese ese día.
Hacía una hora que el jubilado y exboxeador Frank Calium estaba disfrutando de su serie favorita en la televisión pública en estado de duermevela permanente cuando le despertó de repente el ruido del agua hirviendo en el kettle. ¡Qué raro! Divagó cada día me hago más mayor, no recuerdo querer tomar un té y se encaminó hacia la cocina.
Greg se juró así mismo que conseguiría el dinero ese mismo día y trató de encontrar a su abuela de nuevo, pero por más que aporreó y maltrató la puerta de la casa la suerte y su abuela le estaban dando la espalda. Resignado, dió marcha atrás a sus planes cuando vió que la puerta de la cocina del señor Calium, aquel anciano que cortejara a la madre de su padre hace poco más de dos años y que no conocía en persona, estaba abierta de par en par. Es hora de darle un escarmiento al viejo pensó, y acechó la casa para encontrarle despatarrado en el sillón principal del salón en lo que parecía un profundo sueño. Así que entró en la casa y ni corto ni perezoso puso el agua a hervir, tenía ganas de tomarse aquél té del que no pudo disfrutar con su abuela en dos ocasiones mientras hurgaba en los cajones de los muebles de la cocina, pasillo y habitación del anciano dormilón. Hasta que oyó hervir el agua.
Como si fuera la mísmisima Excalibur Greg tuvo el tiempo justo para sacar la navaja de su bolsillo y desenvainarla cuando encontró al jubilado con cara de pato con una calculadora en su cocina. Dame todo lo que tengas le inquirió acercándosele y blandiendo amenazante el finísimo acero, atento de que el septuagenario no hiciese ningún movimiento extraño, un paso, dos pasos, tres y cada vez acercándosele más. Lo oyó ligeramente. El muchacho estaba tan borracho que apenas alcanzó a ver el primer lanzamiento, sólo sintió el puño en su ojo izquierdo y una manifestación de estrellas en la cabeza. Sacudió la cabeza y abrió el ojo sano en el momento preciso de ver cómo otro inmenso puño se le aproximaba con la fuerza de una locomotora directo a su boca. Esta vez ni siquiera lo oyó.
Greg volvió a abrir los ojos una hora más tarde en el calabozo, sin haber tomado el té aquella tarde y con los bolsillos vacíos como era de esperar. Y es que hay días en los que es mejor no salir de casa y tipos que no valen ni para el hampa.

2.

Cayó el silencio como una lápida en el cementerio. Ningún muerto la oyó.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

1.

No sé si anochece o el sol merienda una lata de mejillones.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Mateo Lorenzo alias Malo.

Los sábados por la mañana eran mañanas de fútbol. Uno se despertaba con lombrices en las piernas, a las siete, se enfundaba la equipación del colegio al completo (espinilleras incluidas) y se dirigía en silencio a la cocina a prepararse el desayuno mientras esperaba a que sonase el horrible timbre del telefonillo y despertase a toda la casa. Al fin había llegado el día. Habías estado esperando ese sábado desde que se acabó el último partido contra el colegio de niños pijos que había al lado del tuyo, que no era más ni menos pijo que el tuyo, pero tenías que odiarlos como odiaste todo lo desconocido hasta que te topaste de narices contra el suelo que pisaba la señora Realidad.

Jugábamos en la vieja y minúscula pista de baldosines grises y resbaladizos del colegio, soportando los gritos de padres frustrados convencidos de que sus hijos sí alcanzarían sus sueños, los de los padres. El bocadillo nublado dentro de un bocadillo nublado dentro de otro bocadillo nublado dentro de... Jugábamos con las piernas moradas de frío y castañuelas en la boca, e imitábamos a los profesionales que veíamos en la caja tonta tirándonos al suelo y rodando tanto que nos salíamos a la calle. Un auténtico desbarajuste que tomábamos muy en serio, tanto que todas nuestras vidas se resumían en esa hora escasa en la que jugábamos el partido.
Mateo Lorenzo, no era ni de lejos el mejor futbolista de su edificio. En principio este título inútil hubiese sido harto sencillo teniendo en cuenta que era el único vecino con edad para practicar algún deporte, pero no, para Mateo resultaba dificilísimo correr sin tropezar. No porque fuera especialmente torpe sino porque no veía nada. Portaba unas gafas con unos cristales tan oscuros y tan gruesos que tardaba en identificar el sol en el cielo cosa de cinco minutos, e incluso mirándolo fijamente preguntaba si aquella ligera luz era lo que él estaba pensando que era. Le encantaba patear el balón aunque en raras ocasiones lo lograse, durante años nos acordamos de aquél día en que jugábamos contra el colegio San Francisco un encuentro a vida o vida y nuestra estrella, Epifanio, un chico mayor que nosotros, burló a tres defensores en el córner pisando el balón y girando sobre sí mismo unos trescientos sesenta grados, eso que luego en la prensa deportiva dijeron que lo había inventado cierto astro francés y a lo que llamaron la Ruleta. Epifanio encaró al portero, dió dos pedaladas dejándole en el suelo y sirviendo en bandeja el balón a Mateo, quien solo ante el arco, fue capaz de patear al aire aproximadamente tres segundos antes de que el balón llegase a sus pies. Perdimos aquél partido por un gol, pero siempre se recordó por un cántico espontáneo de todo el colegio y una salida a hombros del mismo. ¡Torero, torero, torero!
Mateo, era y es, el más inteligente de mis amigos, lograba las mejores calificaciones en Matemáticas y en Ciencias, en Lengua castellana y en Historia. Era, de largo, el niño más interesante e inteligente de la clase, alcanzaba razonamientos con una facilidad realmente pasmosa, razonamientos que a los demás nos costó años lograr y que en ocasiones ni siquiera logramos. Su secreto estaba en saber escuchar. Durante años nadie le prestó atención, ni siquiera en casa, y se había dedicado a escuchar las opiniones de los demás y a leer sobre los asuntos que le interesaban. Bien podría haber sido su mote Pitagorín, Tiolisto, Enciclopedio, Telediario, Marisabidillo, Mateomático, Pepe el sabio... Sin embargo le bautizamos como Malo, y no fue como muchos creían por aquél episodio en que le dió un gran pase al balón y no a un compañero. La razón era mucho más sencilla y respondía a la primera sílaba de su nombre y de su apellido. Malo era un niño excepcional y es hoy una gran persona, y además ya me iba tocando hablar bien de algún amigo.

jueves, 29 de octubre de 2009

Una mala fotografía


No tengo ni idea de fotografía, pero lo que sí sé es que es una foto horrible. Está mal enfocada, y el tipo que la ha tomado debe ser más aficionado a beber patxarán que a esta vaina que retrata. Y es que ahora cualquiera que tiene una de esas maquinitas se cree que es el Cartier-Brensson, el tal Man Ray, o el Robert Capa. ¡Qué enfermedad tienen algunos con copiarle a la vida! Que yo no digo que esté mal eso de retratar una cena, dejar una huella, algo que nos pueda recordar un momento (un día) agradable con amigos, ....está bien, si quieres puedes quedarte ahí parado mientras te fotografío con el Big Ben, sí, sí, haz como que entras en esa cabina... Pero, amigo, eso de pasear por el Retiro como si fueras un paparazzi, esta ardilla era la hostia, mírala mordisqueando unos piñones, y no te pierdas esta rubia que hacía footing, jajaja, y estos dos retozándose, no, no, no, mira lo que me he encontrado cerca del palaciodecristal... ¿a que da asco? Pero si es que encima hay que ver las fotos... que no valen nada. Nada, no dicen nada, ni sugieren, ni, ni, ni...

