lunes, 15 de noviembre de 2010

Lo habían olvidado

Ambos habían olvidado la primera vez que sus miradas se cruzaron carentes de interés, habían olvidado cómo en la siguiente ocasión él aguantó la mirada una milésima de segundo más que ella, más joven y tímida, habían olvidado por qué esos ojos les resultaban cada vez más familiares, cómo se habían convertido en una necesidad mutua, una droga, que buscaban por la calle, casi yonquis, casi enfermos, apenas sanos en ese instante maravilloso en que él casi podía olerla y ella imaginaba el calor de su abrazo. Era un mundo de casis, de excitación, de iniciación. Un mundo que no volvería nunca más.
Habían olvidado ya la extraña necesidad de imaginar el nombre del otro Ariadna pensaba él mientras ella se convencía de que se llamaba Rodrigo como mi abuelo, y soñaban conversaciones planeadas como de final de película en blanco y negro Él se me acercará erguido y a paso acelerado apenas percatándose de mi presencia, como perdido. Al fin me verá, me observará de cerca. Será inevitable. Estaré preciosa, tan bonita como jamás me haya visto... y cuando mis ojos se crucen con los suyos ladearé la cabeza y le lanzaré una sonrisa ¿Tienes un cigarrillo? Le preguntaré. Pues... en verdad no fumo me dirá. Yo tampoco. Y aunque no tenga una mísera peseta en el bolsillo se le escaparán del alma unas palabras. Te invito a un café dirá en esencia. Y la calle no será más ya esta aburrida birbam sino aquella ciudad de neón y patinaje sobre hielo.
Habían olvidado cómo se conocieron años antes, y cómo el olvido no había hecho mella en ellos. Lo habían olvidado todo.

martes, 2 de noviembre de 2010

La Revancha

Ni rastro de los cadáveres de Sauquillo y Sorano.

Anduve buscando entre los restos de todos los guerreros a los dos caciques, pero ni modos... únicamente pude ver y remover pútridos despojos descomponiéndose en una suerte de carroña para las aves, una pepitoria divina. Parecía que los infiernos habían abierto una puerta en la mortecina tierra del valle. Algunos hombres jadeaban ansiando la muerte, otros gritaban y se retorcían de dolor clamando auxilio. Les dí muerte a todos, a todos y cada uno de ellos. Ni uno quedó Esta historia sólo la contaré yo pensé encontraré a los dos bastardos que han causado esta sangría y les degollaré, así me cueste el resto de mis días. Comprobé uno a uno que los cuerpos de los déspotas no estaban en el valle, misión que me costó dos días y todas las reservas de agua que fui encontrando en los cintos de los malhechores Con suerte estarán ya muertos allá afuera pensé la mañana del tercer día mirando la colina que delimitaba el valle al sur, y escalé y huí de aquel camposanto sin santificar.

La colina sur en nada se parecía a la que delimitaba el norte, no tenía hoyas en su cima sino una planicie verde como un descuidado campo de golf escocés. Ni yo ni mi sed podíamos creer que allí mismo hubiese un oasis. Corrí a beber de un manantial natural que encontré en la cara sur para empaparme la boca con una fina arena como de playa. Allá arriba no había más que un minúsculo desierto. Entonces caí en la desesperación. Sí, lloré amarga y desconsoladamente, de mi boca brotaron alaridos irreconocibles, el sol me batía y me arrojaba con violencia al suelo a cada paso en mi descenso. Perdí el conocimiento y caí rodando hasta las faldas de la colina. El revolcón hasta allá abajo me destrozó la espalda y me encontré implorando a dios con la voz rota, tumbado en el suelo no me pude levantar.

