miércoles, 28 de diciembre de 2011

mis mejores ropas

A Boabdil,
a su manera. Puema por puema.

mis mejores ropas permiten resguardarse del frío
yo no las quiero aunque se empeñen en abrazarme cada mañana
aunque se obcequen en adherirse a esta piel pálida de europeo enfermo
a este cuero mixtura de razas inexistentes ya
a esta envoltura heredada de todo aquel que pasara por esta casa
mis mejores ropas limitan, contraen, irritan las sombras nebulosas de la oscuridad
en que me emperro en deambular hasta el fin de mis días
cuando sean mis mejores ropas solo vestigios horadados por lombrices
mis mejores ropas consienten que mis nalgas se congelen contra el granito
del suelo que piso en esta ciudad, del piso en que poso en esta ciudad
mi culo contra el granito aquél que el hombre usurpó de las montañas
mis mejores ropas consienten que resbale una huérfana gota de lluvia furtiva desde mi hombro
por la manga de la camisa, para alojarse en el ajado ojal de la misma
mis mejores ropas no borran mi gesto serio
ni el surco de lágrimas, si hubo alguna, dibujado sobre mis mejillas
autoabofeteados cachetes frente al espejo frío que no me esconde al mundo
ni me muestra como miss ausente de lecturas
teniente de canciones, pendiente de roperos ajenos
maldito cristal que no me refleja si no visto mis mejores ropas!
maldito cristal que me muestra desproporcionado y vergonzoso!
maldito vidrio amoral que me dice las cosas tal cual son
aunque mis ojos no lo quieran escuchar!

sé que debo huir
sé que debo correr
despojarme de ropajes y quedar nudo
como animal o criatura primigenia y llorosa
y sin embargo mañana volveré a cubrirme con mis mejores ropas
y si a la noche tuviera frío alcanzaré a meter mis pies bajo la mesa camilla
así me ardan al contacto con el brasero, por cobarde!

sábado, 17 de diciembre de 2011

puema inconcluso de amor y piedras rompiendo esperanzas como viejos viejos.

Y le diré a tus hijos la mujer que fuiste,
la mujer que hoy eres, escondida
en las entrañas del volcán.
Les contaré las noches y los días
en que no estabas; ni estás.

Les hablaré del aislamiento voluntario,
del estruendoso silencio que escondían
los gritos dolorosos e infames de las piedras
al chocar con las cabezas, y quebrarse.

Haré añicos sus almas, mas renacerán.
No te preocupes, es todo por su bien,
del mismo modo hicieron nuestros mayores
con nosotros, qué hijos de puta.

sábado, 26 de noviembre de 2011

23.

¿Son los almacenes depósitos de almas?

viernes, 28 de octubre de 2011

En días como hoy

En días como hoy rumio cada bocado y descubro que la segunda vez sabe siempre peor que la primera. Definitivamente no hay beso como el primero: tímido y torpe; y al mismo tiempo emocionante.  
¿Cómo voy a saber qué te gusta a tí si no sé qué quiero yo?

En días como hoy, en los que ni es doce de octubre ni nos equivocamos deliberadamente con las lecciones de historia mal aprendidas en la escuela, me estallan las glándulas lagrimales por lo que pudo ser y no fue, pero, ante todo, explotan por lo que fue y dejó de ser.  
Lamentablemente.

En días como hoy, camino de espaldas buscando la razón primera de mi existencia, más allá de un encuentro entre sábanas de dos que eran jóvenes y soñadores hace ya más de treinta años. Dos que dijeron que se querían tanto que lo que no querían era cumplir con cierto sacramento.
Aunque después cumplieran.

Digo que en estos días, en los que cada vez me siento más cerca del sueño infantil de la mendicidad, en los que me escondo bajo mi parka y dejo que la lluvia inunde mi tonsura incipiente, trato, sin fortuna, reinventarme. Y me quiebro en dos de un tajo que solo la vida asesta tan violento, y me rompo en pedazos como solo los perros destrozan las tareas del colegio, y me descompongo como solo cierto licor de dátil me arrasa el intestino y precipita toda la flora que ¡falso, falso, cien veces falso! un yogur adosó a sus paredes.