Yo no tengo ni idea de fotografía dice mi amigo Boabdil pero a mí esa me mola, me gusta la perspectiva ¿dónde crees tú que está el centro de la foto? ¿A dónde se te van los ojos? Y señala esa foto de una pareja besándose en París, una foto del Doisneau, haciéndoselas de inteligente, de entendido en la materia, cuando por debajo de la mesa se toca levemente mientras se le van los ojos a los pechos de...

La foto es una mierda, vamos a ser claros, no se puede ver bien, es la primera vez que un árbol que está detrás se interpone en la visión, y además está a contraluz, nada, un desastre. Si al menos el sol le iluminase algo más que el hombro y medio muslo... ¡si es que ni siquiera está bien cuadrada! ¿Pues sabes una cosa? A mí me gusta. Me gusta lo que veo, cómo va a tener luz un ángel castigado, no amigo, tú estás fuera del reino de los cielos, móntate uno tú si es lo que quieres, pero búscate un sitio, y el sol ya lo tenemos nosotros, sea donde sea: oscuridad eterna.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Pierdes.

Pierdes las llaves o el móvil, el dinero se escapa por un pequeñísimo agujero en tu bolsillo y rueda por el asfalto hasta una alcantarilla. Pierdes el tren, los cómics rotos de Astérix que guardabas con cariño. Pierdes la mano, anillos, un partido de fútbol, la conexión a internet.
Pierdes familia, amigos, seres queridos, pierdes miedos e ilusiones. Pierdes canicas en el gua, chapas, el sabor de los chicles, calcetines en el tendedero, viejas fotos, recuerdos, mensajes en botellas y botellas sin mensaje.
Pierden las palabras su sentido si son demasiadas veces repetidas.
Se pierden guerras, batallas, discusiones, besos, abrazos a lo largo de la vida. Se pierde el rastro, la propia sombra cuando llega la noche, el cordón umbilical cuando nacemos. Se pierde en el bosque Caperucita, y Hansel y Gretel, y además no encuentras a Wally.
Pierdes agua, aceite, un tornillo, la vida si te disparas a bocajarro, y la cabeza. Pierdes pelo, memoria, agilidad, fuerza. Pierdes agujas en pajares, azúcar en la nieve, aviones en Barajas.
Pierdes amores y, sobre todo, el tiempo si intentas recuperarlos.

domingo, 11 de octubre de 2009

¡Ah, era ella tan bonita!

Hacía mucho tiempo que no la veía. Apenas ha cambiado y sin embargo me costó mucho reconocerla. Dudé un momento, no, dudé siete momentos. Como si pudiéramos contar momentos me dijo una vez bajo los arcos de los Ministerios, y yo miré a lo lejos y afirmé Se puede, claro que se puede y abrí un pequeño cuaderno que guardaba en el bolsillo de mi chaqueta.

En realidad está igual a como la recordaba ¡Está bien! Tiene como once o trece años más que entonces pero está igual. Ahora es una mujer, ya no es la niña a la que había que acompañar hasta el portal de su casa, no es la niña que se ruborizaba si sentía mi sexo despertar cuando nos besábamos en la boca del metro, siempre en distintos peldaños de la escalera para solventar la diferencia de altura. Sigue teniendo esos ojos ligeramente achinados y hechiceros, esos ojos que invitan a perderse en su profundidad, a lamerlos y relamerlos. Sigue teniendo un pelo fuerte de caoba brillante como si escondiese el sol en sus raices, y una piel morena como si fuera la mujer primigenia, sin adanes, sin serpientes que inviten a manzanas, como si el mismo dios (el tuyo, el de ellos, el que quieras) hubiese bajado a darle forma con sus manos.

Ya entonces me perdía en sus labios deseando mordiscos de sus dientes, teclas del piano del Maharajá de Kapurthala o del onassis de turno, y los mordía con ansia y hasta rabia, deseando que sangraran en mi boca, que su sangre se mezclase con la mía. En esa época yo también era un niño y no sabía cómo hacer que se colase entre mis sábanas. Aunque, he de reconocer, que me valía con rozarle los senos con mi pecho, con acariciar su culo furtivamente, con pasear de su mano y ser la envidia de otros niños. ¡Ah, era ella tan bonita! Tan bonita como lo es ahora, qué lástima que haya perdido la tulgencia adolescente, que lástima que haya ganado manías de mujer adulta, y que tenga (seguramente) muchos prejuicios y pocas vergüenzas.

De repente levanté la vista del cuaderno porque empezaba a llover, le miré a los ojos y sus ojos no estaban para mí sino para el suelo ¿Pasa algo? Pregunté temeroso de que no le gustase lo que le había escrito. No, no pasa nada... nada malo dijo levantando la cara y dejando que alguna gota de lluvia perdida cayese en sus mejillas Sólo trato de retener este momento, no creo que nunca nadie más me escriba poesías. Yo no lo sabía entonces pero ella ya me había buscado un reemplazo y chocaba su cuerpo contra el de otro, y la prolongación de su cuerpo en una mano empezaría a acompañarle a casa.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Andrés habla de Irineo.

Sabíamos por Andrés que Irineo trabajaba en tal o cual negocio, que si una casquería, si una famosa tienda de zapatos en el centro, que si recogiendo cartones con los chamarileros de la barriada cercana, bla bla bla. Andrés venía con noticias de Irineo cada cierto tiempo, ya que los trabajos, ya sea por desinterés o por sus insaciables ganas de prosperar, le duraban poco tiempo. Y así fue probando muchas profesiones hasta que se acomodó en una churrería. Entonces fue cuando dejó de ser necesario cruzarnos de calle si veíamos a lo lejos al adolescente Irineo, simplemente desapareció. Sólo Andrés seguía sabiendo de él en todo el barrio.

Iri sá comprao un coche nuevo, la vida le va bastante bien aunqueee… no para de currar, vive pa ese negocio que tiene, lo de loh churroh, é mu sacrificao, chaval, que ahora é su propio jefe ¿eh? É una lástima ¿verdá? Si no cualquié día déstoh se venía a tomá unos vinoh a lo del Braulio... Mía que yo se lo digo, pero ná tíoh ¡me cambial tema! A veceh dice no se qué de que oh cruzáih de acera, de que no quisistéih sé suh amigoh cuando sizo pobre, no sé, no sé de qué habla, creo que está pallá. A veceh quedamoh en el bar dese amigo suyo... ¿cómo se llama? El Culebrillah le dicen al bá, pero él... ¿cómo se llama él? No caigo, sí, joderrr, como el extremo derecho del Rayo, ese que se daba de vuelta pá envolvé a regateá a loh contrarioh...¡Sir, coño! Tú tiés que saberlo ¡Enga hombreee! Ese que jugaba cuando Hugosánches, que sí, hombre, que sí lo sábeh... ¿Cómo? ¡Tate, eso é! ¡Onésimo! Loh mismoh ricicoh tié el tío. Poeso, que amoh al bá déste pibe, que tié unos mejilloneh al vapor que son lo mejor ca parío madre, te loh pone con su mayonesita y tó ¿sabeh, niño? ¡Estáaan de puuuta madre! Anda que no mabré tirao yo allí tardeh tudiándome el Marca con una cervecita y un platico mejilloneh... Sin el Iri y tó, que me tratan como a un señó ¡y la birra! La birra tá superfrejca, entra solita, que no tiés que hacer esfuerzo alguno, se bebe con pajita ¡no teígo máh! A lo que voy... que resulta que el Iri se noh casa. Con la piba esa, la que conoció en las fiestas de Sigüenza, la morena esa que tá tó güenaaa, ¡mira el Sir cómo se ríe! Poquél la visto, quél la conoce, ¡eh! ¿a que sí? Pooo se casa el tío, tá tó pillao, dice ques la mujé de su vía y no sé qué chorráh máh. Tá hecho un pringao. Peo se le ve bien al tío. Tó colocao, tó seriecito, con su coche nuevo, uno familiar que digo yo debe seh que la parienta tié un bollo calentito en el horno. Ojo quél a mí no ma dicho ná de eso, que son cosah míah. Dice que hay que prevení, que habrá que í pensando en formá una familia ¡chorradah, no teígo! Que si el negocio funciona habrá que pensá en expandirse, que ya no somoh niñoh, que me paece a mí que tié muchoh páharoh en la cabeza el Irineo ¿no creeíh?

