martes, 29 de marzo de 2011

era nuestro reino, mi taifa

Hace ya cinco meses que no vivo en mi barrio. Es la primera vez que estoy fuera del manto familiar. Aunque no me he alejado mucho, vuelvo varias veces a la semana, con cualquier escusa estúpida, por el simple placer de pasear por esas calles que un día imaginé mi reino. ¿Mi reino? No, mi reino no, ¡mi taifa!

Vuelvo a mi taifa a menudo, y aunque sólo hace cinco meses que no habito en ella se me sugiere un lugar extraño, un pais extranjero que visité hace tiempo y que se me presenta ahora tan distinto que ya jamás volverá a pertenecerme sino es en mi retina, en el recuerdo de calles de tierra y balones de trapos. Sí, cuando yo era niño mi barrio era un barrio de posguerra en los años ochenta, una barriada lentamente asolada por el caballo. Los jóvenes desaparecieron poco a poco, tras sus sombras. Primero poblaban, como pueblan o invaden los zombis, el prado donde más tarde nos imaginaríamos peligrosísimos macarras. Y digo más tarde, porque en aquellos primeros años de la década de los ochenta el descampado estaba vetado. No tardé tanto como creo en comprender que no eran muertos vivientes sino mi primo mayor, el hermano de Cataratas, la hermanastra de Perico Abad, la hija del dueño del Linares... eran los jóvenes del barrio, no había que temer; sólo estaban enfermos, adictos a un caballo que por mucho que buscaba desde la ventana de mis padres, la única habitación que daba directamente al descampado, era incapaz de encontrar; mi madre en su sabiduría de madre lo solucionaba todo con No les mires, esos chicos han caido en la droga, si no quieres que te se lleve contigo no les mires. Nunca entendí si me iban a llevar los zombis, la droga, o el caballo fantasma. Así que un día, harto de espiar por la ventana, bajé a la droguería y pregunté por el caballo. La respuesta no pudo ser más tajante, aunque no me quedó muy clara, honestamente: Un bote de agua oxigenada que andaba empapelando la señá Dolores surcó la habitación golpeándome en la frente, abatiéndome y dejándome en el suelo hasta que un cubo de agua sobre mi cabeza logró despertarme. Tendría yo unos ocho años, los ochenta terminaban, los zombis caían a gran velocidad, huían de las patrullas vecinales, o terminaban en principio en la cárcel por trapichear y finalmente en el camposanto, ya que no hay peor lugar para quitarse de la droga que la cárcel lloraban las madres sufrientes y amatísimas.

Las patrullas vecinales las formaron los propios familiares de los zombis, las madres, hartas del expolio de sus cachorros, fueron las más belicosas e intransigentes con su propia sangre. Bien sabemos que llevaban el sufrimiento por dentro y por fuera, ya que jamás se quitaron el luto desde aquellos días. Gracias a ellas, a su lucha, se salvó la siguiente generación, según decían. Cuando lograron echar a todos los zombis del descampado, empezaron a limpiarlo todo, a sabiendas de que el ayuntamiento de birbam no se preocuparía por ellas; también comenzaron a acampar una noche a la semana en esas tierras que se habían llevado a sus hijos. Lo hicieron durante años, de primavera a invierno, sin importar si llovía, nevaba o hacía un calor del infierno. Y lentamente fueron cayendo también, por la edad, por la pena, por la gripe,... Nunca se supo quién introdujo el caballo en el barrio, unas culpaban al entonces presidente González, otras al comisario de policía que quiere acabar con nosotros, para él somos ratas gritaban las más plañideras. Nunca se supo, y pronto dejó de interesar. En realidad sólo interesó mientras duraron las madres.