En días como hoy, en los que miro por la ventana como mujer de otro siglo, te estoy extrañando, Latinoamérica. Y aunque tengo muy claro por qué, soy incapaz de verbalizarlo sino es así, de esta manera anárquica que tengo de escribir, como pinceladas vírgenes y huérfanas en un lienzo en blanco que jamás podré completar.

domingo, 16 de octubre de 2011

Express Marrakesh

No hace mucho tiempo que visité el país adoptivo de Boabdil. En realidad no es su país adoptivo, nadie le ha acogido allí, pero él lo siente como suyo. Es uno de esos extraños asuntos que mi amigo el moro lleva con soberana tranquilidad y normalidad; así, por ejemplo, el bueno de Boa considera que Granada es su patria chica pese a que sólo ha visitado la ciudad del Darro en dos ocasiones. Suficientes dice él para saber que soy hijo directo del desdichado Boabdil. Y en su paranoia blasfema y maldice el caprichoso destino de tener en su pasaporte el hispano escudo y no el emblema del reino alauí.

Boabdil, a causa de su neura fantasiosa y quizá cierta adicción, visita eventualmente el país vecino; parece una broma pero no falto a la verdad si digo que es el único sello que figura en su despreciado pasaporte. Y para más inri, Boa no tiene intención alguna de visitar otro país, por muy occidental o muy árabe que este sea. La vida nace en el Mediterráneo dice podría conocer Italia o Portugal, o quizá la lejana Grecia, podría visitar el sur de Francia, o las nuevas repúblicas balcánicas, pero no creo que me enseñen nada que no haya visto aquí, en mi barrio, en mi ciudad, en mi región o en mi patria. Podría visitar Argelia, Túnez, quizá Egipto y sus pirámides, o el muro de las lamentaciones de Jerusalem, pero creo firmemente que no serán mejores o más bonitos que en las fotos que todos los turistas hacen y se mueren por enseñar. ¡Yo fui tantas veces a Marruecos...! Jamás tiré una foto, aproveché el momento, disfruté del momento... lo guardé en mi cerebro, eso es viajar. Me niego a coleccionar sellos en el puto salvoconducto como si el mero hecho de que un uniformado me pintarrajee el librito me haga más guay, más culto, o mejor persona.

Así como Boabdil visitó el magreb en múltiples ocasiones, esos días fueron mi primera experiencia allí, y ahora que ha pasado ya suficiente tiempo como para valorar lo que ví, lo que viví o lo que sentí no pienso hacerlo. Me lo guardo para mí. Me lo guardo porque muchos antes que yo fueron a Marruecos, y muchos de aquellos que fueron me contaron con todo tipo de señales qué vieron, qué vivieron y qué sintieron. Escuché historias asombrosas e inquietantes sobre cómo era la vida en un lugar tan cercano geográficamente y tan lejano en espíritu y mentalidad. Cuidado con la policía me dijeron no te vas a librar de un control policial en el que te pidan dinero inventándose que ibas a 140 km/h por tal o cual carretera. Cuidado con los extraños, no te fíes, lo único que quieren es robarte. Cuidado con la comida, no comas ensaladas ni nada que no esté bien cocinado. No bebas agua que no esté embotellada. No hables en francés si no eres francés. ¡Me dijeron tantas cosas! Nos decímos tantas cosas que ¡claro! al final uno cruza el estrecho con mil ojos para comprobar que la experiencia de uno es la única experiencia válida.