Y Andrés se pierde en sus ideas y dejamos de prestarle atención. Y seguimos a lo nuestro, al partido de la tele, a las chicas de la calle o de la mesa de al lado, a las noticias políticas o a las conversaciones cercanas, como si Andrés no hubiese empezado nunca a hablar de Irineo. Pero cada uno de nosotros tiene una idea en la cabeza durante toda la tarde, una idea que nos martiriza más tarde entre sábanas y nos despierta a la mañana siguiente como un martillo golpeando en la pared del vecino, como si fuese el problema de otro, el problema que agarramos por dos días y soltamos cuando empieza a quemar en las manos. Y me juro que si hoy me encuentro a Irineo por la calle no me cruzaré de acera sin saber que cuando dejé de atender a Andrés dijo que Irineo se mudaba, quenel pueblo délla no hay churrería y creen que es un negocio de futuro.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Una tarde cualquiera.

Son las cinco. Una hora más en la península y aunque el mar me rodea esto no es Canarias y ni siquiera se le parece. El caso es que son las cinco de la tarde y mi jornada, al fin, ha terminado. Me quito la chaqueta azul con la que trato de proteger mi ropa ya destrozada por el óxido y el aceite y me la pongo sobre el hombro derecho, agarrándola por el cuello con un dedo, probablemente el índice o el corazón. Con el pulgar o dedo gordo que se come el huevo por el que han trabajado los otros cuatro resulta probable pero poco posible, otros día sí que habré tomado mi chaqueta con ese dedo pero hoy... hoy no. El anular sólo lo utilizo para hurgarme la nariz, es manejable y da más gustito, y el meñique... ¡ah, el meñique! Tiene tanto que contar que siempre calla, se esconde en la palma y espera su momento atrofiándose lentamente, hace las cosas bien, despacio pero con esmero. Estaba diciendo que son las cinco, bueno, son ya las cinco y cinco y me dejo llevar por los primeros seis segundos de sol en el día sobre mi cara, me quedo quieto y hasta bendigo el constante txirimiri. Camino hasta mi casa disfrutando cada bocanada de aire como si fuese la última, andando con el garbo que no tengo, hasta muevo las caderas y bailo como si fuese el Tony de West side story. Llego a casa y arrojo la chaqueta a una silla al entrar en el salón, y me tumbo en el sofá a mirar el techo hasta que me decido por encender la televisión o el ordenador ¡o no haga nada, qué coño!

¡Mira! Parece que escampa, están bailando las nubes y puedo ver el cielo azul ¿era ese su color? También me entretengo esperando a que hagan ruido la pareja de ratones que viven en la cocina (bajo el motor de la nevera), o buscándole la sombra a los árboles, sintiendo que anochece, soñando que amanece y tengo una mujer creciéndome en el bancal.

Hace ya un par de semanas que no veo al conejo furtivo que indagaba en la basura como un gato y se pasa la tarde rícamente sin darme cuenta, y te estoy escribiendo pero... algo tendré que cenar.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Tac... tac... tac. Son sólo ruidos.

Me gustan los ruidos. El silencio también, pero los ruidos...

Me sugieren imágenes, me cautivan y se emborrachan las tristes neuronas peleadas desde hace ya tiempo. Me fascina oirte a lo lejos rasgar el violín con una sierra. Me inquietan tus tacones corretear veloces en mis tripas secándose al sol de la estepa castellana. Me agitan las excitantes gotas de lluvia golpeando tejados de plástico. ¡Peuvecé!

Se rompió la poesía con un manotazo hueco en la mesa.

Se quebró el exhausto silencio envidioso eterno,

derrotado porque nadie,

salvo dos poetas que lo destrozan declamando sus beneficios a voces,

le presta suficiente atención.

Se desquebrajó así el jarrón contra una colchoneta,

huyó la fuerza ante el rompecabezas,

ganó la maña,

se rasgó las vestiduras Adanieva,

gritó el desierto, lloró el doctor al sentirse nacer,

se tronchó la rama de la manzana de Evaiadán,

murió la magia en Sanjuán,

se rajó el relojero y gimotean las agujas,

el tiempo siempre vence. Siempre.

Se está agrietando la piel del toro aquél que nadie toreó.

No sé por qué pero sé qué es el ruido que estoy oyendo. Lo reconozco como si estuviera paseando receloso por la calle del olmo y sin embargo estoy en el interior de una gran casa de inmensos ventanales deambulando por un estrecho y oscuro corredor sin más rumbo que encontrar una salida, casi hipnotizado por el rítmico golpeo constante. No está el de la cara hendida y las cuchillas afiladas. Sólo estoy solo, yo, y para variar... desvariando.
Tac... dos segundos de silencio, tac... dos segundos más de pausa, tac... y vuelta a empezar. ¿Cómo que vuelta a empezar? ¿Por qué separa mi mente de tres en tres las percusiones? ¿Por qué conozco el origen y no la procedencia de ese golpeteo interminable? Porque intuyo sin saberlo que en algún momento encontraré una puerta al final de este largo pasillo y la abriré a hurtadillas sin que cruja el suelo, y meteré la cabeza en una aún más tenebrosa habitación. Me deslizaré en zigzag y sentiré un cosquilleo frío abrasarme desde la tripa hasta la coronilla que crecerá más si cabe al ver lo que sé que encontraré: el origen de ese ruido.
Entonces desearé no haber salido nunca de la bolsa primigenia de mamá, de mi cordón alimenticio, de las paredes viscerales, del entender sin hablar, del toqueteo incesante.

Y ahora que estoy viendo el original golpeo hechicero, el cautivante ritmo dictatorial, la ausencia de voluntad y percusiones en un tablero de ajedrez por venas o arterias en que corro, me tenderé a su lado hasta que me descubra, me agarre por el cuello y me eche a su puchero. Así se fue el sueño como vino, me dieron de comer y fui comido.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Irineo.

