domingo, 29 de noviembre de 2009

How I wish you were here


Me parece a mí que esta noche corrí la Marathon en sueños, me parecé que sudé, que lloré, que me fuí en tres ocasiones, que acabé, que grité ahíto y en silencio. Me parece a mí que caí al suelo varias veces y me levanté otras tantas.

Estaba brotando la aurora detrás del bosque cuando se me abrieron los ojos con la almohada dentro de la boca, como si hubiese estado intentado exprimir el jugo primigenio. Sin embargo fue mi boca la que había expulsado salivales interrogaciones a la mañana, al amanecer, a la noche que se abre, a la noche cerrada, a las pelirrojas huidizas de mis sueños.

Me despierto con una gran erupción juvenil en la entrepierna, mi monte dolorido debió soñar conmigo y con otros montes de hojas caducas o perennemente otoñales. Me levanto con el dolor provocado por el frote con el colchón durante horas, una extraña paz colorada en mi interior, y aquella melodía que... en fin... que ojalá estuvieras aquí (seas quien seas) Venus. Venus naciendo de conchas boticcelianas, Venus noreuropeas con cascos de vikingos, Venus de rojo bailando sobre salidas de aire en las calles de la Gran Manzana, comiendo manzanas rojas en jardines edénicos, removiendo inquietas el azúcar en el té, sorbiendo granizados de limón en primera línea de batalla, Venus amazónicas, boreales, Venus venusinas al fin y al cabo.

So, so You think you can tell heaven from hell, blue skies from pain?

Y paso media mañana silbando y tratando de recordar mis sueños. Tengo esa extraña sensación de haber caido en las redes de Cupido en un sueño y, sin embargo, ser feliz. Enamorarse del amor, del sueño del amor, de las pelirrojas que viajan en patines y pantaloncitos extremadamente cortos, de las pelirrojas de pecas infinitas y pantorrillas moradas por el frío, de cachetes atomatados, de gruesos labios y ojos verdes... pelirrojas, cientos de pelirrojas en mis sueños, persiguiéndome disfrazadas de blanco matrimonial como si yo fuera Buster Keaton.

En ocasiones la presa es menos apetecible que cualquiera de los galgos.

Entonces, es cuando me doy cuenta de que lo único que permanece es la ignorancia. No recuerdo absolutamente nada de esos sueños de cabellos colorados, no recuerdo un rostro, una sombra, una silueta tras una cortina de acero, un espejo enfrentado a otro espejo. Y me rindo al mirarme los acentos sobre los ojos, y me ahogo en mi flema, y me encierro y me entierro y me araño las muñecas esperando que venga esa pelirroja que desconozco y me obsesiona nadando en espuma onírica.

Yo no quiero soplar desde lejos como si llegase volando y raptarte, europeíta. Lo que quiero es que vengas a buscarme, que me arranques de los sueños y me plantes en un nuevo vergel y no agostarme.





jueves, 26 de noviembre de 2009

3.

El viento mecía sus cabellos como si de un hilo perdido de una telaraña se tratara.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Es hora de bajar.

¿Cómo harás para escribir sin saber leer?
Estaba navegando por la red cuando por casualidad entré en El coso bipolar. Un dedo inquieto pulsó el botón equivocado para encontrar tus desafortunadas palabras, Coso. Aún así agradezco que no desvelaras mi identidad y sí la tuya. Vuelve a leer mi anterior entrada y dime dónde digo que Juan Luis Rovira eres tú. Y aunque lo seas, también pactamos que podíamos hablar el uno del otro tantas veces como queramos y sin tener que ser fieles a la verdad. Y aunque la sangre saliendo por mi garganta me pide una venganza como la tuya, te perdono por ahora, no olvido tus palabras, simplemente te observo allá arriba, sobre aquella biblioteca en la que te descubrí por primera vez, durante una clase. Y creo que ya es hora de bajar. Es hora de volver a hablar y ser como el resto de los mortales, como eres, como somos.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Sí, anteayer le llamé.