Desperté de repente con un chorro de algún líquido abrasador en mi cara, traté de abrir los ojos pues el chorro me iba empapando el tronco y los brazos y bajaba hacia mis piernas con menos fuerza, razón por la que pensé que aquella ducha tenía origen humano. Al fin pude abrir los ojos, pero el sol no me dejaba ver con claridad no más que a un hombre con una especie de cantimplora en la mano que reía ¡ah, gachupín, me confundí con usted! Fue usted más aguerrido que todos mis hombres! Reconocí esa voz al instante, la reconocería así pasasen cien años. Poco a poco mis ojos pudieron enfocar al dueño de aquél aullido que, en efecto, era Raúl Sorano ¡Ha sobrevivido! Susurré carraspeando realmente sorprendido ¿Cómo no? Me preguntó sin esperar respuesta y sonriente Usted y yo, gachupín, somos los únicos machos que quedan en la faz de esta tierra eructó alcanzándome la mano para levantarme Ese cobarde hijo de mil putas de Romeo Sauquillo también está ahora en el otro mundo, yo mismo lo ajusticié, a él y a los tres hombres que lo acompañaban Dudé un momento pero le estreché mi mano izquierda al mismo tiempo que con la derecha alcancé un canto afilado como punta de lanza, me reincoporé con su ayuda y, precisamente, gracias al impulso que me daba le asesté con la piedra en la cabeza. Se la clavé en la misma frente, y allí se le quedó alojada una punta en el cráneo. La sangre eruptó a borbotones y sus ojos gritaron, dejando así salir toda la vida que había en ellos. Con mis abrazos agarrándole por la pechera se le fueron apagando los ojos lentamente según le hablaba No, no te vayas, Raulito, aguanta un poco más, hijo del infierno. Escúchame una cosita... Tú, perro, eres el único responsable de la muerte de todos estos hombres, por tu culpa no habrá descendencia en estas tierras y vendrán, de nuevo, hombres extraños a repoblarlas. Si es que te llevas contigo al infierno tu maldición Se le marchó la vida allí mismo, entre temblores y arcadas.

Tomé el agua que llevaba encima y su sombrero, también me probé sus botas que estaban en mucho mejor estado que las mías pero, desafortunadamente, no eran de mi talla. Bebí hasta saciarme y mientras bebía pude oír el relincho de un caballo que no debía andar muy lejos. Anduve en la dirección que me dictaban los oídos, hacia detrás de una colina menor que me dispuse a rodear, en ese trayecto me topé de frente con el jumento que galopaba hacia mí como si fuera un viejo amigo que me reconociera después de mucho tiempo sin vernos. Se paró y relinchó de nuevo, estaba tan quietito, tan parado, que creí que me invitaba a subirme a sus grupas. Así lo hice, y el potro empezó a cabalgar ignorando mis órdenes en dirección al sur.

Cabalgó y cabalgó como si no necesitase descanso durante todo el día, hasta que nuestra sombra se hizo demasiado grande y decidió parar. Quizá le da miedo la noche pensé, pero estaba equivocado. El corcel había cesado en su carrera porque a unos veinte metros más adelante había un masa casi inerte retorciéndose en el suelo. Recuerdo que pensé que el caballo me habría llevado allí para salvar a ese hombre. Aún me quedaba algo de benevolencia, así que salté del lomo del jaco y corrí a asistir al hombre que se doblava en un charco de sangre. Le dí media vuelta al cuerpo y mi sorprendente cara se vió reflejada en sus sorprendidos ojos ¡Oh, es usted, Sauquillo! musité Gachupín bisbiseó asístame, la vida de mi hijo está en juego. Si es por eso no se preocupe, sus propios hombres le dieron muerte antes de que empezase la batalla final. Sus ojos vomitaron dos lágrimas de sangre al tiempo que decía Hijos de puta, los degollaré a todos. Tranquilo, Sauquillo, usted y yo somos los únicos con vida espeté Lléveme a la ciudad y se lo recompensaré pronunció No se haga drama, esto ya terminó, salúdemelos a todos en el infierno y le pisé con la derecha en el cuello hasta ahogarle mientras le pateaba la cabeza con la zurda, trabajo en equipo pensé.

Me subí al lomo del potro sin mirar atrás. Es el último recuerdo que tengo hasta que llegué a la ciudad. Creo que dormí en las ancas del jamelgo hasta entonces. El bicho parecía saber dónde llevarme y así fue, directo a la penitenciaría. Aquí cumplo condena sin saber muy bien por qué. Mi conciencia está tranquila, hice lo que tenía que hacer. Por mí, por Rosalina Sorano, por Román Sauquillo, por el hijo de estos, y por todos los muertos en el valle.