Irineo trabaja de sol a sol. En su caso no es más que un decir ya que cuando Irineo pone el pie derecho en la moqueta Lorenzo apenas ha empezado a quitarse las legañas a la altura de Palestina. Se ducha dos veces para quitarse el permanente olor a aceite que le persigue, se viste con desgana y se peina con las manos. Calienta el poco café que le queda del día anterior y moja en él dos tristes bizcochitos duros como garrotes de abuelo. Después se cepilla los dientes y observa con extrañeza su rostro en el espejo. Y así todas las mañanas. Al fin está preparado para encarar el nuevo día.
Suele contar, a quien le escucha, que su abuelo también trabajaba de sol a sol, que fue un hombre que se hizo así mismo y que por eso le admira, que siente que desde mucho antes de nacer estaba predestinado a seguir sus pasos. Por alguna razón mis padres me bautizaron con su nombre se decía.
El niño Irineo había sido objeto de las burlas de todos sus compañeros a causa de su vetusto nombre, o como a mí me gusta llamarlo La gracia en el ojete de sus padres. La originalidad de la maldad infantil es insospechada y en ciertas ocasiones, como ésta, inenarrable, aunque yo lo vaya a intentar. Para su fortuna y pese a que él no lo sabía era fuerte y orgulloso, y no se dejaba amilanar por berzotas que no sabían juntar letras, mendrugos destinados a borrachos de mala taberna, lápiz en la oreja y tabloide deportivo bajo el hombro. Pero no sólo era su nombre el motivo de unas burlas que fueron creciendo según crecían sus inseguridades. Así, de niño tenía un pequeño problema con su lengua, un músculo al que le costaba arrancar y tropezaba consigo mísmo al iniciar cualquier frase como Roger Daltrey cantando My Generation. Era un tartamudeo aleatorio, iba y venía en días como las nubes imprevistas, y aparentemente no se debían a que el crío fuese un saco de calambres. Con los años fue motivo de estudio en cierta universidad del extranjero. Llevaba gafas y yerros en los dientes, lloraba y se orinaba en clase hasta bastante entrado sexto de EGB. Pero la mayoría de las burlas caían sobre el hecho de que escribía al revés los números tres y cinco, y las letras e, c y la g mayúscula. Era inevitable, ante las constantes burlas Irineo empezó a pensar que era tonto, por esta razón se esforzaba más que nadie en la clase para aprobar los controles semanales que las maestras periódicamente nos hacían. Mientras el niño Irineo se quedaba en casa repasando la interminable lista de los reyes Godos que nunca nadie le obligó a estudiar otros preferíamos pasar las tardes pateando una pelota hecha con papeles y cinta adhesiva en parques en los que los árboles eran farolas y los bancos los ocupaban cagaditas de paloma. Estaba convencido de que iba a heredar el negocio familiar, la carpintería de su abuelo, al que tanto admiraba, sin embargo esa seguridad no le hacía olvidar su interés por el conocimiento.
Y como a perro flaco todo se le vienen pulgas el abuelo murió dejando en herencia una deuda faraónica que acabó con el padre de Irineo en la cárcel durante un tiempo (aunque nunca estuvo muy claro que ésta fuera la razón por la que el padre de mi amigo viviese entre Alcalá y Meco durante unos meses y después jamás volviese al barrio más que de visita). A mí eso no me va a pasar, repetía el niño Irineo sin que supiésemos si hablaba de la deuda de su abuelo o de la nueva casa de su padre. Fue en esos días cuando vinieron a buscar a Irineo. A todos nos parecía que una maldición perseguía a los Irineo, y como estúpidos adolescentes cuando volvió le fuimos dejando a un lado. Al principio no le llamábamos, después no estábamos en casa, y luego nos cruzábamos de acera si le veíamos por la calle. No contábamos con él ni para burlarnos. Todos menos Andrés Herrera, por supuesto.

lunes, 24 de agosto de 2009

Una casa sin tomar.

El vacío. De repente el vacío. Estaba previsto, así como se llenan las copas de Cava se terminan, siempre está previsto que los tragos culminen con el reflejo del beodo en el fondo. Allí donde dice Made in China, Turkey o Lisbon está tu rostro triste arañando la huérfana esencia que queda en el vaso. No por barruntada deja de doler la ausencia de ausencias, la presencia destensada y desatada del hueco vacío del ojo dado la vuelta, buscándose en espiral, hiriendo en la profundidad del esternón como afilada uña clavándose en pulmones cancerosos. Maldigo este pedazo de carne desangrándose, derritiéndose en el interior del horno en que cocina Azrael.
El vacío, simplemente el vacío. Como gota de agua en páramos salados, como aullido sordo en medio del New Forest, como casa tomada y abandonada en quince días.
Resulta que llegaron mis ausencias con nuevos bríos, con la fuerza arrolladora de torrentes del sur, y aún sabiendo que su presencia no sería para siempre, que quedaría su partida por un tiempo me dejé embaucar, me tiré cual Altazor en parachutte sin revisar, sin preocuparme por las correas que quizá pudieran salvar mi vida si se diesen extrañas circunstancias. Pero el viento parecía respetarnos, no había constancia de temporales en poblados vecinos, no había por qué lamentar riesgos. Y las ausencias se dejaron llevar, y corrieron y saltaron en torno a la hoguera, y rodaron por verdes tierras en la noche, y se dejaron llevar cual tierra fértil en carretillas, y de repente… de repente el vacío. Pero llegó más tarde, antes vino una muchedumbre de sonrisas sin cuerpos, de lamentos contenidos, de cuerpos meciéndose en inhóspitos recovecos inundados en alcohol. Y la ausencia expiró como suspiros entrelazados pintándose en los cristales al tiempo que sus figuras se reflejaban, hermosas, gracias a la aurora.
Y de repente… el vacío. El vacío asándose en la parrilla del bienestar, sin urgencias pero también sin esperanzas de existir mañana, de pensar por sí mismo, de tomar té o mate o café cortado. El vacío suele desaparecer, hasta él mismo es consciente, pero hay veces que se queja con voz melosa e irritante al mismo tiempo y duele como astillas en las plantas de los pies. Deja entonces de estar de repente para estar, para quedarse por siempre en la casa tomada por la ausencia, en la extraña casa abarrotada por la nada.

sábado, 22 de agosto de 2009

trenes.

Trenes, trenes, trenes, tres eternos trenes. Si por mí fuera estaría la vida entera viajando en tren. Corriendo descabezado por grises andenes en días de lluvia. Corriendo dentro de los trenes, huyendo de los revisores, adversidades efímeras que piden treinta céntimos para pagar el viaje.
Trenes de España, de Polonia, trenes ingleses, siempre trenes ingleses.
Viajando en tren en ocasiones se me ocurrieron versos que se fueron al llegar a mi destino. Viajando en tren ví fantasmas que me pedían trabajo y desaparecían del vagón sin ruido de puertas cerradas, sin huellas en la tierra, sin tierra en los zapatos, con zapatos sin suelas.
Un día en un andén de algún pueblito del noreste polaco ví llorar amargamente a un viejo desconsolado apoyado sobre sus rodillas. Llovía y era un día triste, pero yo aún no sabía por qué. Días antes viajaba en un viejo tren con compartimentos y le enseñaba a bailar el chotis a una estudiante polaca de español con un larguísimo pelo apuntándome desde su barbilla. Fue un viaje divertido y, sobretodo, etílico. Pero ahora estoy en ese viejo andén del noreste polaco y el anciano llora amargamente, y aunque lo lamento debo subir al viejo caballo de yerro soviético que silba al entrar en la estación. Y me duermo en el tren, y me despierto cuando alguien grita que han atentado en Madrid, en un tren. Horrible pesadilla de yerro y fuego.
Trenes, trenes, trenes, tres inolvidables trenes. La puerta del Reino Unido se me abrió en Gatwick, tenía que buscar el tren que llevara a Southampton. Pese a mi horrible inglés me fue fácil. Mi padre comenta que cuando él estuvo en estas tierras le trataron como si fuera un ciudadano de segunda, entonces ser español era eso, se lo debían a cierto señor bajito y con un bigote cargado de mala leche. Yo no puedo decir lo mismo, y aunque no entiendo nada estoy en este gusano de metal y percibo e el silencio la soledad y el miedo a lo desconocido, y ¿sabes qué? Esta vez, como muchas otras veces, no quería llegar a mi destino, pero llegué. Y me alegro.

martes, 4 de agosto de 2009

Andrés Herrera. O la nada.