Tan pronto las madres dejaron de ir al prado empezamos a ir nosotros. Recuerdo que los primeros días lo creíamos limpio, de vez en cuando encontrábamos alguna jeringuilla usada o una aguja huérfana, pero nos callábamos para no alarmar a nuestras madres. Nos colábamos a hurtadillas en el descampado, era evidente que nos veían deambular por allí, pero jurábamos y perjurábamos que el prado estaba limpio, y como nadie más que nosotros se atrevía a entrar... Sabíamos que en cuanto supieran de nuestros hallazgos nos prohibirían jugar allí, y nosotros no estábamos dispuestos a abandonar nuestro territorio, allí sólo entrábamos nosotros, y en alguna ocasión Vicky, si la invitábamos. Era nuestro reino, mi taifa. Estábamos realmente concienciados del daño que había causado la heroína en el barrio, éramos muy cuidadosos con todo instrumento que encontrábamos y relacionábamos con los zombis. Pero no estábamos preparados para ahuyentar otras drogas más blandas, y nos volvimos a esconder en el prado donde nos juntábamos a soñar que éramos peligrosísimos macarras. Sin embargo, esta vez, a mis dieciséis años, no se me ocurrió ir a comprar chocolate ni a la droguería ni a la tienda de dulces. Sabía dónde encontrarlo.

Nosotros fuimos a la escuela, nos criamos en unos hogares más estructurados que los de nuestros primos los zombis, pero caímos en trampas parecidas, igual que años antes nuestros padres tuvieron otras trampas que no supieron esquivar. Cada generación tiene sus cosas.

Ahora no queda más de un tercio del prado aquél en que soñábamos con ser mafiosos. Parece que estuvieran esperando a que me mudase para empezar la obra. Dicen que va a quedar así, para que los muchachos puedan jugar al fútbol, para que nunca se nos olvide aquella generación perdida. Para mi siempre será mi taifa, así construyan un centro comercial yo seré el dueño, el visir Boabdil.

(otro día os cuento sobre mis súbditos)

domingo, 20 de marzo de 2011

por más quiebros, recortes o bicicletas (o de un tonto enfadado)

I.

Últimamente pido disculpas demasiadas veces. Ciertamente, no sé si es un hecho postivo, y no puedo decir, como siempre hago, que me venga al pairo. No estoy hablando de pisar a alguien en el metro o golpear con la bolsa cargada de libros a una señora de riguroso luto asida al brazo de su hija, que no por ser hija sigue siendo joven. Hablo, escribo, del perturbante hecho de reconocer el error. Sentimos el error como una pierna clavada en el fango que no se ha de liberar, no porque no se quiera sino porque no se puede, porque movemos y removemos la pierna arremolinando el barro, como si fuera el solitario aspa de una hélice condenada a no levantar el vuelo. Más nos valiera cortarnos la pierna y abandonarla, inerte, en la movediza arena. Más nos valiera, sí, mas no arreglaríamos problema alguno. Ni falta que hace eructarán, y morirán con sus miserias y un muñón gangrenado invadiéndoles las entrañas, copulando con sus amargos jugos gástricos, encargando a parisinas cigüeñas miríadas de gusanos que devoran la pierna huérfana y enfangada, oxigenando el barro yermo. Viva la vida gritan, muera la muerte.

Me disculpo, enésima de las disculpas de hoy, porque vuela mi bolígrafo azul y no mi mente. Infinito error que me aboca al fracaso que no alcanzo a regatear, por más quiebros, recortes o bicicletas que me empeño en repetir pisando la cal.

II.

Ya estamos, otra vez, ensuciando con palabras una página en blanco.

III. 

Y así, pedir perdón sea inutil y no importe. Así, se retuerzan las lombrices en las cuencas de los ojos de los preciosos cadáveres que abandonemos ancianos en el lodo, junto a la pierna amputada. Morir joven es un invento de Holliwood dijo; y pedalea un cuerpo ausente de tronco, apenas un par de sutiles piernas alocadas como un niño girando sobre sí mismo, así fueron mis primeros pedos dijo, y empezó a volar, y por más quiebros, recortes o bicicletas que ensayó frente al espejo siempre se sentaba en el banco de piedra mientras los demás pateaban aquél amorfo balón hecho de gomaespuma, papeles viejos y cinta aislante, y repasaba en su cabeza los túneles que tiraría a esos bastardos si un día le dejasen jugar. Y así, después de humillarles, uno a uno, pedirles perdón. Una disculpa hipócrita que también había ensayado una y mil veces frente al vetusto espejo; y revanarles los cuellos, uno a uno, con una encantadora sonrisa atravesando la cara, la mismísima jeta demoníaca que esconden los angelotes rubios clonados del efervescente adolescente de El lago azul. 
 
IV.