¿Y tu experiencia fue? Me pregunta Boabdil que mira por encima de mi hombro la pantalla del portátil en que escribo hoy. Express Marrakesh respondo, y entiende a la primera a qué me refiero. Porque con dos palabras le estoy diciendo a mi amigo que miré las estrellas en la oscuridad del desierto con miedo a peerme, que pasé 10 horas en un coche con la absurda idea de que mis amigos me iban a dejar tirado en medio del Atlas, deshidratado, con toda la ropa cagada, acobardado y semiinconsciente si me volvía a hacer de vientre. Le estoy diciendo que pasé unas horas una noche en la jaima de un bereber mofletudo que me quería vender hasta los bigotes de su hermano o, por lo menos, intercambiarlos por medicinas, bebiendo grappa de dátil, comiendo dátiles y bebiendo té. Le estoy diciendo que probé múltiples medicamentos españoles y oriundos que no hicieron ningún efecto, y que finalmente desesperadamente añado probé el remedio casero que todos recomendaban: Coca Cola y leche condensada. Le estoy diciendo que por muy avisado que estuviera era necesario que sufriese aquella horrible gastritis, el posterior tapón y las actuales pruebas médicas que dictaminarán si tengo algún virus porculero en mi ya de por sí maltrecho aparato digestivo. Le estoy diciendo que mi experiencia es única, que es sólo mía aunque muchos la viviesen antes, y que por tanto es inútil para el siguiente que pregunte; que viajar en páginas de papel o sitios web está bien, pero que es mejor oler la mierda que cagamos porque nos hace más fuertes, más cultos, más arrogantes, más estúpidos, más lo que sea que estés buscando ser. Que no es lo mismo escuchar una canción de Crosby, Stills, Nash and Young que vivirla.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La vida pasa. Vagas divagaciones tras un fin de semana a los pies de un lago.

Ayer volví de una boda en Francia, con amigos. Un viaje tranquilo y excitante al mismo tiempo, de birbam a Geneve, de Geneve a Annecy, de Annecy a Saint-Joiroz y vuelta atrás. Un paraje impresionante a orillas del Lago de Annecy, rodeado de montañas prealpinas. He dicho que es impresionante porque no se me ocurre un calificativo mejor, lamentable por mi parte, pero es que desde que llegamos a esta increible, que no paradisíaca, tierra, no he cesado de pensar que si aquél escenario hubiera estado bajo el sol que envidian en Europa, estaría muchísimo más violado por el amargo efecto del turismo y el ancho bolsillo ibérico de lo que ya está en el país vecino. ¡Y qué narices! No puedo encontrar un adjetivo mejor porque he hemos todos vuelto de allí impresionado. Me atrevo a decir, desde la ignorancia, que no hay un lago como en el que he estado; kayaks, canoas, veleros y ferrys lo cruzan con total tranquilidad, por no hablar del rumor local, del cual no tengo razón alguna para dudar, que dice que el alcalde bebe un vaso de agua servido directamente del lago durante el día grande de la ciudad, demostrando así que es el lago más limpio del viejo continente.

Ha sido un fin de semana memorable que ninguno de los invitados procedentes de birbam y bizarria olvidaremos jamás. Estoy seguro. Supongo que la huella que me ha quedado a mí ni es ni puede ser la misma que a los demás, que cada uno hemos vivido las diferentes situaciones y choques culturales parece mentira a nuestro modo. Por ejemplo, un amigo, incapaz de acercarse a una preciosa muchacha francesa de cabellos de jengibre, se fustigaba pensando en los años perdidos sin aprender otros idiomas, por los inviernos pasados en el pueblo, solo, disfrutando del campo y de los animales, sin pensar que las elecciones que ha tomado son precisamente lo que le ha ido formando hasta el adulto que mas o menos es hoy. Y sí, es cierto, el tipo, mi amigo, podría haber aprovechado su adolescencia para hacer algo más que tocarse, salir de fiesta, juguetear con alguna droga, y aprender, con sus ritmos, sobre la tierra. Entre otras muchas cosas. Sí, podría haberlo hecho, pero no sería el mismo.