Mi amigo Andrés Herrera suele ir en bicicleta, pero hay ocasiones en que no. Viste de azul marino en invierno, y en verano no sale a la calle hasta que pasan las siete y treintacinco de la tarde. Silba si está lloviendo y canta a gritos cuando está solo en la casa de sus padres. Camina (cuando camina, pues son pocas la veces, ya lo habrás imaginado) con la cabeza siempre bien alta aunque no tenga por qué, y se para en cada esquina a observar los peatones con los que se va a cruzar. Nunca saluda, nunca les ve. Incluso parece, en ocasiones, que les reta, que trata de imponerse, de apabullarles con su amenazante postura chulesca, con la barbilla apuntando a los balcones de los primeros pisos, abriendo y cerrando casi con violencia sus narinas y proyectando dióxido de carbono como si fuera un toro sentenciado, sin miedo a nada ya porque ya tiene la nada. Dispuesto a arramplar con el palurdo que se le ponga o no por delante. Normalmente los buenos ciudadanos se molestan o se asustan con su prepotente presencia, otros, los inconscientes y los jóvenes, o no se lo toman en serio o se lo toman a risa, que es decir lo mismo dos veces. Es fácil verle en cualquier cruce del centro con los brazos en jarra y los ojos ligeramente cerrados, pues resulta que el bueno de Andrés no ve de lejos, aunque él siempre te dirá que es por el sol, que le molesta, que para él los rayos son cuchillos rajando el iris de sus ojos verdes. Todo el que le conoce sabe que es mentira, que son cosas de Andrés Herrera y que Andrés Herrera no tiene los ojos verdes.

Pero todo el mundo está equivocado con el deslumbrado Andrés, todos se quedan con la ridícula estampa que presenta, con que cierra los ojos sea o no para ver mejor. Y es que parece un faro inútil tierra adentro, un coloso impotente con los pies hundidos en el barro, enraizados, desangrándose y tomando forma arbórea. Poco más. Lo único que hay de importante en que se pare a mirar el tendido de la vida es simplemente eso, que se para a pensar, nada más. Porque el bueno del tonto de Andrés Herrera piensa demasiado y nunca actúa, cree que no es necesario, que con mirar al cielo caerá la lluvia, que apenas necesita rezar dos antonioveganuestro que estás en el penta para tener un trozo de pan mohino en la mesa cada día, el sustento suficiente que le proporcione la fuerza necesaria para salir a la calle en busca de inspiración. Y es que hasta el propio Andrés Herrera está equivocado con Andrés Herrera, pues por mucho que se quede mirando embobado el techo de las habitaciones de hoteles de ciudades remotas a las que ni siquiera soñó ir ni la más insípida o flatulenta idea se cuece en su cerebro ya marchito. En ocasiones ve cómo un rayo se le aparece y se le clava en la nariz y al tiempo de sentirlo se evapora, porque es sólo el rayo, no hay nada más. Porque Andrés no sabe de ninfas ni de musas, no sabe de brujas ni bostezos, ni espira ni reclama a voz en grito, no sabe de pasión ni la imagina. Andrés está por estar, como tantos otros, y nada más le hace especial que ser mi amigo. Por eso hablé de él. No sin problemas.

lunes, 6 de julio de 2009

Unas horas en Málaga.

Unas horas en Málaga se esfuman en cada esquina, no queda tiempo de mirar atrás ni de esconderse del sol acechante e impertinente picándome en la coronilla. Unas horas en Málaga saben fuerte e intensas pero saben a poco.

De niño solía decir que era malagueño, viví en esa provincia durante unos años, y fui, por tanto, un niño malagueño, un boqueroncito despistado. Llegaba la Navidad y nos metíamos en el viejo renault 18 (creo recordar) de mi padre dispuestos a ocho horas de viaje con dirección a la capital del reino, a disfrutar de las fiestas con las familias de mis padres, recuerdo con especial ilusión llegar a la casa de mis primos y jugar con ellos durante horas o días, sin parar de correr de un lado a otro, sin parar de gritar, de cantar, de soñar rasgando raquetas que éramos cierta banda de pop adolescente.

Y luego, después de hartarme de oir eso de "andalú arza la pata y apaga la lú", volver al sur, a la tierra que sentía mía como un tortazo de olivos en la pituitaria. Y allí, en esa tierra orgullosa y valiente sentirme "fisno madrileño" por elección popular.

Unas horas en Málaga es olor a vides y a sal, olor a crema solar y a porra antequerana. Unas horas en Málaga dan para enamorarse en cada paso de sus calles y sus mujeres. Unas horas en Málaga es la vida entera sin palabras.

Mi familia volvió a Madriz y el gato, en lugar de la lengua, se comió al boquerón.

viernes, 12 de junio de 2009

Sir Walter Bradbury de la Petanca

Me estoy yendo a la casa de un amigo. Debería irme ya, pero estoy tan agusto aquí, en la semioscuridad de mi habitación, y con los acentos bailando a su antojo, esa es otra, que es probable que el simple hecho de salir de mi casa me lleve toda la tarde con tal de no pisar el ardiente asfalto madrileño. Ya veremos.
La casa de mi amigo no está muy lejos de la mía, si andase hasta allí tardaría unos cuarenta o cincuenta minutos dependiendo del ritmo al que vaya y la cantidad de lindas mujeres que me detenga a observar. En ocasiones el paseo se puede alargar hasta una hora y media, y aunque son las mínimas veces, se debe a alguna compañía con quien comentar las mejores jugadas. Y así, más tarde, en la fresquita casa de mi amigo, analizaremos la moviola con los deberes hechos.
Hoy hace tanto calor... sí, hace tantísimo calor que sólo puedo pensar en estar sentado tranquilamente en su sofá, ahuyentando el bochornoso inicio del verano, tomando un té frío y charlando de cualquier tema absurdo con total seriedad o de cualquier tema transcendental tomandolo a pitorreo. Asi es mi amigo, no se sabe nunca si dice lo que piensa, si piensa después de lo que dice, si piensa, si escupe cócteles molotov, si apaga fuegos lanzando granadas, o si es un auténtico visionario. Para todo tiene mi amigo un visión especial, su postura ante cualquier asunto es siempre sorprendente. Sucede muy a menudo que comienza su discurso en un extremo llamando así nuestra atención para reubicarse lentamente hacia una posición más acomodada. Pero atento, que si ve que alguien se despista vuelve a la carga con una retahila de patrañas incendiarias, desbancando todas las ideas que había defendido minutos antes con fervor.
Un día mi amigo, al que llamamos Sir Walter Bradbury de la Petanca por sus contínuos aspavientos de falso cortesano, nos hablaba de cómo se había formado el universo, él era harto conocedor del tema, había leido en internet tal y cual artículo, conocía revistas extranjeras especializadas que contaban las verdades que a nuestro gobierno no gustaba que se supiesen, incluso llegó a insinuar que había sido protagonista de un avistamiento extraterrestre. ¿Cómo estás tan informado en el tema, Sangenis? Le pregunté burlándome de él comparándole con aquél chaval catalán que en los noventa decía que había visto cómo un ovni, del cual vió salir a tres humanoides, aterrizaba en el tejado de su casa para secuestrar a su madre. Jamás te he visto con nada relacionado con ese tema, nunca antes habías hablado siquiera sobre que te interesasen estos... asuntos. Iba a decir otra palabra, pero sé que se enfada si cree que nos tomamos a broma las cosas de las que habla con pasión. Boa, me contestó, tú sabes que cuando voy a tu casa me subo los seis pisos andando, ¿verdad? y sabes por qué es. Sí, claro , dije, toda tu vida viviste en una casa sin ascensor, te gusta subir escaleras. Esa era la razón que había esgrimido desde que le conozco, pero yo sabía que no era la verdadera, compartíamos un secreto que hasta él mismo había olvidado. Sir sufría pequeñas alucinaciones pasajeras, extrañas y macabras visiones del futuro que nunca se cumplían pero que le atormentaban contínuamente. Una vez esperaba al ascensor en el portal de mi casa cuando en el preciso instante en que se disponía a abrir la puerta recibió un flashazo cerrándola repentinamente. Hay un cadaver, dijo en voz alta, le han asestado trece o catorce puñaladas, es una mujer... joven... rubia, aunque no muy agraciada... tiene los labios morados... debió morir hace horas... y... y el habitáculo es una bañera de sangre. Dió un paso atrás y se dirigió hacia las escaleras de la finca, dispuesto a ascender hasta la casa de mis padres. Esto lo sé porque el conserje presenció la divagación de mi amigo, no te vayas a pensar que me invento los silencios de una anécdota. Cuando le abrí la puerta le note muy nervioso, desconfiado, no tardó en contarme lo que le habia pasado a esa pobre chica a la vez que maldecía por no haber llegado a tiempo. Salí de casa y llamé al ascensor, con cuidado y mucho miedo abrí la puerta para no encontrar nada alli dentro. Traté de calmarle y nos pusimos a jugar al Mariobros.

