Hace cuatro años paseaba por las calles de Buenos
Aires de la mano de una mujer hermosísima con la que discutir era tan habitual
y placentero como el sexo. Usted aún no lo sabe pero esta oración
introductoria apenas tiene que ver con lo que a continuación va a narrar, a su
manera, el Coso; simplemente intenta hacer uso del manido truco de llamar
la atención proponiendo un escenario: una relación amorosa tan magnética como
dañina. Dicha ocurrencia se debe a tres razones principales: la primera de
ellas nace en la lectura de algún manual de escritura que dice que hay que
enganchar al lector desde el principio con una sentencia que le agarre de la
pechera y le zarandee por los aires; el Coso es de los que piensan que
poco importa que la oración sea coherente con el resto del relato. En segundo
lugar he de decir que a el Coso le encanta despistar a la gente con
enmarañadas interpelaciones. Eso es lo que ha hecho, y lo ha hecho porque lo
verdaderamente importante de ese enunciado preliminar está en el primer verbo: pasear.
Sí, sí, pasear, y no paseaba, porque lo que interesa a el
Coso es el significado de pasear, la razón por la que alguien empieza
a mover pierna tras pierna de manera mas o menos coordinada con intención de
avanzar en una determinada dirección sin que la causa de ese movimiento sea
desplazarse a un lugar específico e irremediable, ¡eso es lo verdaderamente
importante! Y no que el verbo esté conjugado en copretérito o pretérito
imperfecto de indicativo, ¡vaya
una discusión absurda! Eso no le importa a nadie. Y por fin, en tercer y
último lugar, el Coso considera que ya va siendo hora de que el
lector o lectora se dé cuenta que esto no es mas que una digresión tras otra
con la única intención de alargar el primer párrafo con que empieza este
relato.
Arribé por última vez a Capital Federal después
de un largo viaje de doce horas con las rodillas encogidas en un ómnibus que
atravesaba la Pampa desde Bariloche a Neuquén, y de Neuquén hasta la vieja
estación de Retiro. Después de algo mas de un mes viajando por el interior,
después de atravesar los Alpes y perseguir el rastro de Neruda de Valparaíso a
Chiloé, y haber cruzado de vuelta la cordillera andina de Puerto Montt a San
Carlos de Bariloche, había llegado el momento de despedirse de una ciudad a la
que en silencio, en las noches de pizza y tango en la Catedral, en las noches
de güisqui teachers por diez pesos, solía llamar el birbam de
la Movida; una estupidez supina, una revelación nocturna y huérfana de
patrias chicas bañada en fernet y birra por Palermo Soho. Una comparación algo
necia que probablemente se me ocurrió mientras hacía cola en algún boliche de
Niceto Vega en el que no me dejaron pasar, ni por gaita ni por calcetines
blancos, sino por feo, lo cual siempre creí perfectamente comprensible incluso
hoy, que llevo rotos seis espejos de seis cuartos de baño distintos de cuatro
casas en las que he vivido. Y sin ponerles una mano encima, ahí está el mérito.
Aquella mañana del catorce de diciembre de 2008
quise dar mi último paseo en solitario por Buenos Aires, así que no mas llegué a Retiro tomé un taxi con destino a la vieja casa de Jean Jaures y Zelaya,
dejé las valijas y salí a caminar. Una y otra vez, como venía siendo normal
desde que el random de mi reproductor
de MP3 se quedase estancado, la misma
canción retumbaba en los cascos. Sin embargo, mi cabeza todavía no mostraba
señales de cansancio. Faltaban muy pocos días para que llegase el verano, aún
así el calor era tan agobiante y húmedo que por primera vez deseé con
sinceridad absoluta estar en birbam con mi familia y abandonar los
últimos diez meses de mi vida para siempre. Unos pesados goterones de sudor me
caían por la frente y chocaban en mis mejillas con las lágrimas que en una
ataque contra mi voluntad y mi hombría mal entendida mis ojos expulsaban; las
dos aguas saladas en cordial camaradería se me colaban entre las barbas,
conscientes de que yo tardaría mucho tiempo en volver a cruzarme con el pibe
que levantaba cartones por Paraguay y Laprida, o con la florista de Córdoba y
Jean Jaures. Sí, mis cerdas faciales supieron mucho antes que yo mismo que
sería difícil que mis pies volvieran a tropezar con esas calles de adoquines
levantados por las poderosas raíces de los árboles, prueba evidente de la
fuerza con la que Abya Yala (su naturaleza) arrampla, sacude, zarandea e incluso
estremece no ya las almas de los hombres blancos, mestizos, y originarios,
(permítanme que dude de la existencia de cualquier ente incorpóreo, ruego que
los creyentes no se lo tomen como un
ataque directo, sino como un golpe agnóstico al mentón, un croché de izquierdas
imprevisto pero etéreo, un gancho ni dañino ni beneficioso, un andate a
cagar dialéctico y, por ende, cobarde), sino que arrancaba con violenta y
silenciosa fuerza toda materia plus ultra, toda baratija inútil recién
traída del viejo mundo en carabelas.