Pero nadie espera que alguien le venga a pedir perdón al encontrarnos tirados en el piso después de un quiebro, después de un recorte de salario, o después de que te roben la bicicleta en la puta puerta de tu casa, por mucho que cada segundo que pasa aumentan las posibilidades de haber candado la bici al aire. ¡Eh, ahí tenemos el error! ¿Y después del error viene el perdón, no? Pues hoy no, hoy sólo pediré perdón cuando le abra la cabeza al ladrón. ¡Qué ya está bien, hombre, que parecemos tontos!

domingo, 13 de marzo de 2011

22.

Siempre se arrepienten los almendros de florecer a destiempo.

viernes, 11 de marzo de 2011

también nos bajamos los pantalones

Como dijo el Coso el otro día, ayer nos reunimos otra vez en la parroquia. Esta vez él y yo solos, a las 20.30 en la puerta del Linares me escribió, y pensé que parecía una película del oeste en la que no sabía si yo era el sheriff o el forajido malvado que roba las gallinas, siendo estas simpáticas pero estúpidas aves las mujeres inteligentísimas y preciosas que bailan en el saloon. No me dio la mano al encontrarnos, yo tampoco se la estreché a él. Dos botellines, pidió por mí. ¿Vamos a sentarnos a esa mesa? Aquí somos canción para oídos ajenos espetó, y cuando el Coso se pone así de metafórico más vale hacerle caso. ¡Chicos, aquí tenéis! dijo el párroco señalando un plato de alitas de pollo con salsa del infierno. Me levanté por el plato, que estaba ardiendo, y al sentarme comenzamos a hablar.
No puedo leer más. Lo siento. No puedo contar cómo fue la conversación, sí tengo permiso para decir que hubo reproches mutuos como si fuéramos una pareja a punto de romper. Hubo un momento especialmente tenso que el Coso os contará, al menos eso dijo. Pero no te creas, también nos bajamos los pantalones, nos declaramos amor eterno, pase lo que pase, nos lleve a donde nos lleve la vida y, por fin, tras la ingesta masiva de zumo de cebada me contó el ansiado asunto. Aquello que le había dicho la semana pasada a Cataratas cuando le encontró en la calle, y que tan tocado había dejado al punki. No tengo permiso para desvelarlo, supongo que él lo hará.
Nos marchamos del Linares sujetándonos espalda con espalda porque no nos encontramos los hombros ya que el párroco tenía que cerrar. Así que tuvimos que ir al bar del padre de Afano, que ya apenas se acordaba de nosotros, y si lo hacía disimulaba mejor que Fraga ante una bandera nacional con el pollo. En el camino cambiamos de tercio, y la conversación se fue hacia estas letras, no éstas precisamente sino las que hemos vomitado en los dos últimos años he perdido la cuenta ya en estos instrumentos dospuntocero que llaman blog. No decidimos saltarnos las reglas que redactamos al principio, aquellas sobre la confidencialidad de cada uno y el mínimo de entradas trimestrales de cada cual, pero sí vamos a ser más flexibles. No tiene sentido el eterno rebote de el Coso dadas mis increíbles aptitudes para hacer lo que me venga en gana.
He amanecido tarde hoy, con resaca y la ausencia de aquél dolor en el costado. Un alivio.

martes, 8 de marzo de 2011

En respuesta a aquella reunión

Sí, acabo de entrar en el blog después de tres semanas más o menos (en realidad no tengo ni idea de cuando entré por última vez), he leído el último post de Boabdil y ardo por dentro. Voy a contar hasta cien con la intención de no vomitar cualquier palabra de la que me pueda arrepentir. 1, 2, 3, 4,... 21, 22, 23,... 44, 45, 46,... 77, 78,... 99 y 100.