Sir daba hoy una nueva versión. no existía tal cadáver rojigualda, nunca existió más alla de su perturbada imaginación. Lo que sí existía era una puerta a otro mundo en el ascensor de la casa de mis padres. Aquél día viajé en el tiempo, bueno... no sé si viajé en el tiempo o en el espacio porque a ellos no les interesa, ellos tratan de engañarte todo el tiempo, tratan de mostrarte un poco... sólo lo suficiente... para que te hagas una idea vaga de lo que hay... para que pienses, para que crezcas a tu antojo... a tu ritmo... Al señor de la Petanca le costaba hablar con fluidez, se le notaba nervioso, irracionalmente descolocado, mirando constantemente el techo del salón de su casa. A ellos no les interesa mostrártelo todo, no les conviene, prefieren enseñarte la casa de Elvis, la del gran Buddy Holly, la de Rodrigo, no sé, cualquier cosa que te deje feliz un rato, cualquier cosa que te haga pensar cuando estés de vuelta... y como en su espacio el cuerpo humano no se degrada puedes vivir muchos años allí y te devuelven al mismo momento en que te hicieron desaparecer... es una cosa de locos... lo sé, pero es real... a mi me pasó.

¿Y... cómo fue?
Pregunté con miedo. No lo sé, pero eso no importa, la cuestión es que fue, y pude volver ¿no? Estoy aqui.

Sí, el estaba ahí, delante de mi, bebiéndose un té helado en la semioscuridad del salón de su casa, de lo que no estaba yo tan seguro es de que él supiera que allí, sentado a su lado, también estaba yo.

lunes, 1 de junio de 2009

birbam.

De todos los lugares que no conocí hay uno que me dejó un poso del que jamás he podido desprenderme. Un lugar gris y magenta, una ciudad de lunares y carreras en las medias, una villa como un ladrido de parpusas pisoteando un baldosín. Un ojo de buey al mundo que da la espalda a la vida. Un eterno corredor de inmensos ventanales, un sueño y, al fin y al cabo, una mentira.

De todas las ciudades del mundo es en birbam, sí, con minúsculas, donde una vez fui feliz sin saberlo. birbam es un gigante malhumorado que no necesita disfrazarse con mayúsculas para ser una gran ciudad con carreteras de circunvalación y murallas medievales olvidadas. No necesita acicalarse para ponerse guapa y, sin embargo, lo hace y se estropea cada mes de diciembre. birbam no necesita tradición para ser historia pero quiere mezclarse con otras ciudades y perder su identidad, pasar desapercibida, abandonar al atardecer su boina en cualquier parque y esperar a que las piedras lloren por ser piedras, esperar que los gatos hablen y se olviden de escalar la fortaleza ya derruida.

birbam amanece cargada de chisperos en el cielo, nubes goyescas que soplan redecillas a las cabezas de aborígenes pardos que pelean por aclararse los cabellos mientras buscan empecinados lianas de buñuelos que llevarse a la boca para romper el ayuno. Churros, porras, tejeringos, tostadas, rosquillas tontas y listas. birbam se va desperezando con el ruido de los coches en las grandes avenidas, con los gritos infantiles en sus calles medievales, con olores que abren boca y viejos pasodobles que suenan en la radio. birbam respira sin esfuerzo, sana, o al menos eso cree, así se siente, fuerte, joven, desconociendo que un cáncer le lleva corroyendo las entrañas desde hace mucho, mucho tiempo.

birbam está como ausente hasta la hora del vermú, momento en que los devotos acuden a las parroquias de cada esquina a empaparse el vientre con cerveza. Después descansa, no hay espacio para trabajar o aparentarlo y generalmente un bostezo es un abrazo caluroso y tres millones de besos desperdiciados por el suelo. Las tardes viajan en tranvías enterrados por el alquitrán de las playas soñadas cada Agosto. birbam tiene una playa en cada azotea pero lo desconoce, prefiere quejarse a abrir los ojos y verse a sí misma atardecer desde el cachito egipcio que esconde. Porque birbam no es sólo el pichismo imperante de barquillos, no te creas, birbam es tierra de todo el que llega, de todo el que estuvo una vez y se marchó, de todo aquél que no imaginó siquiera pisar la huerta que en tiempos hubo.

Y cuando llega la noche se viste de filipina, y vacila con su mantón a quien la mira, y se para a conversar con los organilleros muertos de su gran vía, y se constipa y estornuda la muy casquivana, e inventa historias de sí misma y las graba en un cassette. birbam sueña toda la noche que no duerme, que no acaban nunca los días, que no termina nunca de sonar al revés la cara B del aquél disco de Agustín Lara.

Abur.

domingo, 10 de mayo de 2009

En el inicio

En el inicio ensalzamos praderas, mares, bosques
e ilícitos tobillos desnudos de follaje.
Escalamos el monte de desconocida cumbre
y allí retrocedimos, cobardes y cansados. Entonces quedé solo,
y custodié sin tormento su aspecto en la retina.

Entonces fue que soñé que aquella era mi tierra
y le canté a las praderas de savia fingida,
a mares de uralita y bosques de carbón.
Le canté a las veletas fandangos otoñales,
rezé por las llanuras de raices yermas.
Me aconsejé a mí mismo, a nadie más atiendo,
a nadie más escucho si nadie más soy yo.

En el inicio adquirimos doctrinas celestiales,
imágenes sin nombre, volátiles recuerdos.
Nos encontramos sumisos, adiestrados cual tormenta
manejada por dominantes dioses domadores.

Y el canto se extinguió. Yacía inmóvil,
estancado en membranas omitidas de la tierra,
del polvo, de la arena, de las piedras.
Piedras beatificadas y misericordiosas
piedras en el vientre enlazadas con argollas.

Nunca violé aquél monte púber de los parques,
nunca trabajé la tierra desquiciada de arrobas,
nunca, repito, nunca me empapé.

viernes, 8 de mayo de 2009

Mi amigo Cataratas

Hace escasamente uno o dos días me encontré entre un par de botellines demasiado fríos con un amigo al que solíamos llamar Cataratas. Mi amigo, al que no llamamos así por los enormes vidrios que adornaron de niño sus ojos, ni por su afición por visitar cada verano las cascadas de El salto del ángel, Iguazú, Victoria, o el Niágara, estaba realmente contrariado observando con la languidez propia del derrotado el interior del cuello de su botellín. Resoplaba, bufaba y hasta gruñía con cada uno de los comentarios de los borrachos parroquianos. Resultaba extraño y cómico al mismo tiempo verle así, disfrazado de basilisco, renunciando a su temperamento eternamente risueño y despreocupado.

