martes, 24 de agosto de 2010

Segundos fuera.


Yo quiero volver al principio pero ya es tarde, ha sonado demasiadas veces la campana.

K.O.: ¡Diez!... ¡Ding, ding, ding. ding! Fin del combate... combate nulo... así no gana nadie... ¡Nueve!... será posible... ¿cómo puede ser posible?... ¡Ocho!... ella tampoco se levanta... ¡Siete!... un último esfuerzo... ¡un último esfuerzo!... ¡Seis!... yo no soy capaz... ¡Cinco!... al menos que ella se levante... ¡Cuatro!... las piernas no me responden y ella se agarra a las cuerdas... ¡Tres!... atrás escupo sangre... ¡Dos!... no se puede volver... ¡Uno!... no, no se puede quiero escupir.

Octavo y último asalto: Pondré mi rodilla en la lona si hincas la tuya primero. Ni lo sueñes contestó. Intercambiamos golpes ya sin ganas, de manera inconsciente inyectábamos en el cuerpo del otro mucho veneno Sufrir ha de sufrir a la fuerza pensé, sin saber que el daño era recíproco y me minaba en el alma. Ojalá pudiéramos volver a empezar susurré en el preciso momento en que nuestros puños chocaban definitivamente en el rostro del otro.

Séptimo asalto: ¡Por dios que alguien tire la toalla ya!

Sexto asalto: Los dos estamos ya cansados, pero no nos sabemos decir adiós, no nos entendemos, no nos odiamos pero nadie quiere bajarse del ring con la vitola de perdedor. Vas a morder la lona me susurra siempre pierdes, perdiste y volverás a hacerlo. Ella tiene razón, no me defiendo, no merece la pena levantar los brazos, merezco todos sus golpes ¡Venga! Destrózame el hígado. No me ves cómo tengo ya los ojos, sigue atacándolos, ya no puedo sangrar más, me duele verte. Que me atice, que me arañe, que me arranque las legañas a puñetazos.

Quinto asalto: Crochet, uppercut y directo. Dos ganchos de izquierda, esquiva, directo de derechas al mentón y crochet al riñón. Nos agarramos No, no te pienso soltar, de aquí sola no te vas. Se zafa Yo no tengo dueño ¿te enteras? Directo al vientre, otro más, uppercut de izquierda y me remata con un gancho de derecha que no veo venir. Otra vez los labios van al agua, otra vez sus labios se alejan de los míos que manan sangre coagulada y venenosa.

Cuarto asalto: Lo reconozco, salí a matar.

Tercer asalto: Era un ambiente suave y placentero, como un Vals de verano, hasta que algunos espectadores, sintiéndose estafados, empezaron a arrojarnos las sobras de sus comidas. Pudimos evitar los impactos un tiempo, pero el árbitro disfrazado de serpiente me tendió una manzana y yo mordí una almeja. Ella también tenía la boca llena.

Segundo asalto: Sí, tuvo que agarrarse a las cuerdas tras el primer intercambio de golpes, salí con la guardia bajada y no pude ver los dos primeros rápidos crochets al mentón, así que me escondí en mi esquina y besé los labios del agüita milagrosa. Primero ella y después yo fuimos necesitando más y más de la ayuda de las cuerdas para aguantarnos, para chocar más tarde nuestros cuerpos, abrazarnos para no caer, y surgió de ese roce el amor, que no el cariño.

Segundos fuera: Lentamente el sol surgió de entre los montes, colándose por entre las ramas de los pinos, esquivando columnas, tejados de paja o de pladur, zigzagueando por entre la patilla y la lente de unas gafas de sol hasta lamerle la córnea. Bailaban, sorteaban trémulos golpes a los riñones, ganchos al aire, y un directo a la boca como un beso. Empezamos a sudar y las gotas caían temblorosas al piso.

Presentación del combate: No sabes si besarme u odiarme Me dijo como quien golpea y no espera ser golpeado, sin guanteo previo. Simplemente me miró a los ojos, llevaba un buen rato mirándome a los ojos y abrió su boca con una media sonrisa, no pude devolver la percusión, mi mente apenas pudo reaccionar... aunque supiera la respuesta Yo lo que quiero es besarte, para odiarnos siempre tendremos tiempo.