No eres tú, Boa, sino yo, quien debería airear mis miserias, si quiero, que no es obligación. Creía que lo tenías claro ya. Hace más de un año que te llamé desde Hampshire y te empapaste de mis lágrimas por teléfono. Imagino que andabas mal de inspiración aquellos días y tuviste que contar aquél episodio saltándote una de las tres primeras reglas que escribimos para embarcarnos en el proyecto cosito (siempre en minúscula, las mayúsculas solo adornan), aquella que dice que jamás se delatarán las identidades de los miembros del proyecto, ni siquiera la propia. ¡Y mucho menos la del otro! Pero lo dejamos pasar, nos costó solucionarlo, pero siempre que hablamos arreglamos nuestros problemas. Es cierto que en esta ocasión no atiendo al teléfono, es cierto que voy a lo mío, pero siempre ha sido así, siempre he vivido en El hombre que casi conoció a Michi Panero, y creo que ya es tarde para cambiar de canción. Pero también es verdad que las cosas no se pueden solucionar por medio de la frialdad dospuntocero, en ocasiones los problemas no se pueden solucionar.
No va a ser por este medio por el que te cuente qué es lo que asola mi ya de por sí perturbada mente, no seré yo quien genuflexe ante mi propia imagen reflejada en el espejo, no serás tú tampoco.

Voy a seguir sin contestar a tus llamadas, voy a seguir sin mirar atrás, entreteniéndome recordando los azulejos lisboetas, la calzada porteña, los senderos del New Forest. 

Y mientras tanto te espero el próximo jueves en el Linares.

No eres tú, Boa, soy yo.


martes, 1 de marzo de 2011

reunión en la parroquia

Fue la semana pasada, no recuerdo el día exacto pero sí puedo decir cuál era el número de cervezas que me había bebido cuando Cataratas apareció. Hasta entonces estaba todo bien, no sé... normal... como siempre, supongo. A veces, cuando estoy con mis amigos en alguna parroquia pierdo la consciencia, no ya por la ingesta masiva de alcohol en tiempo récor sino porque la sola presencia simultanea de más de dos de estos bastardos sin corazón me embriaga. Habíamos terminado ya de ponernos al día cuando Cataratas apareció. Nos habíamos reido mucho con las historias que Sir Walter, que ha estado los tres últimos meses en Australia, nos contó, pero sobre todo nos desternillamos cuando Malo intentó ligar con dos rubias que mareaban huesos de aceituna en el cenicero, que aunque eran rubias no eran las dos jovencitas que él veía. Hecho éste que le ha ocurrido tantas veces que no por repetido nos deja de hacer gracia al grupete de hijos de puta que somos todos reunidos. Uno por uno no estáis mal decía años atrás Vicky pero cuando os juntáis no hay imbéciles como vosotros. Y como no le faltaba razón no se lo cuestionamos nunca.

Para ser sincero recuerdo bastante poco. Únicamente risas y más risas, provocadas por ese ansia de pasarlo bien a toda costa, ese ansia por exprimir cada segundo que pasásemos juntos esa tarde, conscientes de que esos ratos ocurren cada vez con menos frecuencia. Sí recuerdo a Andrés hablando de lo maravilloso que era montar en bicicleta por birbam, esgrimió unas razones buenísimas que soy incapaz de reproducir y que debió surtir efecto en el siempre presente empeño de Andrés por vencer y convencer ya que nos dedicamos a tirarle de la lengua con el fin de descubrir qué había detrás de que un día Andrés, el que espía los tejados, decidiera subirse a una bicicleta cochambrosa y pedalear hasta el centro de birbam. El otro día, pojemplo, tuve que í en metro, no sabeh lo que eh eso... ¡tú no sabeh lo que eh eso! Tío, que me voy ziempre a casa con un doló de guevoh quepaqué. Otra cosa no, pero como orador Andrés Herrera no tiene precio. Ejque no ze pué consentí eso ¿eh? ¡No se pué consentí! Decía Andrés o La Nada así como entredientes y a voz en grito al mismo tiempo. Una vergüenza, por un lao loh vagoneh tópetaoh, que no cabe un pene en vaso de tubo... dezpuéh lah niñah, que ca día están máh guapah, y ejque... ¡claro! Con esta jeta que me ha tocao a mí... ¿quién me ze va a quedá mirando? ¡Dime quién! ¡Claro, como vohotroh soih cada día máh niño pera! Bien vestiditoh, bah, la misma mierda que yo soih, la misma piel de mojón de perro soih. Desde las primeras melopeas Andrés solía perder el control de sus palabras cuando bebía. Como aquél día en que, semanas después de haber delatado al viejo Curruca, se fue al Linares y se tomó tres licores de yerba que vomitó según salía por la puerta en los pies del agente Fraile, al tiempo que acusaba al camarero y dueño del bar de haberle obligado a beberse una botella entera de licor. Por un lado tenía que hacerse el gallito, pero también tenía que justificarse ante el agente, que entró como un rayo al Linares a poner un poco de orden. En un principio multaron al dueño y se le sancionó sin poder abrir un tiempo por dar de beber a un menor de edad. Pero el padre de Andrés, que no quería problemas en el barrio, intercedió alegando que el niño era un embustero y un ladrón, que le había robado una botella y que se la había bebido en el prado. El padre de Andrés Herrera vivía por entonces cagado de miedo, no sabía que habia sido su propio hijo quien había delatado al viejo Curruca. Al parecer tenía sobradas sospechas para creer que el traidor había sido el dueño del Linares, que conocía el secreto del viejo y le había protegido durante años. Así que no es extraño que creyera que por culpa del torpe borrachín de su hijo fuese a dar con sus huesos a la sombra unos añitos. Estuvimos un tiempo sin ver a Andrés, y cuando volvió fue cuando empezó a mirar hacia arriba como si espiase los tejados de birbam. Después pasó tres meses de un verano trabajando en el Linares, intuyo que sin cobrar, pues según decía el propio Andrés sí que había robado una botella, pero no a su padre sino al Linares, y como ya he dicho el padre por miedo a ser delatado ofreció a su hijo como mano de obra al dueño del templo del barrio.