Yo que no soy de los que se meten en los asuntos de los demás, que no suelo preguntar ¿cómo estás? por miedo a que me lo cuenten y terminen de amargarme el bonito día que por fin acaba, me vi en esta ocasión obligado. Estoy hecho mierda, amigo. Ya no confío en la raza humana. Empezó. Y mucho menos confío en los españoles de más de cuarenta años. Lo cual me resultó comprensible. Me avergüenzan, me dan vergüenza. Se venden... No nos vale con vender cosas, ahora las ideas se venden, las palabras se venden... ¡la mierda se vende! Exclamó. Pero es que además se compra, el noventa por ciento de nuestras relaciones se deben al interés, a agasajarnos con regalos o con palabras, a corrompernos las infancias, a maltratar nuestra inteligencia. Nos tomamos por tontos los unos a los otros, nos lanzamos piedras, nos criticamos por nuestras ropas, nos arañamos, nos pisamos, nos quitamos los asientos en el bus... Y siguió despotricando incoherencias bajando el tono de su voz paulatinamente.

Dejé de prestarle atenión por unos minutos, hasta que le oí farfullar al cuello de su camiseta Esos políticos, esos políticos que dejaron de soñar, esos que no nos dejan soñar. Pero Cata ¿de qué hablas? Eructé. Sus divagaciones llegaron a un punto que por incomprensibles llamaron aún más mi atención.

Mira, Boabdil, hace años, una tarde de verano, me encontré a cierto político socialista que me miró realmente mal. Yo iba vestido... bueno tú ya sabes cómo vestía yo hace años. Cataratas tuvo una adolescencia algo complicada aunque muy divertida, estuvo casi dos años viviendo en una Okupa, aunque él prefiere contar que fueron cinco. Solía encontrarme con él en Malasaña, en la plaza de San Ildefonso cuando estaba poblada de árboles y orines, agarrado a una flauta que maltocaba, con cresta y cara de niño pera, con su horrible y pulgosa perra Metadona. Entonces se oía entre los habituales del Grial que mi amigo se había comido una rata por treintamil pesetas. Contaban que un yuppie repeinado con ricitos en el cogote se bajó un día de un taxi y por el mero hecho de reirse del costroso chaval que aporreaba a destiempo un cubo de basura cantando un villancico en Semana Santa le ofreció las treintamil pesetas por cazar, despellejar, cocinar y comerse una apestosa rata. Una leyenda absurda que Cataratas desmintió una y mil veces en aquellos ambientes. Sin embargo entre nosotros, sus amigos del colegio, se le quedó el mote. Llevaba esa camiseta negra con cuatro caras del Che, no sé si la recuerdas, y estaba cruzando una calle, no recuerdo cuál pero era una muy ancha. Todavía no iba con cresta, creo que debía tener unos catorce o quince años y la cara llena de granos. El caso es que este tío, este politicucho, cruzaba con su nada modesto coche la misma calle que yo, ralentizó su velocidad para mirarme bien la camiseta y después la cara. No olvidaré nunca su cara de desprecio, sus ojos azules clavados en mí, su gesto torcido de desaprovación. Esa cara de imbécil se moría por recibir un guantazo.

Hubo un silencio, que aproveché para pedir con todo el sigilo posible dentro de un bar un par de botellines más. Pues hoy me ha pasado más o menos lo mismo. ¡Hoy! Catorce o quince años después me he vuelto a encontrar con otro político socialista, nos hemos cruzado cara a cara, caminando por la calle, en el descanso del curro, ¿sabes? Que me he ido a tomar un café yo sólo, a desconectar de todo. Pues el tipo me llevaba mirando desde muy lejos con cara de haberse comido un hongo ¡alucinaíto perdío que bajaba el pollo la calle! Y todo porque en mi camiseta decía Cuba.

Pero Cata, no entiendo, ¿cuál es el problema?
Le pregunté. En ocasiones conviene no entretenerse mucho con las palabras. ¿Cómo que cuál es el problema? ¡No lo entiendes! ¡Esos hombres! Esos que dicen que lucharon contra el dictador, que de jóvenes pensaban que el mundo se podía cambiar, están ahora bien sentados en sus poltronas, bebiendo el ron que antes no se podían permitir, fumando habanos, y traicionando desde el primer momento que ponen los pies en el suelo cada mañana aquello que dicen que fueron. Y lo peor de todo es que nos miran por encima del hombro a quienes aún creemos en lo que ellos creyeron, como si la lucha se acabase con ellos, como si nosotros no tuviesemos derecho a soñar. ¡Joder, Boa! ¿Me entiendes ahora? Me avergüenzan, me dan vergüenza.

Apuré el final de ese botellín, asentí, dejé unas cuantas monedas sobre la barra del bar, y me marché. Caminé hasta la esquina más próxima, dí media vuelta y desanduve mis pasos, volví a entrar al bar y dije ¿Sabes, Cataratas? El hermano de mi abuelo le rompió la cabeza a un diputado de la República en el Parque de París meses antes de que empezase la guerra. Eso sí que es vergonzoso.

jueves, 23 de abril de 2009

23 de Abril.

¡Ay, Cosito! De todos los amigos que tengo eres el más bocazas, juas juas juas ¡qué manía con meterme prisa! Simplemente esperaba a que llegase hoy, día de San Jorge, para recibir un libro de regalo de parte de algún amigo y un poco de cariño de Doña Inspiración. Pero aún no ha llegado la hora de lo uno o de lo otro. Bien sabes qué es eso de hablar por hablar, no digo que tú lo hagas, digo que lo sabes. No te me enfades. Hoy que sabemos que hay un político que quiere un huevo a un amiguito del alma ¡no te voy a querer yo a ti! Tú que borrabas las estrellas de mis medias lunas y dibujabas aes dentro de un círculo. ¡Cómo hemos cambiado! Nada, no hemos cambiado nada. Yo por lo menos sigo llorando desde que abandoné Granada. ¿Era Granada o era otro lugar? ¿Carrión? ¿Gibraltar? ¿Quilmes? ¿Canudos? ¿Macondo? ¿la Corte y villa?

Hoy no, pero otro día te voy a hablar de mis amigos, de los que me apetezca, de los que me den razones, o de los que me dejen. Hoy no, mejor otro día. Hoy tengo que llorarle a William y a Miguel, y perseguir a Max Estrella por las calles de este Madrid.

Abur.

miércoles, 22 de abril de 2009

Con estos bueyes hay que arar.