Yo, a rebufo de mi amigo, percibo que el camino es siempre más largo de lo que aparenta, resulta imposible tocar el horizonte, y tras cada montaña hay un valle nuevo que visitar o pastar, según sean tus costumbres alimenticias. Hace más de un año, no mucho más, que volví del Reino Unido; de ese bosque en el sur de Inglaterra. Si bien sigo teniendo presente muchas de las cosas aprendidas allí, casi todas sobre uno mismo, en este largo fin de semana me he percatado de que hay algo que he abandonado como una manzana en la encimera de la cocina. Una manzana que se oxida léntamente y de la cual contemplamos su herrumbre con cierto gusto como el que se percata por vez primera del milagro de la naturaleza, la vida, ese apagarse.

La vida pasa veloz como el cóndor. No te dejes adelantar, no la persigas, cada vida tiene un ritmo.

jueves, 4 de agosto de 2011

El personaje (o La butaca) y III

III. La huérfana butaca (o no elegir bien los títulos y subtítulos)


Pero súbitamente, cuando ya había perdido toda esperanza de que un cuerpo ocupase la huérfana butaca, cuando estoy absolutamente abstraido en las anécdotas que cuenta don Mario y me dispongo a declararme su discípulo así le arranque la oreja a simones o judases, unas piernas colgando de un cuerpo ocupan el lugar abandonado. Son, eran, unas piernas hermosas y largas, femeninas; unas piernas que deliberadamente se cruzan al ritmo contrario que las de don Mario y todos sus discípulos, entre los que, felizmente, por supuesto, me encuentro. Así que me molesta el acto de rebeldía como si fuera propio, como si esas piernas insurgentes me estuviesen declarando la guerra a mí, únicamente a mí, y voy levantando mi vista con intención de decirle cuatro cosas bien dichas a la señora o señorita ¡Es que no sabe usted que cuando el maestro se atusa el pelo la pierna izquierda se superpone a la derecha! ¡Y que cuando se arrasca la cara es al revés! ¡Por dios! ¡Que hay que venir de casa con su obra leida!

Mis ojos suben por sus piernas, alcanzan su falda y su camisa, y se entretienen con su pechos, se estancan en su cuello, y cuando pasan la frontera que es su barbilla observan sus ojos brillantes observando al maestro. ¡Dios mío, es la mujer más hermosa que he visto en mi vida! ¡Don Mario! Grito, abandono, no le seguiré más, ahora cruzaré las piernas al ritmo que me mande esta señorita. Por alguna extraña razón las ganas de regañarla se esfuman. Y la observo, absorto y babeante, y un gran charco de esputos se forma en el piso, y mis pies en rebeldía chapotean.

Apenas tardaron 6 segundos en aparecer dos señores de gris con unos palos atados a la cintura que venían a buscarme; me echaron de allí sin golpes, sin empujones, y sin darme ninguna razón por ello. Pero lo peor de todo fue que no me dijeran quién era aquella señorita.

Desde entonces vivo en la puerta del edificio en el cual en la última planta hay un salón en el que un día estuvo don Mario. Duermo entre cartones que el mismo Andrés Herrera, o lanada, envidiaría. Hay muchos eventos, grandes reuniones con personajes famosos, artistas, toreros, modelos, damas de clase alta, políticos, empresarios. Todos me conocen ya, y me saludan por mi nombre, incluso los porteros y los seguratas me conocen, y me traen algo de bollería y un café con leche cada tarde, alrededor de las seis. A veces, me encabrono y quiero entrar, tengo la curiosidad ¡qué coño curiosidad! Es mucho más... ¡has perdido la cabeza! de saber si volverá a aparecer la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Pero, obviamente, nunca me dejan entrar, están todos enamorados de ella y tienen miedo, no sea que la vaya a raptar.