Podría borrarlo, sólo ha pasado un día y apenas nadie se daría cuenta. Quizá ni siquiera tú, Boabdil (yo voy a respetar eso que hablamos de la intimidad cuando empezamos con esto), te enterarías. ¿Fue sólo un sueño? ¿Lo escribí o no lo escribí? ¿Me llamó el coso o no me llamó? Decía que podría borrarlo pero no voy a hacerlo, y ¿sabes por qué? Porque respeto los acuerdos que alcanzamos aunque cada día te vaya perdiendo más y más el respeto. Porque amigo no hay derecho a hablar así de tus amigos, que parece que lo haces por pura diversión y sólo cuentas las rarezas y nunca las genialidades. Yo podría hablar de tantas cosas... no olvides jamás que el que calla está observando.
Ahora que estoy sentado tranquilamente bebiéndome un té y escuchando a Jimi Hendrix recuerdo cómo era ese niño tímido, larguirucho y enclenque que apareció un día de febrero en aquella vieja clase de un colegio católico, ese niño con pinta de saberlo todo, gafitas ajustadas a unos ojos tremendamente grandes, y repeinado con la raya a la izquierda con lengüetazo de vaca. Siempre el primero en todo aunque todo quedase a medias, siempre llamando la atención y mangoneando a los demás. Espera, espera que me caliente las manos agarrando la taza de té y sigo, porque la venganza se servirá fría pero mis manos han de estar calientes. Tranquilo, Boa, respira, que es una venganza suavecita.
Recuerdo que un día, éramos muy niños, la monja repartió unos controles de matemáticas que habíamos hecho la semana anterior, tú no debías tener el tuyo porque mirabas al suelo y no hacías las típicas preguntas molestas pero tan divertidas para tus compañeros, aquellas preguntas que solías hacer a todas horas. La hermana empezó a corregir el examen con gran precisión, puntualizando cada palabra, cada dato, con exactitud, recreándose ya que no era molestada por nadie, al terminar aprovechó para echar la reprimenda a algún alumno del que no quiso revelar el nombre Porque hay cierto compañero que cree que terminar las cosas pronto es sinónimo de hacer las cosas bien ¡pero este niño! Este niño no sabe que hay que pensar dos veces las cosas antes de responder y por eso le va a ir mal conmigo ¡muy mal le van a ir las cosas conmigo! ¿Me oís? Muy mal. Por eso tiene un cero en este examen, porque no ha adivinado ni una sola pregunta, porque eso es lo que hace él ¡a-di-vi-nar! No resuelve los problemas, los adivina. Desde que empezó a hablar empezaste a llorar, primero levemente, con vergüenza, como si tu reputación se viese agraviada porque los demás te viésemos llorar y no porque fueses un burro con orejas. Poco a poco tus gimoteos se oían cada vez más, hasta que por fín, esta vez sin quererlo, interrumpiste la reprimenda de la profesora, a quien al parecerle tan sumante extraño verte llorar paró y se preocupó por tí. ¿Por qué lloras? y dijo tu nombre (yo ese detalle me lo ahorro ¿te das cuenta?) ¿qué te ocurre? Tú te limpiaste la cara con las manos y lloriqueando acertaste a decir Porque ese del que hablas soy yo. La monja desconcertada agachó la cabeza en tu dirección y te espetó No, no eres tú ¿es que acaso no sabes sumar las puntuaciones, o no encuentras la nota en tu ejercicio? Levantaste la mirada No tengo mi examen, y lo terminé el primero de todos, como siempre.
Claro que no eras tú, tuercebotas. ¡Cómo ibas a ser tú si eras buenísimo en mates! ¡Si llevabas el curso entero sin hacer ni un día los deberes de matemáticas y aprobabas con la gorra! Ay, Boa, lo que quedó claro ese día es que eras un llorica y un cobarde, y lo peor de todo es que lo sigues siendo.

martes, 17 de noviembre de 2009

Ayer hablé con Juanlu.

