domingo, 28 de febrero de 2010

nos tocamos con los ojos sin quererlo

nos abocan y escupimos volvoretas a la boca del volcán
reventamos con palabras las baladas de los viejos fariseos
e inundamos de matices pizpiretos templos de piedra y cristal

sabe dios que no sabemos lo que hacemos
que revoloteamos ciegos cual libélulas
torpes alrededor de luces
y obviamos el alimento evidente...

lentos mosquitos chupasangres
exhibiendo con esa sangre la palabra muerte

alentamos nuestras glorias, nuestro anhelo
predicamos sinfonías con sonajeros
nos miramos desde lejos
nos tocamos con los ojos sin quererlo

sábado, 27 de febrero de 2010

Aún no te conozco y no sé por qué te estoy echando de menos.

Aún no te conozco y no sé por qué te estoy echando de menos
aún no te conozco pero sé que jamás bailaremos
(aún no me conozco ni siquiera a mi).

Aún no sé quién es la cara barbada que hay tras el espejo
aún no me conozco y sin embargo sé que estoy envejeciendo

me escondo entre manijas de un reloj que no funciona,
me empapo con las gotas del sudor que me devora
la piel herida del toro aquél que abandoné.

Aún no te conozco, aunque te tenga bebiendo café en la mesa de al lado
o en la cola del cine agarrada del brazo de otro hombre,
ni tú ni yo hemos reparado en nuestro amor,
ni tú ni yo sabemos que existimos, por ahora.

Aún no te conozco y ya te anhelo, y anhelo también los versos imprecisos,
inconclusas palabras floreciendo de una garganta dañada
por el filo hiriente de las cuerdas harmónicas del arpa roto,
partido en dos por la furia de los dioses griegos
que no comulgan con los gustos de la plebe desnuda de túnicas y peplos.

Aún no te conozco y la ausencia de tu aliento en el mío desquebraja nuestras cortezas.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Dos sueños (silencio y abrazos).

A veces sueño silencios, y más tarde un pitido largo y molesto como de quirófano. Al principio era el desierto, un páramo caduco, evidentemente yermo, probablemente de ceniza, pero poco a poco empezaron a asomarse hojas verdes por allí y por aquí, invadiéndolo todo como las malas ideas. Las matas fueron creciendo de aquella nada y como si nada, y en las matas empezaron a brotar bayas, y las bayas atrajeron a una pareja de jipis suecos que simplemente pasaban por allí con su vieja Westfalia. Los jipis empezaron a engendrar hijos y a cultivar los campos, pero no decían una palabra, ni siquiera entre ellos se dedicaban una palabra de afecto o una tímida caricia, sólo me prestaban atención a mi. Me miraban con sus ojos grises como si fueran afilados filos de navaja y me pudieran traspasar con apenas violencia, como si yo no estuviera, no puede oirnos, no existe debieron pensar. Los campos empezaron a dar gallinas en vez de trigo. Unas gallinas adultas, muchas de ellas cluecas, pero la mayoría ponedoras; sin embargo no eran huevos lo que ponían sino granos de maiz, uno cada día, puntualmente, a las 13.52, unos granos de maiz de un tamaño tal, que pronto en las noticias empezaron a decir que aquellos frutos eran como tres campos de fútbol. Eran todas unas gallinas mudas sin gallos maleducados que despertasen por las mañanas, unas putas gallinas perezosas con muelles en los huecos de los ojos. Alguna vez al mirarlas fijamente, como tratando de hostigarlas con mi presencia y atención, ha caído al suelo algún ojo gallináceo, y tras éste un muelle ha salido disparado hacia mi, clavándoseme en el pecho, en las pantorrillas o, aún peor, en los inflados cachetes. Juro que en esas situaciones he gritado hasta quedarme ronco violentos alaridos como si estuviese la muerte acechando con su guadaña tras la puerta de mi casa, pero... nunca, repito, nunca me he oido gritar, nunca me han siquiera mirado la pareja de suecos o los múltiples críos y amigos que han venido a ocupar mi sueño de silencios. Y abro los ojos y alcanzo a ver que el desierto aquél ya no lo es, y hay grandes edificios de paja y barro y una calle principal de adoquines y una plaza con un jipi montado en un burro hecho de adobe, y un silencio que se rompe sólo con los pitidos diarios de quirófano cuando se está acercando la noche por la carretera que han construido para que vengan otros jipis al pueblo este que debería tener mi nombre pero que se llama... ¡oh, mierda, nunca consigo leer el cártel de la entrada!


A veces sueño, acto seguido, con el final de un abrazo, con dos cuerpos que se despegan después de desearse, a su manera, lo mejor en la vida. Cuando despierto y abrazo a la primera persona que me cruzo en el pasillo o en la calle nunca presto atención al velcro creado entre cuatro brazos chocando dos cuerpos, prefiero disfrutar del momento y creer que es eterno, tratar de eternizarlo en la retina, misión harto imposible ya que nos olvidamos tres abrazos más tarde de cómo fue el primigenio. Porque el primero fue un abrazo silencioso, como dos cuerpos ateridos por el frío de las noches del desierto.
Cuando despierto busco el origen del silencio y lo encuentro en la ausencia. No hay nada y, peor aún, no hay nadie. Y no lo habrá.

sábado, 20 de febrero de 2010

Ventanas del Abasto.

El Abasto, Buenos Aires, en una azotea verde durante
una mañana del final de la Primavera austral de 2008.
Nuestra ventana estaba sobre un almendro
que en la noche por el viento crepitaba,
era un almendro en flor que estaba enfermo
era el runrún que mecía nuestra cama.
Rios Rosas, Madrid, en un balcón gris durante
una mañana en el inicio del Invierno boreal de 2009.

lunes, 15 de febrero de 2010

Agosto en Rosario.