No necesité mucho tiempo para darme cuenta de que necesitaba la ayuda de Andrés Herrera para sacar a el coso de allí. Desgraciadamente la nada no atendía al teléfono; tardé casi una semana en dar con él, aunque cuando lo hice, he de decir, vino presto a buscar al coso. Sobra decir que nos lo llevamos por la fuerza, la oratoria de Andrés, que es escasa, no funcionó; no logramos engañarle así que no hubo más remedio que agarrarle de brazos y piernas, golpearle repetidas veces en el hígado y los riñones y precipitarle al coche de Mateo Lorenzo, que siempre está para arrimar el hombro, que esperaba en ralentí frente a la acera.

El coso está bien, no preocuparse; está en casa, encerrado en su habitación, al parecer. Su madre dice que tiene fiebres y no nos deja subir a verlo, dice que el médico ha dicho que nada de visitas, y menos de los amigotes, que siempre son mala influencia. ¡Acabáramos!

miércoles, 27 de julio de 2011

El personaje (o La butaca) II

II. Presentación del salón y baile.

En mi crecimiento, ¡lo has dicho como si en algún momento se dejase de crecer, sigo creciendo ahora, carajo! he tenido serios problemas con él. No han sido, estos problemas, mas que dilemas internos que sencillamente se pueden resumir en dos palabras: tengo prejuicios. ¡Qué novedad! Pues claro que tienes prejuicios. ¿Quién mierda te crees que eres? Por un lado me apasionaba su manera de narrar, de transportarme con dos frases a la selva amazónica o a un internado militar, pero por otro lado un prurito nacía en mi espalda cada vez que le oía hablar de cómo solucionar los problemas de su país de nacimiento, los obstáculos de América Latina, o las dificultades de su país de acogida. Políticamente estábamos, y estamos, muy lejos. Reconozco que tiene él una formación mayor que la mía, sí, seguramente... y seguramente también aunque dirás probablemente probablemente tenga mejores razones que las mías y, por supuesto, mayor discernimiento. Son asuntos estos que no me preocupan en absoluto. Pues algún día, al mismo ritmo en que yo adquiera esos valores iré perdiendo la pasión, la vehemencia y la creencia irracional en mis palabras por el simple hecho de que son las mías. Y, sobre todo, perderé también las ganas de incordiar por el simple placer de incordiar, porque llamar la atención ha sido y es la única oportunidad que tengo de participar en unos Juegos Olímpicos, siempre y cuando aprueben la propuesta que hice al COI con las 3 millones de firmas adjuntas, reunidas a lo largo y ancho del planeta con el fin de declarar el nudismo espontáneo en los recintos deportivos como lo que es: el más grande espectáculo que puede verse hoy en día. Estaremos todos y ninguno de nosotros de acuerdo en que un Madríbarça no vale doscientos euros. Sin embargo, ver saltar al campo a Jimmi Jump con barretina, mientras los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado resbalan, ridículos, al tratar de atraparle los vale. ¡Pues claro que los vale!