Marino y el Coso anduvieron hablando un buen rato en voz baja, algo separados del resto. En un momento en que Marino marchó al baño, el Coso se me acercó y me dijo Me voy, no aguanto más, Marino está cada día más brasas, y además tengo cosas que hacer. Pagó un par de rondas y se fue. Marino, como suele ser habitual, no se percató de su ausencia hasta que llegó Cataratas. Justo en el momento en que pedíamos la séptima ronda (lo reconozco, a partir de aquí perdí la cuenta).

La tarde ya era noche y como tal había cambiado. El grupo estaba cada vez más pesado, chillábamos más, babeábamos más ante la presencia de las niñas y empezamos a cantar, a gritar improperios a todo el que nos retaba con la mirada. Alguno incluso trató de desnudarse ante la mirada acusadora de una pareja de ancianas que bebía biterkas. Todos menos Cataratas, que miraba el fondo de una caña de cerveza esperando que el Nautilus emergiera de repente. Me acerqué al punki y pasándole un brazo por el hombro pregunté ¿Qué ocurre? Pensé que tenías ganas de vernos. A lo que contestó sin levantar la mirada Sí, sí que tenía ganas de veros, venía muy animado pero... mira, iré al grano, no te lo puedo contar todo pero... sí te voy a decir que me he encontrado con el Coso y no me ha gustado lo que me ha contado... ¿Pero qué te dijo? interrumpí, No te puedo decir nada, le he dado mi palabra, pero... simplemente no está cómodo. Y se hizo un breve silencio molesto como el goteo de un grifo en la noche Sí, yo ya me había dado cuenta... creo que se quiere volver a marchar de aquí, pero... ¡joder! No puede huir toda la vida. Cataratas me miró No es eso dijo, es más serio. Lo siento, no te puedo decir más. Dejó un billete de 10 euros sobre la barra y se marchó esbozando una sonrisa. No le dijo nada a nadie, los demás, un atajo de curdas, ni siquiera se percataron de su huida. Ya en la calle se dio media vuelta y me miró con complicidad, como implorándome a un tiempo que hablase con el Coso y que fuese discreto.

Aún no he hablado con él, no contesta al teléfono. Si soy sincero no recuerdo cuándo fue la última vez que hablé con él, no me refiero a hablar sobre fútbol, coches, literatura, cine, etcétera, sino sentarnos juntos, remover un café y mirarnos a los ojos, como antes. Pero tampoco recuerdo cuántas cañas nos tomamos aquella tarde, ni adónde fuimos después de salir del Linares (¿dónde pensaste que estábamos? De tal palo tal astilla, y ya que nos juntábamos qué mejor que hacerlo en el barrio, ¿no te parece?). Todavía me dura la resaca y un dolor en el costado que alguien me tendrá que explicar, aunque dudo mucho que cualquiera de estos cafres recuerde qué paso.