jueves, 24 de septiembre de 2009

Andrés habla de Irineo.

Sabíamos por Andrés que Irineo trabajaba en tal o cual negocio, que si una casquería, si una famosa tienda de zapatos en el centro, que si recogiendo cartones con los chamarileros de la barriada cercana, bla bla bla. Andrés venía con noticias de Irineo cada cierto tiempo, ya que los trabajos, ya sea por desinterés o por sus insaciables ganas de prosperar, le duraban poco tiempo. Y así fue probando muchas profesiones hasta que se acomodó en una churrería. Entonces fue cuando dejó de ser necesario cruzarnos de calle si veíamos a lo lejos al adolescente Irineo, simplemente desapareció. Sólo Andrés seguía sabiendo de él en todo el barrio.

Iri sá comprao un coche nuevo, la vida le va bastante bien aunqueee… no para de currar, vive pa ese negocio que tiene, lo de loh churroh, é mu sacrificao, chaval, que ahora é su propio jefe ¿eh? É una lástima ¿verdá? Si no cualquié día déstoh se venía a tomá unos vinoh a lo del Braulio... Mía que yo se lo digo, pero ná tíoh ¡me cambial tema! A veceh dice no se qué de que oh cruzáih de acera, de que no quisistéih sé suh amigoh cuando sizo pobre, no sé, no sé de qué habla, creo que está pallá. A veceh quedamoh en el bar dese amigo suyo... ¿cómo se llama? El Culebrillah le dicen al bá, pero él... ¿cómo se llama él? No caigo, sí, joderrr, como el extremo derecho del Rayo, ese que se daba de vuelta pá envolvé a regateá a loh contrarioh...¡Sir, coño! Tú tiés que saberlo ¡Enga hombreee! Ese que jugaba cuando Hugosánches, que sí, hombre, que sí lo sábeh... ¿Cómo? ¡Tate, eso é! ¡Onésimo! Loh mismoh ricicoh tié el tío. Poeso, que amoh al bá déste pibe, que tié unos mejilloneh al vapor que son lo mejor ca parío madre, te loh pone con su mayonesita y tó ¿sabeh, niño? ¡Estáaan de puuuta madre! Anda que no mabré tirao yo allí tardeh tudiándome el Marca con una cervecita y un platico mejilloneh... Sin el Iri y tó, que me tratan como a un señó ¡y la birra! La birra tá superfrejca, entra solita, que no tiés que hacer esfuerzo alguno, se bebe con pajita ¡no teígo máh! A lo que voy... que resulta que el Iri se noh casa. Con la piba esa, la que conoció en las fiestas de Sigüenza, la morena esa que tá tó güenaaa, ¡mira el Sir cómo se ríe! Poquél la visto, quél la conoce, ¡eh! ¿a que sí? Pooo se casa el tío, tá tó pillao, dice ques la mujé de su vía y no sé qué chorráh máh. Tá hecho un pringao. Peo se le ve bien al tío. Tó colocao, tó seriecito, con su coche nuevo, uno familiar que digo yo debe seh que la parienta tié un bollo calentito en el horno. Ojo quél a mí no ma dicho ná de eso, que son cosah míah. Dice que hay que prevení, que habrá que í pensando en formá una familia ¡chorradah, no teígo! Que si el negocio funciona habrá que pensá en expandirse, que ya no somoh niñoh, que me paece a mí que tié muchoh páharoh en la cabeza el Irineo ¿no creeíh?

Y Andrés se pierde en sus ideas y dejamos de prestarle atención. Y seguimos a lo nuestro, al partido de la tele, a las chicas de la calle o de la mesa de al lado, a las noticias políticas o a las conversaciones cercanas, como si Andrés no hubiese empezado nunca a hablar de Irineo. Pero cada uno de nosotros tiene una idea en la cabeza durante toda la tarde, una idea que nos martiriza más tarde entre sábanas y nos despierta a la mañana siguiente como un martillo golpeando en la pared del vecino, como si fuese el problema de otro, el problema que agarramos por dos días y soltamos cuando empieza a quemar en las manos. Y me juro que si hoy me encuentro a Irineo por la calle no me cruzaré de acera sin saber que cuando dejé de atender a Andrés dijo que Irineo se mudaba, quenel pueblo délla no hay churrería y creen que es un negocio de futuro.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Una tarde cualquiera.