Pero no era, no es, Jimmi Jump a quien fui yo a ver aquella tarde, sino al último premio Nobel de Literatura. Sí, don Mario. Don Mario serio, don Mario atusándose el flequillo, don Mario cruzando las piernas, don Mario escuchando con atención, don Mario conversando, don Mario agarrado del brazo de su esposa, don Mario con el brazo encima del hombro de un amigo, don Mario apoyando a Ollanta Humala. Don Mario, el elegante don Mario, respirando a menos de diez metros de mi butaca, y mi butaca entre una orgía de butacas, y cabezas, y cuerpos con dos piernas que se cruzan cada vez que cruza don Mario sus piernas. Yo estoy, estuve, absorto lo reconozco, con sus palabras. Tanto que apenas me percato que tengo a mi lado, sentado con las piernas cruzadas igual que yo, igual que todo el salón, igual que don Mario, a uno de los más importantes editores del país de adopción de don Mario, que es el mío. Le miro de repente porque me resulta familiar, no le reconozco, caigo en la cuenta de su nombre cuando otro escritor, de cierta fama y que me cae mejor que don Mario pese a que no es ni tan bueno, ni tan alto, ni con el cráneo tan poblado como don Mario, aterriza en el salón y llamándole por su nombre le dice ¡Qué alegría verte! No te esperaba. Y se me queda la carita de tonto habitual; sí, esa de estoy aquí en medio y no tengo la más mínima idea de por qué. El editor pierde el interés a los veinte minutos de comenzar el acto y se va, sin hacer ruido, a un señor así no le hace falta decir adiós para que todo el mundo sepa que se marcha. El asiento queda vacío unos minutos y yo me inquieto, me faltan unas piernas cruzadas a mi derecha, me falta un cuerpo a mi lado respirando discontinuamente, un cuerpo que deje escapar gases sin justificarse ¡Que se jodan todos esos pelotas que vienen a cruzar las piernas al ritmo en que lo hace don Mario! La pierna izquierda sobre la derecha si se retoca el flequillo, la derecha sobre la izquierda si se arrasca en la mejilla.

lunes, 25 de julio de 2011

El personaje (o La butaca) I

I. Presentación del personaje.

No me gusta hablar solo porque siempre me contesto ordinarieces. No me gusta lavarme la cara y despojar a mis ojos de legañas. Me enerva mirarme en el espejo del baño y recitarme un texto apocalíptico, señalando con el índice esta pánfila cara reflejada. No obstante, no encuentro remedio a este ataque de histerismo diario ausente de histeria, y plagado de luces y focos que imagino colgados del techo necesitado de una mano de pintura última. Me enerva, y por eso tirito. Unos dicen que es el pehachecé del jabón que se cuela en las cuencas de mis ojos lo que los irrita, sin embargo, ya en lo más superfluo de mi piel cuarteada y seca reconozco que no es así; no tiene, pues, sentido profundizar, pero lo haré: Me consta que la razón de las lágrimas que brotan y caen en cascada por mis mejillas está únicamente en el convulso cerebro que he ido educando, a lo largo de estos años, como si fuera esta viscera un ordenador desfasado y casi inútil cuya memoria vale sólo para recordarnos aquellos marcianitos, comecocos, lemmings, o simuladores de deportes a los que jugábamos impulsivamente. Siempre en solitario, contra la máquina decíamos aporreando compulsivamente la barra espaciadora del teclado; como abuela con azotador.

Se nubla la vista y no hay vapor en el aseo, miro a ambos lados porque mi imagen en la pared vidriosa me yerve las tripas. Excitado, busco mi doblez diaria, y así, al fin, fraccionado, aparece el coso con aire distraido, tarareando mmm mmm mmm mmm de Crash Test Dummies: Once there was this kid who got into an accident and couldn't come to school... Con intención de contarme alguna de sus anécdotas inacabables.

No hace mucho más de dos meses que fui a ver de cerca a un personaje al que admiro pero que no me resulta simpático. Le llamo personaje porque considero que todo aquel al que sólo alcanzo a ver en los medios, ya sean impresos o audiovisuales, son parte de la mentira mediática que asola este y otros muchos paises del mundo. Todos. Lo llamo personaje porque si no le conozco, si no he hablado con él o al menos he oido su dulce tonada en vivo, no existe.


Pero no es este un personaje normal, no es el protagonista de la última serie televisiva de moda sobre adolescentes incapaces de hacer un gallito al hablar, porque pasaron esa desorientada etapa entre despistes, embustes y juegos adultos, diez o quince años atrás. Llevo años siguiéndole, pero no como la exmiss y exmodelo. Te explico: Yo sí he leido su obra. No toda, no te voy a engañar, pero sí me he permitido el lujo de vivir en alguno de los mundos que ha creado. Llevo años siguiéndole, esperando la oportunidad de estar en el mismo salón que él y decirle: Disculpe maestro... y cualquier pavada que se me ocurra; que si fírmeme aquí si es tan amable, que si definitivamente su novela no va de perros, que si apártate que te aúllo, que si mantiene usted un pelazo estupendo, que si de aquellos polvos, estos lodos.