Ayer hablé con Juan Luis Rovira. Hacía mucho que no sabía de él y reconozco que su llamada me extrañó. Su voz sonaba distinta de lo normal, estaba claro que las cosas no andaban bien pero me callé, no quise decirle nada en un primer momento, que hable él pensé. Si me llamó, supuse, será porque algo me tendrá que contar. Hace ya casi cuatro meses que Juanlu se marchó de birbam con una mochila cargada de ropa e ilusión y un billete de ida al enemigo. No era la primera vez que se iba así que ni me dolió ni me pareció extraño, y esta vez no se iba tan lejos como la anterior.
Juanlu sonaba triste aunque se esforzase en no parecerlo. Reía constantemente y a destiempo, como un niño nervioso la mañana de Reyes. En su voz se percibía una pequeña carraspera involuntaria y el anhelo de querer hablar eternamente, empezar a hablar y no parar jamás, contarle a todo el mundo lo que estaba pasando por su mente y por su corazón. Y es que teníamos alrededor de veinte años cuando Juanlu dejó de hablar. Nunca supimos por qué, ya que él, un niño charlatán y embustero, un niño que engañaba a su propia sombra y se reía de los poderes establecidos, decidió escuchar por el oído sano que le quedaba y esperar. Hay muchas cosas que aprender de los demás, yo no tengo nada que aportar dijo una noche con el beso de Baco rondándole los labios. Poco más supimos de él, apenas le sacábamos unas palabras en grupo, no le gustaba, ni le gusta, hablarle a más de dos personas al mismo tiempo, se avergüenza y esconde la cabeza como una tortuga si alguien le pregunta ¿cómo estás? con sinceridad. Has de estar muy atento para oír un tímido bien y en ocasiones, todo hay que decirlo Juanlu, no merece la pena prestarte atención.
Pero Juanlu me llamó ayer y estaba triste ¿Sabes qué es sentirse inútil? No ser inútil, sentirlo. Hombre Juanlu supongo que todos nos sentimos inútiles alguna vez ¿Tú también? Sí, claro... supongo, pero todo pasa, no hay que darle importancia, a veces estás haciendo cosas que no fructifican, que no tienen aparente sentido, y con el tiempo ves el mucho bien que te hizo tal cosa o tal otra, por ejemplo yo... yo siempre pensé que estudiar latín era inútil ¡una lengua muerta! ¿qué sentido podría tener? Sí, sé lo que dices, pero... y calló ¿Qué ocurre, Juanlu? Le pregunté. No sé si quiero volver a birbam hoy mismo, no estoy cómodo, no me gusta lo que hago, no aprendo esta dichosa lengua... estoy porque tengo que estar pero... y calló. Siempre que parece que va a llegar a alguna conclusión calla, esa es la herencia que le queda de tantos años de silencio voluntario. Y la conversación continuó convirtiéndose, como siempre, en un monólogo.
Creo que está derrotado, que se ha dejado vencer y que no quiere tratar de levantarse por mucho que aún le queden fuerzas, creo que tiene miedo de ponerse en pie y plantarle cara a la vida, está deseando que suene la campana y perder la pelea, sólo se aferra a las cuerdas para tratar de alcanzar la toalla. Creo que está nadando en un esputo y se quiere ahogar. Pobre Juanlu Rovira.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Calium vs McCorti.

Hacía una hora que Gregory McCorti con tres o cuatro litros de bitter en el estómago había abandonado a sus amigos en el Red Lion entre risas y manotazos en la mesa. Hacía tres horas más que el mismo Gregory McCorti había ido a tomar el té a casa de su abuela con la intención de sacarle algo de guita, pero la abuela no estaba en la casa familiar pues era miércoles, y como todos los miércoles estaba jugando al Cribbage con las amigas. Sin embargo el desesperado Greg tuvo la fortuna de encontrarse con su viejo amigo Stewart en la esquina de High Street y London Road y se fue bajo su hombro al pub antes mentado y en el que en ocasiones trabajaba. Sería la única vez que la diosa le sonriese ese día.
Hacía una hora que el jubilado y exboxeador Frank Calium estaba disfrutando de su serie favorita en la televisión pública en estado de duermevela permanente cuando le despertó de repente el ruido del agua hirviendo en el kettle. ¡Qué raro! Divagó cada día me hago más mayor, no recuerdo querer tomar un té y se encaminó hacia la cocina.
Greg se juró así mismo que conseguiría el dinero ese mismo día y trató de encontrar a su abuela de nuevo, pero por más que aporreó y maltrató la puerta de la casa la suerte y su abuela le estaban dando la espalda. Resignado, dió marcha atrás a sus planes cuando vió que la puerta de la cocina del señor Calium, aquel anciano que cortejara a la madre de su padre hace poco más de dos años y que no conocía en persona, estaba abierta de par en par. Es hora de darle un escarmiento al viejo pensó, y acechó la casa para encontrarle despatarrado en el sillón principal del salón en lo que parecía un profundo sueño. Así que entró en la casa y ni corto ni perezoso puso el agua a hervir, tenía ganas de tomarse aquél té del que no pudo disfrutar con su abuela en dos ocasiones mientras hurgaba en los cajones de los muebles de la cocina, pasillo y habitación del anciano dormilón. Hasta que oyó hervir el agua.
Como si fuera la mísmisima Excalibur Greg tuvo el tiempo justo para sacar la navaja de su bolsillo y desenvainarla cuando encontró al jubilado con cara de pato con una calculadora en su cocina. Dame todo lo que tengas le inquirió acercándosele y blandiendo amenazante el finísimo acero, atento de que el septuagenario no hiciese ningún movimiento extraño, un paso, dos pasos, tres y cada vez acercándosele más. Lo oyó ligeramente. El muchacho estaba tan borracho que apenas alcanzó a ver el primer lanzamiento, sólo sintió el puño en su ojo izquierdo y una manifestación de estrellas en la cabeza. Sacudió la cabeza y abrió el ojo sano en el momento preciso de ver cómo otro inmenso puño se le aproximaba con la fuerza de una locomotora directo a su boca. Esta vez ni siquiera lo oyó.
Greg volvió a abrir los ojos una hora más tarde en el calabozo, sin haber tomado el té aquella tarde y con los bolsillos vacíos como era de esperar. Y es que hay días en los que es mejor no salir de casa y tipos que no valen ni para el hampa.