Son las cinco. Una hora más en la península y aunque el mar me rodea esto no es Canarias y ni siquiera se le parece. El caso es que son las cinco de la tarde y mi jornada, al fin, ha terminado. Me quito la chaqueta azul con la que trato de proteger mi ropa ya destrozada por el óxido y el aceite y me la pongo sobre el hombro derecho, agarrándola por el cuello con un dedo, probablemente el índice o el corazón. Con el pulgar o dedo gordo que se come el huevo por el que han trabajado los otros cuatro resulta probable pero poco posible, otros día sí que habré tomado mi chaqueta con ese dedo pero hoy... hoy no. El anular sólo lo utilizo para hurgarme la nariz, es manejable y da más gustito, y el meñique... ¡ah, el meñique! Tiene tanto que contar que siempre calla, se esconde en la palma y espera su momento atrofiándose lentamente, hace las cosas bien, despacio pero con esmero. Estaba diciendo que son las cinco, bueno, son ya las cinco y cinco y me dejo llevar por los primeros seis segundos de sol en el día sobre mi cara, me quedo quieto y hasta bendigo el constante txirimiri. Camino hasta mi casa disfrutando cada bocanada de aire como si fuese la última, andando con el garbo que no tengo, hasta muevo las caderas y bailo como si fuese el Tony de West side story. Llego a casa y arrojo la chaqueta a una silla al entrar en el salón, y me tumbo en el sofá a mirar el techo hasta que me decido por encender la televisión o el ordenador ¡o no haga nada, qué coño!

¡Mira! Parece que escampa, están bailando las nubes y puedo ver el cielo azul ¿era ese su color? También me entretengo esperando a que hagan ruido la pareja de ratones que viven en la cocina (bajo el motor de la nevera), o buscándole la sombra a los árboles, sintiendo que anochece, soñando que amanece y tengo una mujer creciéndome en el bancal.

Hace ya un par de semanas que no veo al conejo furtivo que indagaba en la basura como un gato y se pasa la tarde rícamente sin darme cuenta, y te estoy escribiendo pero... algo tendré que cenar.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Tac... tac... tac. Son sólo ruidos.

Me gustan los ruidos. El silencio también, pero los ruidos...

Me sugieren imágenes, me cautivan y se emborrachan las tristes neuronas peleadas desde hace ya tiempo. Me fascina oirte a lo lejos rasgar el violín con una sierra. Me inquietan tus tacones corretear veloces en mis tripas secándose al sol de la estepa castellana. Me agitan las excitantes gotas de lluvia golpeando tejados de plástico. ¡Peuvecé!

Se rompió la poesía con un manotazo hueco en la mesa.

Se quebró el exhausto silencio envidioso eterno,

derrotado porque nadie,

salvo dos poetas que lo destrozan declamando sus beneficios a voces,

le presta suficiente atención.

Se desquebrajó así el jarrón contra una colchoneta,

huyó la fuerza ante el rompecabezas,

ganó la maña,

se rasgó las vestiduras Adanieva,

gritó el desierto, lloró el doctor al sentirse nacer,

se tronchó la rama de la manzana de Evaiadán,

murió la magia en Sanjuán,

se rajó el relojero y gimotean las agujas,

el tiempo siempre vence. Siempre.

Se está agrietando la piel del toro aquél que nadie toreó.

No sé por qué pero sé qué es el ruido que estoy oyendo. Lo reconozco como si estuviera paseando receloso por la calle del olmo y sin embargo estoy en el interior de una gran casa de inmensos ventanales deambulando por un estrecho y oscuro corredor sin más rumbo que encontrar una salida, casi hipnotizado por el rítmico golpeo constante. No está el de la cara hendida y las cuchillas afiladas. Sólo estoy solo, yo, y para variar... desvariando.
Tac... dos segundos de silencio, tac... dos segundos más de pausa, tac... y vuelta a empezar. ¿Cómo que vuelta a empezar? ¿Por qué separa mi mente de tres en tres las percusiones? ¿Por qué conozco el origen y no la procedencia de ese golpeteo interminable? Porque intuyo sin saberlo que en algún momento encontraré una puerta al final de este largo pasillo y la abriré a hurtadillas sin que cruja el suelo, y meteré la cabeza en una aún más tenebrosa habitación. Me deslizaré en zigzag y sentiré un cosquilleo frío abrasarme desde la tripa hasta la coronilla que crecerá más si cabe al ver lo que sé que encontraré: el origen de ese ruido.
Entonces desearé no haber salido nunca de la bolsa primigenia de mamá, de mi cordón alimenticio, de las paredes viscerales, del entender sin hablar, del toqueteo incesante.