FIN.






lunes, 1 de noviembre de 2010

El día de los difuntos

Entonces comenzó la lluvia de metralla. El chaparrón de metales, aunque esperado, resultó sorpresivo.

Antes apareció un pequeño contingente de no más de diez hombres cabalgando como jockeys en el Grand National desde el norte, arrasando con sus pisadas la poca vegetación que sobrevivía en aquél páramo sangriento. A los diez vaqueros a caballo les perseguían otros veinte hombres a pie, sucios, más bien mugrientos, gritando, quién sabe si por miedo o rabia, y con lo ojos saliéndoseles de las órbitas, veinte hombres armados con cintos y cintos de balas colgando en cruz sobre sus pechos. Yo alcancé a verlos el primero, quizá fui el único. Los hombres de Sauquillo me habían dado un segundo de tranquilidad mientras se cebaban con el cuerpo malherido y casi inerte del niño, de veras que siento lo ocurrido con aquél muchacho más que lo que a continuación voy a relatar, pero yo era sólo un hombre perdido en el desierto entre dos ejércitos que luchaban sin saber muy bien por qué. No podía hacer nada y no podía aguantar más aquella barbaridad. Pensé en huir, comencé a escalar el pequeño monte ubicado en dirección al norte, una colina ridícula con hoyas en la irrisoria cúspide, lo cual le daba un aspecto de urinario de los dioses. Al llegar a la cima fue cuando vi a los diez jinetes, con los ojos nublados por el sudor y los rayos vespertinos del sol a latigazos, tapándome los orejas tan fuerte como podían mis brazos delibitados tras tantas jornadas sin un mísero pedazo de pan, tapándome aquellos oídos sangrantes que no podían soportar más los gritos del pequeño Sauquillo a causa de las vejaciones de aquellos hombres que, se suponía, le tenían que cuidar. No pude reaccionar, mis piernas temblaban y caí a plomo entre las rocas, en una de las hoyas. Agarrotado por el miedo, apenas pude pensar en la vida de todos aquellos hombres que, evidentemente, ni me importaban ni me importan. Casi no me importaba la vida propia. Puedo decir desde el sofá de la vieja casa familiar que deseé la muerte, que la ansié como se desea el sexo de una primera cita en el portal de su casa.

Entoces comenzó la lluvia de metralla, y los hombres de Sauquillo corrían en todas direcciones buscando un parapeto en que resguardarse. Muchos de ellos se retiraban hacia el norte firmando la muerte, otros huían hacia el sur por el estrechísimo camino del despeñadero y caían como manzanas en la cabeza del físico hacia lo desconocido. Veinte o treinta valientes trataron de hacer frente a los ataques acorazados tras los cadáveres en una especie de campamento improvisado en el centro del valle. Pero los hombres de Sorano arrasaban como vikingos lo que encontraban a su paso, cada vez eran más y más y, borrachos de cólera y sedientos de sangre como estaban, en muy poco tiempo liquidaron a todos y cada uno de los compinches de Sauquillo. Tal era el caos que habían originado que al eliminar a todos sus oponentes no fueron capaces de percatarse de que luchaban contra sí mismos, y así se dieron muerte, dejando que sus propias diferencias y sus odios internos aflorasen en esa borrachera helicoidal de rencor tan divinamente humana.

El cuerpo inerte del niño Sauquillo, cuatro hombres con los pantalones bajados y las lorzas ensangrentadas, Serra con una herida en el bajo vientre, veinte cuates debajo de otros veinte cuerpos sin cabeza, otros tantos decapitados en lo alto del monte que delimitaba con el sur, los fantasmas de Rosalina y Román bailando un vals entre los despojos, ríos de sangres, llamas, diligencias destrozadas, caballos agonizantes, barriles de güisqui agujereados, ratones, ratas, águilas harpías, solitarias, elegantes y tiranas disfrutando del banquete. Pero ni rastro de los cadáveres de Sauquillo y Sorano.

Feliz día de los difuntos.