Reflexiona: quizá llamarle personaje sea demasiado... definitivamente me hace falta más vocabulario.

miércoles, 8 de junio de 2011

de una sopa de letras (hasta hoy)

Era tan pequeño como se puede ser a los seis años, tan canijo como un niño de seis años pueda serlo a los siete o a los ocho, y a los nueve también; no era Garbancito y, aunque no quería serlo, en ocasiones elucubraba los beneficios de tan minúscula talla Mamá no me verá cuando no quiera comer repollo, me esconderé bajo la mesa o, mejor aún, en la cesta del pan, y roeré toda la miga del pan de hoy ¡Y la del de víspera también! No tendrán qué mojar en la salsa; así aprenderán. Y seguía dibujando escenas con la cuchara en la sopa de letras Me refugiaré en el cajón de los calcetines cuando quieran que haga mi cama; en la lavadora cuando haya que ducharse; en las alcantarillas, cuando en la calle nos topemos con alguna vecina pesada; en el conducto del aire, como los diminutos, cuando me toque como cada sábado poner la mesa. Y seguía y seguía pilotando avioncitos de papel, manejando autitos que no usan gasolina, viajando por los desagües y las cañerías. Hasta que una colleja divina prolongada en el rechoncho brazo de mi abuela me arrojaba al plato; y yo lloraba, no por el mandoble ganado con razón, ni por el picor de la siempre extremadamente salada sopa de la abuela ardiendo en mis ojos, sino por caer, de súbito, de las musarañas hasta el tórrido plato sopero en que no podía nadar o buscar desesperadamente el trocito de pan que imaginé barquito. Al parecer volvería a perder el autobús de vuelta al colegio.

Así me pasaba la tarde entera castigado en el aseo, haciéndome cortes de manga frente al espejo, desfilando en círculos sobre el plato de ducha y soñando que escapaba por el sumidero a otro lugar, a otro país de los de nuncajamásdelosjamasescuentesquehasestadoaquí.

El castigo duraba lo que tardaba mi padre en llegar a casa después de trabajar. No es que él me liberase sino que sus palabras regañadoras provocaban en mis lacrimales una apertura de compuertas violenta como una falla en un presa. Sin embargo, cuando volvía a la mesa de la cocina descubría que allí, en el mismo lugar donde lo dejé, estaba el maldito plato sopero esperando mi regreso, esbozando con las letras una sonrisa burlona.

Por la noche, aquella maraña de letras empapadas en caldo viajaban al papel, y del papel a la voz de mi padre, y de su voz a mis oidos vírgenes de historias de piratas, aventureros en mares lejanos, brujas, princesas, caballeros andantes, correspondencias entre niños enamorados, huérfanos en el Mississipi o en grises ciudades del norte brutalmente industrializadas, batallas entre indios y vaqueros, y pandillas de niños detectives con perros salchicha de mascota. No podía remediar temblar cada vez que mi padre hacía una pausa, cada vez que con los ojos entornados sentía que mi padre callaba para pasar de página, temiendo que abandonase en silencio mi habitación, reptando cual yarará devoradora de letras sin sopa.

Recuerdo que en esos seis, siete u ocho años que cargaba en mis debiluchas espaldas me complacía tremendamente que papá viniese a leer a mi habitación las noches que el cansancio le dejaba, desconocedor de que sus cuentos me incitaban a volar cuando debía comer. Pronto, por una mezcla de orgullo y de querer crecer antes de tiempo, me empeñé en mejorar mi lectura, para demostrar que ya era un adulto. Reconozco que las fechas y las edades me bailan como elvis en salpicadero.