Caminé sin rumbo durante alrededor de dos horas,
quizá menos, hasta Aeroparque. El tiempo en Buenos Aires había dejado de
perseguirme para acompañarme en mis muy pocas tareas diarias: las horas parecíanme
durar hora y media, las mañanas se alargaban hasta el puntual plato de pasta y
tuco de las cuatro, las noches se escapaban entre faso y birra, birra y faso en
la terraza de la vieja casa mientras fantaseaba con encontrarme en el pasillo
al espectro de aquél tucumano al que mataron en el sótano en los ochenta,
cuando la casa y prácticamente todo el barrio estaba tomado por la canalla.
Aquella imagen solía aparecérseme en sueños para relatarme dónde podía comprar
el mejor choripán del barrio y el peor mondongo. Capo me dijo mas tarde,
esa misma noche del catorce de diciembre mientras yo duermevelaba Tenés que
probar los chinchulines con el punto justo de limón en el próximo asado. No te
podés marchar sin hacerlo, loco. ¿Qué próximo asado? preguntaba yo El de
mañana a la noche, pelotudo, llevan un mes planeándolo y aún no lo sabés. Diez
meses acá y seguís siendo el mismo salame que llegó. Dejate de joder y
andá a putear a otro en sueños, protesté y prestá atención a tu herida
que está supurando y me estás dejando la pieza como la sábana santa. A
veces me tenía que hacer el canchero, y hablarle como si yo tuviera el control
de la situación, no había otra, si no lo hacía corría el peligro de quedarme de
charleta con él toda la noche, y yo
siempre fui de dormir ocho horas.
Mi cabeza estaba llena de dudas aquellos días, si
bien mi agnosticismo no me permitía confiar en las experiencias que había
tenido durante los últimos meses, algo dentro de mí quería creer en la
veracidad de mi primera experiencia extrasensorial: el día aquel en que las
paredes se comprimieron con un espantoso crujido que retumbó en toda la casa y
redujo el living en casi medio metro
cuadrado (jamás volvimos a recuperar ese espacio), si por casualidad fuera de su interés este hecho sin explicación
lógica, puede consultar los planos del edificio en el organismo o secretaría
que se encargue del desarrollo urbano de la capital argentina, y comprobar así
que, efectivamente, las medidas con que se diseñó, y tal cual quedaron
reflejadas en el catastro porteño, eran las mismas que medio año atrás y sin embargo ya nunca más volvieron a serlo. Aquello tuvo que suceder por
alguna razón física, algo tangible; yo me negaba a reconocer que podía ser un
invento de mi imaginación quizá algo perturbada. También necesitaba creer que
no era el fruto del desvarío la aparición de las primeras y misteriosas sombras
bailarinas que empezaron a perseguirme en la calle y terminaron instalándose
alrededor de la mesa en que cenábamos y charlábamos animosamente los vivos, esa
mesa en que aquellos traviesos espectros me soplaban el cogote mientras
susurraban secretos de la bellísima mujer que solía ser un apéndice de mi brazo
y de todo aquél que se sentaba con nosotros a la mesa a degustar otra vez la ración
diaria de pasta y tuco. Únicamente yo parecía capaz de percibir esas
presencias, y aunque nunca supe si me habían seguido para ayudarme o no,
disfrutaba en aquellos momentos de los secretos de mis comensales sin saber ¡conchaesumadre!
que en muchas ocasiones eran mentiras deliberadas que me confesaban para
dejarme en ridículo. Para que todo el mundo creyese que era yo el que estaba
encantado y no la casa, o la calle Jean Jaures, o el barrio entero del Abasto.
En verdad necesitaba saber si todo aquello era
simplemente una burla de mis caseros o solo el desliz de una clarividencia que
no tenía lo suficientemente entrenada. Por eso salía a pasear a menudo en
solitario, porque necesitaba saber si la ciudad, sus gentes y sus comidas
callejeras podían arrojar algo de luz al tremendo galimatías que había okupado mi entendimiento; tanto que aquel
catorce de diciembre de 2008, al llegar a la Costanera Norte, fantaseé con que
el espíritu del tucumano, harto de hacerme ir hasta allí por un choripán, un pancho, o un sanguche de bondiola o vacío, se había
deslizado dentro de mi reproductor de MP3 y se había quedado anquilosado en su interior, en
cierta canción de Arcade Fire, mangoneándome con palabras mientras mis ojos se perdían observando a
aquella mujer que, estuviera o no estuviera a mi lado realmente, asía mi brazo con
una fuerza tan hercúlea como inútil y se aferraba a mi cintura mientras
murmuraba You're standing next to me, my
mind holds the key sin saber que lentamente se desligaba de mi vida y
soltaba amarre. Sin saber que mi cuerpo y su cuerpo eran dos jaulas que nos
impedían bailar con la persona con la que queríamos bailar. Yo con el
espectro del tucumano, ella también; pero eso ¿a quién le importa ya?