Las cosas nunca vienen dadas porque sí. Al menos eso es lo que me ha dado por pensar últimamente. Reconozco que es un idea cercana al adoctrinamiento católico que recibí siendo niño, aun con matices. Cualquiera diría que soy hijo del franquismo (en cierta manera todos lo somos) y no del milagro democrático español. Era mi escuela un colegio católico, de un catolicismo leve pero trasnochado, mi amigo Boabdil se entretenía pintando en las mesas medias lunas y era castigado por proselitismo a pasar las tardes con una tierna monja, pasaban las horas mirándose a la cara contando mentiras. Boabdil las improvisaba. La hermana se las sabía de memoria. En ninguna de aquellas tardes se le explicó a mi amigo qué mal, además de destrozar el mobiliario del aula, cometía al pintar a Catalina sonriendo a una estrella que le cuelga del flequillo, o qué significaba esa maldita palabra que le estuvo persiguiendo durante algún tiempo. A Boabdil le persiguen las palabras y se enfada con ellas o con quien no las tiene en su vocabulario. Como cuando se enfadó con sus padres porque no le habían explicado nunca qué era una plañidera. Boabdil, por supuesto, nunca creyó en dioses ni reyes, y jamás se hizo mahometano, el mote le vino por herencia. Simplemente le gustaba molestar y proclamar una nueva invasión árabe necesaria, y así más tarde comenzó a pintar las paredes de las facultades de ciencias de ciertas ciudades universitarias con lemas incendiarios contra las teorías evolucionistas de Darwin. Por incordiar, lo solía hacer todo por incordiar. Del mismo modo que ahora no ha redactado ni una mísera línea que compartir. Por fastidiar, simplemente.


La vida no ha sido con él ni justa ni injusta, sino que pasa sin prestarle demasiada atención.


Decía que las cosas nunca vienen dadas porque sí. Mi experiencia en la Argentina fue muy positiva, pero no fue un cielo despejado en el que ver el horizonte esplendoroso que suelen cantar canciones de regímenes absolutistas del siglo XX, más bien fue un largo nubarrón con determinados claros. Dulces, carnosos y sabrosos claros que me consolé en pensar que vinieron porque antes lo pasé mal. Sin embargo aún paladeo con gusto las mieles aquellas y olvido los malos ratos.


Tengo un amigo que ya no tiene edad para tener granos en la cara, sin embargo cada vez que llega la primavera le sale el mismo jodido grano en la mejilla derecha, a unos dos o tres centímetros bajo el ojo. No puedes imaginar lo mucho que estas apariciones le perturban cada primero de abril. En tiempos se escondía en casa y no nos dejaba ir a visitarle. Hoy lo lleva mucho mejor, ya ha madurado, o al menos eso cree, y mira para otro lado cuando alguien le recuerda la omnipresencia de esa espinilla eterna. Luego corre al espejo más cercano a mirarse nervioso de reojo, como con miedo, y se dice con la boca pequeña: si estás ahí es porque aún soy joven. Mientras tanto se le va cayendo el pelo en la coronilla, pero eso ya no le importa, alguna chica le dijo un día que los calvos eran muy atractivos. No hay mal que por bien no venga, no hay mal que por bien no venga, se repite como si fuera el conejo de Alicia a través del espejo con distinto parlamento.


La vida viene mal dada, ya está, no hay más. Vendrán días mejores, no me cabe la menor duda. Y mi amigo no tendrá ese estúpido grano, e incluso lo recordará con cariño, y se mirará al espejo y se dirá alguna vez: Yo no sería el mismo de no haber tenido ese grano. Aquél grano me ha hecho más fuerte, soy lo que fue el grano aquél. Aunque también llorará por la maldita espinilla y tratará de olvidarla, no nos engañemos. Y es que como dice una amiga de mi abuela: Con estos bueyes hay que arar. No queda otra. No vale echarse a un lado y llorar, la vida es para los valientes, para los que no se rinden, para los que no se acongojan, es hora de dar batalla, hoy más que nunca.

domingo, 19 de abril de 2009

¿Y por qué el coso?

Entonces yo estaba en Buenos Aires oliendo el asadito por Coronel Díaz y Güemes, o Corrientes y Anchorena, o en cualquier otro cruce, ¿qué sé yo? El caso es que en seguida me sentí como en casa (esta es una inmensa mentira, pero dejémosla ahí, ya que a fuerza de repetirla se convertirá en verdad salvo que andes buscando armas de destrucción masiva), y veía Madriz detrás de cada calle, detrás de cada rostro, o delante de cada apellido. Me acostumbré pronto a dar solamente un beso en una mejilla, a soportar quemarme la lengua cada vez que tomaba mate, a tomar mate sin quemarme la lengua, a agarrar la cuchara, a tomar el colectivo, a tantas cosas...

Entonces estaba yo en Buenos Aires, con algunos complejos de gallego por pulir, con los ojos bien abiertos y las manos en los bolsillos, y caminando poco por la city porteña, viajando en Subte sólo por el día. Buscando a Valdano. Sí, buscaba a Valdano, no al ex jugador y ex entrenador de fútbol, no al verborréico pseudo-filósofo en persona. Buscaba esa esencia que no me costó encontrar con ciertas dificutades. Era fácil encontrar a un argento que dijese con dieciseis palabras lo que yo decía con cuatro, era realmente sencillo, tanto como patear un adoquín levantado en cualquier vereda porteña para que saliese un pibe que se cagaba en la concha de la madre del torpe tropezador para terminar con un Che, ashudáme, asercame el coso ese. ¿Qué coso? ¿Qué era eso del coso? Resultaba aún más fácil ser convidado a tomar mate y facturas cualquier tarde, resultaba más fácil y más gratificante la gentileza argentina y, que señalando un cuchillo o un jarrón lejano se te inquiriera: ¿viste ese coso? ¿y ese otro coso? ¿y este? Sí, es bonito el ratón de tu ordenador. ¿Ratón? ¿ordenador? Estos gashegos cambiándole el nombre a todo. Pará un cachito, ¿yo le cambio el nombre a todo? ¿y vos? que le llamas a todo coso? Y la discusión se cerraba con las carcajadas comunes. Antes de llegar a Baires, tenía una imagen de los argentinos como si todos ellos hubiesen nacido con un diccionario bajo el brazo, (Tuviste un niño. ¡Qué bueno, doctor! Decíme que trae un diccionario de María Moliner, que el mayor vino con uno de Ramoncín). Creía que en los hospitales se repartían licencias para explotar toda la incontinencia verbal. Es cierto que hasta el más torpe domina un léxico verdaderamente amplio, es cierto si tienen más de cuarenta años. Pero también es cierto que una gran parte de la población llama coso a todo lo que tenga delante de sus narices, costumbre que según me han contado más adelante es propia de gallegos, pero de gallegos de Galicia. Así que qué menos que rebautizarme como El Coso, parecía y parece lo lógico, lo más natural. Me mudé al Abasto, al Centro Argentino de Teatro Ciego, donde planteé estas estúpidas diatribas y nos rebautizamos como El Coso del Abasto, como si fuese un título nobiliario de una nobleza aún por inventar, descatalogada y vilipendiada por los libros de Historia, inconscientes de la semilla que estábamos plantando. A mí me valía con ser el Cosito del Abasto, no en vano en mi casa, con mis hermanos, nos llamábamos unos a otros cosito por burlarnos unos de otros, por lo ridículo de un término que creíamos posible pero no probable, ya que las cosas, o una cosa, tenían y tienen un género, el femenino, difícilmente mutable. Así me rebauticé en mi llegada a la vieja Europa como el Coso de Chamberí, ya no estaba (aunque quisiera) en el Abasto, en aquella gran casa de Yanyoré (Jean Jaures), mirando al cielo y a las villitas a un mismo tiempo, agarrando por los cuernos al toro de la vida en el coso que fue para mí la capital argentina.
Desde lo más profundo de mi corazón ¡Aguante Argentina!



Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española:

coso1.

(Del lat. cursus, carrera).

1. m. Plaza, sitio o lugar cercado, donde se corren y lidian toros y se celebran otras fiestas públicas.

2. m. Calle principal en algunas poblaciones. El coso de Zaragoza.

3. m. ant. Curso, carrera, corriente.


coso2.

(Del lat. cossus).

1. m. carcoma (insecto coleóptero).