2.

Cayó el silencio como una lápida en el cementerio. Ningún muerto la oyó.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

1.

No sé si anochece o el sol merienda una lata de mejillones.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Mateo Lorenzo alias Malo.

Los sábados por la mañana eran mañanas de fútbol. Uno se despertaba con lombrices en las piernas, a las siete, se enfundaba la equipación del colegio al completo (espinilleras incluidas) y se dirigía en silencio a la cocina a prepararse el desayuno mientras esperaba a que sonase el horrible timbre del telefonillo y despertase a toda la casa. Al fin había llegado el día. Habías estado esperando ese sábado desde que se acabó el último partido contra el colegio de niños pijos que había al lado del tuyo, que no era más ni menos pijo que el tuyo, pero tenías que odiarlos como odiaste todo lo desconocido hasta que te topaste de narices contra el suelo que pisaba la señora Realidad.

Jugábamos en la vieja y minúscula pista de baldosines grises y resbaladizos del colegio, soportando los gritos de padres frustrados convencidos de que sus hijos sí alcanzarían sus sueños, los de los padres. El bocadillo nublado dentro de un bocadillo nublado dentro de otro bocadillo nublado dentro de... Jugábamos con las piernas moradas de frío y castañuelas en la boca, e imitábamos a los profesionales que veíamos en la caja tonta tirándonos al suelo y rodando tanto que nos salíamos a la calle. Un auténtico desbarajuste que tomábamos muy en serio, tanto que todas nuestras vidas se resumían en esa hora escasa en la que jugábamos el partido.
Mateo Lorenzo, no era ni de lejos el mejor futbolista de su edificio. En principio este título inútil hubiese sido harto sencillo teniendo en cuenta que era el único vecino con edad para practicar algún deporte, pero no, para Mateo resultaba dificilísimo correr sin tropezar. No porque fuera especialmente torpe sino porque no veía nada. Portaba unas gafas con unos cristales tan oscuros y tan gruesos que tardaba en identificar el sol en el cielo cosa de cinco minutos, e incluso mirándolo fijamente preguntaba si aquella ligera luz era lo que él estaba pensando que era. Le encantaba patear el balón aunque en raras ocasiones lo lograse, durante años nos acordamos de aquél día en que jugábamos contra el colegio San Francisco un encuentro a vida o vida y nuestra estrella, Epifanio, un chico mayor que nosotros, burló a tres defensores en el córner pisando el balón y girando sobre sí mismo unos trescientos sesenta grados, eso que luego en la prensa deportiva dijeron que lo había inventado cierto astro francés y a lo que llamaron la Ruleta. Epifanio encaró al portero, dió dos pedaladas dejándole en el suelo y sirviendo en bandeja el balón a Mateo, quien solo ante el arco, fue capaz de patear al aire aproximadamente tres segundos antes de que el balón llegase a sus pies. Perdimos aquél partido por un gol, pero siempre se recordó por un cántico espontáneo de todo el colegio y una salida a hombros del mismo. ¡Torero, torero, torero!
Mateo, era y es, el más inteligente de mis amigos, lograba las mejores calificaciones en Matemáticas y en Ciencias, en Lengua castellana y en Historia. Era, de largo, el niño más interesante e inteligente de la clase, alcanzaba razonamientos con una facilidad realmente pasmosa, razonamientos que a los demás nos costó años lograr y que en ocasiones ni siquiera logramos. Su secreto estaba en saber escuchar. Durante años nadie le prestó atención, ni siquiera en casa, y se había dedicado a escuchar las opiniones de los demás y a leer sobre los asuntos que le interesaban. Bien podría haber sido su mote Pitagorín, Tiolisto, Enciclopedio, Telediario, Marisabidillo, Mateomático, Pepe el sabio... Sin embargo le bautizamos como Malo, y no fue como muchos creían por aquél episodio en que le dió un gran pase al balón y no a un compañero. La razón era mucho más sencilla y respondía a la primera sílaba de su nombre y de su apellido. Malo era un niño excepcional y es hoy una gran persona, y además ya me iba tocando hablar bien de algún amigo.