miércoles, 17 de agosto de 2011

La vida pasa. Vagas divagaciones tras un fin de semana a los pies de un lago.

Ayer volví de una boda en Francia, con amigos. Un viaje tranquilo y excitante al mismo tiempo, de birbam a Geneve, de Geneve a Annecy, de Annecy a Saint-Joiroz y vuelta atrás. Un paraje impresionante a orillas del Lago de Annecy, rodeado de montañas prealpinas. He dicho que es impresionante porque no se me ocurre un calificativo mejor, lamentable por mi parte, pero es que desde que llegamos a esta increible, que no paradisíaca, tierra, no he cesado de pensar que si aquél escenario hubiera estado bajo el sol que envidian en Europa, estaría muchísimo más violado por el amargo efecto del turismo y el ancho bolsillo ibérico de lo que ya está en el país vecino. ¡Y qué narices! No puedo encontrar un adjetivo mejor porque he hemos todos vuelto de allí impresionado. Me atrevo a decir, desde la ignorancia, que no hay un lago como en el que he estado; kayaks, canoas, veleros y ferrys lo cruzan con total tranquilidad, por no hablar del rumor local, del cual no tengo razón alguna para dudar, que dice que el alcalde bebe un vaso de agua servido directamente del lago durante el día grande de la ciudad, demostrando así que es el lago más limpio del viejo continente.

Ha sido un fin de semana memorable que ninguno de los invitados procedentes de birbam y bizarria olvidaremos jamás. Estoy seguro. Supongo que la huella que me ha quedado a mí ni es ni puede ser la misma que a los demás, que cada uno hemos vivido las diferentes situaciones y choques culturales parece mentira a nuestro modo. Por ejemplo, un amigo, incapaz de acercarse a una preciosa muchacha francesa de cabellos de jengibre, se fustigaba pensando en los años perdidos sin aprender otros idiomas, por los inviernos pasados en el pueblo, solo, disfrutando del campo y de los animales, sin pensar que las elecciones que ha tomado son precisamente lo que le ha ido formando hasta el adulto que mas o menos es hoy. Y sí, es cierto, el tipo, mi amigo, podría haber aprovechado su adolescencia para hacer algo más que tocarse, salir de fiesta, juguetear con alguna droga, y aprender, con sus ritmos, sobre la tierra. Entre otras muchas cosas. Sí, podría haberlo hecho, pero no sería el mismo.

Yo, a rebufo de mi amigo, percibo que el camino es siempre más largo de lo que aparenta, resulta imposible tocar el horizonte, y tras cada montaña hay un valle nuevo que visitar o pastar, según sean tus costumbres alimenticias. Hace más de un año, no mucho más, que volví del Reino Unido; de ese bosque en el sur de Inglaterra. Si bien sigo teniendo presente muchas de las cosas aprendidas allí, casi todas sobre uno mismo, en este largo fin de semana me he percatado de que hay algo que he abandonado como una manzana en la encimera de la cocina. Una manzana que se oxida léntamente y de la cual contemplamos su herrumbre con cierto gusto como el que se percata por vez primera del milagro de la naturaleza, la vida, ese apagarse.

La vida pasa veloz como el cóndor. No te dejes adelantar, no la persigas, cada vida tiene un ritmo.

jueves, 4 de agosto de 2011

El personaje (o La butaca) y III

III. La huérfana butaca (o no elegir bien los títulos y subtítulos)


Pero súbitamente, cuando ya había perdido toda esperanza de que un cuerpo ocupase la huérfana butaca, cuando estoy absolutamente abstraido en las anécdotas que cuenta don Mario y me dispongo a declararme su discípulo así le arranque la oreja a simones o judases, unas piernas colgando de un cuerpo ocupan el lugar abandonado. Son, eran, unas piernas hermosas y largas, femeninas; unas piernas que deliberadamente se cruzan al ritmo contrario que las de don Mario y todos sus discípulos, entre los que, felizmente, por supuesto, me encuentro. Así que me molesta el acto de rebeldía como si fuera propio, como si esas piernas insurgentes me estuviesen declarando la guerra a mí, únicamente a mí, y voy levantando mi vista con intención de decirle cuatro cosas bien dichas a la señora o señorita ¡Es que no sabe usted que cuando el maestro se atusa el pelo la pierna izquierda se superpone a la derecha! ¡Y que cuando se arrasca la cara es al revés! ¡Por dios! ¡Que hay que venir de casa con su obra leida!

Mis ojos suben por sus piernas, alcanzan su falda y su camisa, y se entretienen con su pechos, se estancan en su cuello, y cuando pasan la frontera que es su barbilla observan sus ojos brillantes observando al maestro. ¡Dios mío, es la mujer más hermosa que he visto en mi vida! ¡Don Mario! Grito, abandono, no le seguiré más, ahora cruzaré las piernas al ritmo que me mande esta señorita. Por alguna extraña razón las ganas de regañarla se esfuman. Y la observo, absorto y babeante, y un gran charco de esputos se forma en el piso, y mis pies en rebeldía chapotean.

Apenas tardaron 6 segundos en aparecer dos señores de gris con unos palos atados a la cintura que venían a buscarme; me echaron de allí sin golpes, sin empujones, y sin darme ninguna razón por ello. Pero lo peor de todo fue que no me dijeran quién era aquella señorita.

Desde entonces vivo en la puerta del edificio en el cual en la última planta hay un salón en el que un día estuvo don Mario. Duermo entre cartones que el mismo Andrés Herrera, o lanada, envidiaría. Hay muchos eventos, grandes reuniones con personajes famosos, artistas, toreros, modelos, damas de clase alta, políticos, empresarios. Todos me conocen ya, y me saludan por mi nombre, incluso los porteros y los seguratas me conocen, y me traen algo de bollería y un café con leche cada tarde, alrededor de las seis. A veces, me encabrono y quiero entrar, tengo la curiosidad ¡qué coño curiosidad! Es mucho más... ¡has perdido la cabeza! de saber si volverá a aparecer la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Pero, obviamente, nunca me dejan entrar, están todos enamorados de ella y tienen miedo, no sea que la vaya a raptar.

No necesité mucho tiempo para darme cuenta de que necesitaba la ayuda de Andrés Herrera para sacar a el coso de allí. Desgraciadamente la nada no atendía al teléfono; tardé casi una semana en dar con él, aunque cuando lo hice, he de decir, vino presto a buscar al coso. Sobra decir que nos lo llevamos por la fuerza, la oratoria de Andrés, que es escasa, no funcionó; no logramos engañarle así que no hubo más remedio que agarrarle de brazos y piernas, golpearle repetidas veces en el hígado y los riñones y precipitarle al coche de Mateo Lorenzo, que siempre está para arrimar el hombro, que esperaba en ralentí frente a la acera.

El coso está bien, no preocuparse; está en casa, encerrado en su habitación, al parecer. Su madre dice que tiene fiebres y no nos deja subir a verlo, dice que el médico ha dicho que nada de visitas, y menos de los amigotes, que siempre son mala influencia. ¡Acabáramos!