No era ni el más limpio ni el más guapo de todos los vagos que he conocido, seguramente esté lejos, muy lejos, de estar entre los más listos. No alcancé a comprobar si su forma de actuar se debía a algún talento especial o le sobraba con el epidérmico ingenio del don de gente para ganarse el huequito en aquel lugar. Era arrollador, un volcán eruptando sin cesar, hablaba como si su boca fuera un hontanar de palabras perfectamente elegidas brotando a borbotones, libres e irreplicables, voces abruptas y rocosas untadas melosamente en alientos embaucadores. Su canto nos cubría y arrollaba a todos incluso cuando se volvía áspero y rígido, cargado de culebras y escorpiones. (Pudiera ser que nos fuera envenando lentamente durante todo el asado). Resultaba tan arrebatadoramente encantador que sus ofensas eran recibidas con sonrisas y correspondidos con, quizá, algún impertinente y recíproco beso volando desde las dos chicas suizas a las que había invitado. (En realidad el asado era para ellas). Al héroe le acompañaba otro vago, un colorado más grande que él, era un tipo observador que sonreía, era más listo y menos verborreico, más calmado, sabía medir los tiempos y las distancias como un faro. 
Ellos eran nativos, se manejaban bien, era su ambiente, lo controlaban todo, lo explicaban todo con cuidado, adornándose, dotándolo de anécdotas que en sus bocas se convertían en leyendas; se compensaban, daban la sensación de ser  una pareja de película de los años taitantos, una versión argenta de Lemmon y Matthau, cualquiera diría al mirarles que habían nacido para viajar juntos repartiendo asados por los hosteles del mundo a incautas muchachitas (o al menos eso era lo que ellos creían).
Ellas viajaban. Venían desde Colombia, se iban a Brasil, y volverían a la Argentina para terminar el viaje en Tierra del Fuego; en fín, dos chicas suizas normales de vacaciones o dos exóticas europeítas según se mire.  La más petisa trabajaba de maestra  che, linda mina ¿no, amigazo?  una rubia graciosa y preguntona, sí, era para el héroe, él le agasajaba con sus mejores piropos y atenciones; la más alta, sin dejar de resultar atractiva, no era tan agraciada, era más tímida aquella morocha, pero el pelirrojo le atendía y mantenía divertida con sus ingeniosas meteduras de pata.
Yo salía de mi habitación, me saludaron y me invitaron a sentarme, simplemente, no sabía qué era exactamente lo que había ido a hacer ahí que no fuese comerme mi parte del asado y disfrutar de la escena. Así que eso hice, bebí, reí, canté con ellos, compartí mis impresiones sobre la ciudad y escuché embobado las estrambóticas anécdotas del galán aderezadas con mentiras piadosas ¡Bancámela, Gaita!  y toda clase de exabruptos y obscenidades que ellas no hubiesen alcanzado a entender si no es por la  íntima puesta en escena de un espectáculo guarango-mímico-erótico como no he visto en mi vida. Absolutamente educativo.
Pero la cena se fue diluyendo, y el reloj como un maleficio llevó a las niñas a la cama, el viaje es largo y cansa. Nos quedamos los hombres compartiendo vino y cervezas. Ellos dejaron de actuar, se relajaron y la conversación resultó sencilla, más fluida, había muchas cosas que discutir, puteadas mutuas, brazos sobre los hombros, cantos, hermanamiento etílico al fin y al cabo, y así se fue alargando la velada. Quizá fue por el cansancio, o el alcohol, o la luna y el viento meciéndonos la melopea, o por qué sé yo pero...  bajé la guardia y me mostré desanimado maldiciendo en arameo que nada salga como se planea, y que la vida no de más que latigazos a las ilusiones, el colorado aprovechó un segundo de indecisión para espetarme Mirá Gaita, yo no voy a decirte a vos nada que no sepás ya, el mundo es una poronga, vos sabés cómo nos vienen cagando a palos desde hace muchos años. No te queda otra que remar, pibe ¡tenés que remarla! El héroe asentía, se levantó de su silla apagando un pucho contra la mesa, se colocó los genitales con la mano por debajo del pantalón, revisó algo en la billetera y marchó a pisar tardando más de la cuenta en volver. El compadre y yo seguimos charlando animosos, la conversación saltó rápidamente al fútbol, tomó altura con Neruda, huyó a Chile, donde planeó hasta Victor Jara y Atahualpa, de ahí voló a una película argenta de cuando los milicos, y se estampó cayendo súbita contra las bicicletas de Rosario.
El paladín volvió resoplando y sonriente. ¡Che, amigazo!  ¿Me escuchás una cosita que estaba yo pensando? Imaginá que un día estás en la puerta de los cielos che,  y le pedís explicaciones a San Pedro o a Dios: ¿Por qué nunca me diste nada, viejo? ¿por qué me quisiste menos que a los demás?... ¡Che, che, pará un cachito, loco! ¿Y el año que te dí en la Argentina?



A la mañana siguiente amanecí temprano, me marché a dar una vuelta por una zona de la ciudad que no había visitado, a escribir algo al sol en algún parque y a hacer tiempo antes de tomar el colectivo de vuelta. Esa misma semana recibí un mensaje, al parecer el héroe se había colado en la cama de su dulcinea y había sido rechazado recibiendo un severo rodillazo en la entrepierna, ante tal golpe había salido de la pieza reptando como alma que lleva el diablo. La muchacha no había tenido tiempo de encender la luz e identificar al héroe, quien encontrándose a su dama en el descansillo y a sabiéndose enmascarado me culpó a mi de aquella incursión fracasada. Quien sabe si lo hizo por vergüenza o por chanta, o si sólo lo hizo por dar una lección más.