Y ahora que estoy viendo el original golpeo hechicero, el cautivante ritmo dictatorial, la ausencia de voluntad y percusiones en un tablero de ajedrez por venas o arterias en que corro, me tenderé a su lado hasta que me descubra, me agarre por el cuello y me eche a su puchero. Así se fue el sueño como vino, me dieron de comer y fui comido.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Irineo.

Irineo trabaja de sol a sol. En su caso no es más que un decir ya que cuando Irineo pone el pie derecho en la moqueta Lorenzo apenas ha empezado a quitarse las legañas a la altura de Palestina. Se ducha dos veces para quitarse el permanente olor a aceite que le persigue, se viste con desgana y se peina con las manos. Calienta el poco café que le queda del día anterior y moja en él dos tristes bizcochitos duros como garrotes de abuelo. Después se cepilla los dientes y observa con extrañeza su rostro en el espejo. Y así todas las mañanas. Al fin está preparado para encarar el nuevo día.
Suele contar, a quien le escucha, que su abuelo también trabajaba de sol a sol, que fue un hombre que se hizo así mismo y que por eso le admira, que siente que desde mucho antes de nacer estaba predestinado a seguir sus pasos. Por alguna razón mis padres me bautizaron con su nombre se decía.
El niño Irineo había sido objeto de las burlas de todos sus compañeros a causa de su vetusto nombre, o como a mí me gusta llamarlo La gracia en el ojete de sus padres. La originalidad de la maldad infantil es insospechada y en ciertas ocasiones, como ésta, inenarrable, aunque yo lo vaya a intentar. Para su fortuna y pese a que él no lo sabía era fuerte y orgulloso, y no se dejaba amilanar por berzotas que no sabían juntar letras, mendrugos destinados a borrachos de mala taberna, lápiz en la oreja y tabloide deportivo bajo el hombro. Pero no sólo era su nombre el motivo de unas burlas que fueron creciendo según crecían sus inseguridades. Así, de niño tenía un pequeño problema con su lengua, un músculo al que le costaba arrancar y tropezaba consigo mísmo al iniciar cualquier frase como Roger Daltrey cantando My Generation. Era un tartamudeo aleatorio, iba y venía en días como las nubes imprevistas, y aparentemente no se debían a que el crío fuese un saco de calambres. Con los años fue motivo de estudio en cierta universidad del extranjero. Llevaba gafas y yerros en los dientes, lloraba y se orinaba en clase hasta bastante entrado sexto de EGB. Pero la mayoría de las burlas caían sobre el hecho de que escribía al revés los números tres y cinco, y las letras e, c y la g mayúscula. Era inevitable, ante las constantes burlas Irineo empezó a pensar que era tonto, por esta razón se esforzaba más que nadie en la clase para aprobar los controles semanales que las maestras periódicamente nos hacían. Mientras el niño Irineo se quedaba en casa repasando la interminable lista de los reyes Godos que nunca nadie le obligó a estudiar otros preferíamos pasar las tardes pateando una pelota hecha con papeles y cinta adhesiva en parques en los que los árboles eran farolas y los bancos los ocupaban cagaditas de paloma. Estaba convencido de que iba a heredar el negocio familiar, la carpintería de su abuelo, al que tanto admiraba, sin embargo esa seguridad no le hacía olvidar su interés por el conocimiento.
Y como a perro flaco todo se le vienen pulgas el abuelo murió dejando en herencia una deuda faraónica que acabó con el padre de Irineo en la cárcel durante un tiempo (aunque nunca estuvo muy claro que ésta fuera la razón por la que el padre de mi amigo viviese entre Alcalá y Meco durante unos meses y después jamás volviese al barrio más que de visita). A mí eso no me va a pasar, repetía el niño Irineo sin que supiésemos si hablaba de la deuda de su abuelo o de la nueva casa de su padre. Fue en esos días cuando vinieron a buscar a Irineo. A todos nos parecía que una maldición perseguía a los Irineo, y como estúpidos adolescentes cuando volvió le fuimos dejando a un lado. Al principio no le llamábamos, después no estábamos en casa, y luego nos cruzábamos de acera si le veíamos por la calle. No contábamos con él ni para burlarnos. Todos menos Andrés Herrera, por supuesto.