La verdad es que desconozco si la pirata idea me abordó delante de aquella caja tonta marrón que había en casa de mis abuelos, como un intruso virus beligerante y despiadado contra mi conciencia o ese gracioso músculo al que se empeñan en dar vida propia como si no fuera suficiente para él con motorizar al resto de nuestras vísceras. Pero aquellas películas romanticonas, aquellas teleseries insulsas, pedorramente ñoñas, ridículamente falsas, magníficamente estrafalarias e irreales, e incluso aquellas novelas de final feliz que leí algo más tarde, pese a que mi imaginación volase más libre en cuadriláteros de asfalto que las piernas de Cassius Clay, talaron en este bosque de recuerdos sendas en las que difícilmente volverán a brotar tan crédulos árboles. Me cago en mi infancia, me cago en hadas y ninfas, en sueños de ojos abiertos, en la espera. Me cago en pretender volver atrás cuando conocemos el final y anhelamos escribir la historia otra vez, cuando deseamos que suene de nuevo la primera campana. Segundos fuera.


martes, 3 de agosto de 2010

El crío


Todos los hombres de Sauquillo se levantaron como guindilla en ojete, montaron sus caballos y siguieron las órdenes del propio Sauquillo y tres de los hombres con los que habíamos compartido la charla mientras Serra sin levantar los ojos de la polvorienta tierra me susurró Será mejor que se marche, gachupín, las cosas se van a poner feas. Yo trataré de ayudarle en su huida. Este no es más un lugar seguro. Hablaba Reinaldo Serra como si fuese más importante lo que callaba que lo que decía. Pero yo no quiero huir... quiero conocer el final de esta historia Espeté. Sí, mi compadre, usté quiere saber... pero debe saber que ese final puede ser el suyo como será el mío.

Quedaron muy pocos hombres en aquel campamento, y los que había no querían platicar. A todos les goteaba el miedo de la nariz, sus rictus eran serios, sus ojos semicerrados o perdidos en el horizonte huían del enemigo y la fina arena del desierto que levantaba juguetón el viento, sus bocas pastosamente sedientas escupían tabaco, los cuerpos medio inertes se apoyaban en sus armas. Eventualmente alcanzábamos a oir algún disparo probablemente perdido. Nada indicaba que fuese la batalla final. A Sorano no le quedaban muchos hombres apoyándole y lo más probable es que aquellos que se acercaban fueran desertores.

Dos horas más tarde del último disparo aparecieron los primeros rufianes de vuelta con un bulto, como saco de papas en las grupas de uno de los caballos, que resultó ser uno de los que pretendían traicionar a Sorano. Le arrojaron al suelo y ni corto ni perezoso uno de los vigilantes se acercó a orinarle sobre las heridas. Algunos otros se asomaron también para maltratarle. Un perro eso es lo que es Gritó uno de ellos antes de que otro aparentemente con más galones les separó y dejó que el pobre muchacho que no alcanzaba los dieciocho años de edad pudiese descansar un rato. Parecía que se olvidaron de él y me acerqué a aproximar a sus labios las últimas gotas de agua que quedaban en mi cantimplora. Deme güisqui, compadre... suplicó, ándele, guey, deme algo más fuerte, para qué quiero yo agua en mi lecho de muerte, gachupín... ¡Un momento! ¿Cómo sabía ese hombre que yo era gachupín si no había abierto la boca? Traté de limpiar su tiznada cara y apartarle el pelo de los ojos, me deshice sin muchos problemas de su débil resistencia hasta que le reconocí...

Aunque no había pasado más de una semana desde la primera vez que le ví su aspecto había cambiado muchísimo, como si una semana vagando por el desierto fuesen cinco años entre seres civilizados... y pensé en cómo sería mi aspecto... y corrí en busca de ese pequeño riachuelo a mirarme la cara en su reflejo. Pese a que temblaba como la primera vez ya no era el niño tembloroso que ví entre los hombres de Sauquillo el maldito día en que me crucé con ellos por primera vez en mi vida. Levanté la cara de aquel arroyo y me giré siguiendo los gritos horrorizados del crío ante el atosigamiento de los secuaces de Sauquillo Toma, putito, tú nos metiste en esta, no debiste nacer, maricón increpaba el más violento de todos asestándole una tras otra mil patadas en el abdomen. Era evidente que aquél muchacho no contaba con las simpatías de aquellos hombres. Era evidente que aquél era el hijo de Román Sauquillo.