Por razones que esgrimiré sólo en presencia de un camarero, marchó toda la familia a la capital. Allí, comencé a tener dos familias en una sola, asunto este que me hizo realmente afortunado ya que, entre otras muchas razones, comencé así a intimar con mi tío y su ronca voz, que empezó a guiarme en mis cada vez más frecuentes visitas a la biblioteca municipal en el inicio, y a su biblioteca personal por el resto de mis días. No es de extrañar que un niño como yo no pudiese dejar de clavar sus ojos en un adulto como mi tío, pues era el mejor contador de historias que conocí jamás. En ocasiones cierro los ojos con fuerza, levanto los brazos y estiro con vehemencia las manos y los dedos, y alcanzo a oirle.

Ahora miro para atrás a menudo; siempre he dicho que uno es su pasado y el de los suyos, que estaremos condenados a perdernos entre la gente, a perder nuestra idiosincrasia personal valga la redundancia. Evidentemente, este pensamiento no es ni original ni mío. La cuestión es que mirando atrás dejo a un lado adelante mi ombligo, y siento que en algún momento de mi infancia creí que leer era cosa de hombres, de adultos, de ciudadanos responsables, y creo que fue porque fueron mi padre y mi tío quienes me incitaron a leer y a escribir. Reconozco que en mi infancia ese cosa de hombres discriminaba a las mujeres. Por suerte, las mujeres de mi vida me enseñaron que no sólo eran más válidas que yo sino más inteligentes y, además, leían más y mejor que yo.

Entonces vuelvo a mirar atrás, y acierto a esquivar el mandoble de la abuela, sin la fortuna de no poder librarme del tropezón, y caigo de la silla abriéndome la cabeza, y corro por el pasillo con la testa ensangrentada, y cuando mamá limpia mi herida más letras que en la biblia brotan desconsoladas.

Mamá lee Cerrarás la llaga mas no podrás cesar este manantial. Ya de niño era un pedante.

martes, 7 de junio de 2011

Cataratas y el quince eme IV

Por un lado está la falta de tiempo, por mucho que seamos dos el día mide 24 horas, no hay más. Por otro lado está la falta de ganas: las ganas de sentarse a escribir, las ganas de acercarse a Sol todos los días, las ganas de achicharrarse bajo el sol de Sol y con razón me dicen que no estoy lo suficientemente comprometido con las causas que predico. Y, por último, está el tercer cateto de este triángulo equilátero: Cataratas empezaba a repetirse cada día que le veía por el kilómetro cero.

Este parlamento que sigue es, básicamente, lo que piensa Cataratas. Con él quiero poner fin a esto. Sol me desborda, lo apoyo, lo sigo con ilusión e, incluso, participo. Pero es una ola que no se puede frenar y a la que yo no puedo dar voz desde aquí. Sobre todo porque esto es una ficción, como todo lo que vertimos, el coso y un servidor, en esta palangana trespuntocero.

Entonces, Cataratas dice que Todo esto es tan ilusionante que, en ocasiones se me cae alguna lágrima al vernos en televisión, al ver a los compas de Barcelona, al ver todas las acampadas en las plazas españolas, europeas y latinoamericanas... pero también me yerve la sangre al ver cómo los políticos responsables de esto están tenientes, al ver que los banqueros miran para otro lado y mantienen su impunidad, al ver que los señores de bien miraron y miran con buenos ojos las revueltas en la otra orilla del Mediterráneo y no le dan importancia a lo que está pasando en su propio país. Porque, no nos engañemos, el país pertenece a estos señores encorbatados y ciegos, y no al pueblo... pero eso va a cambiar, está cambiando. Ya sabes, Boa, que si por mi fuera el movimiento estaría más cargado de ideales políticos... poco a poco esto va tomando forma, no lo voy a negar, pero si por mi fuera... Si por mi fuera estaría pidiendo la abolición de la monarquía, no me gusta que pidamos el fin de los privilegios de banqueros y políticos y no el de un rey que puso un señor bajito con bigote y mala leche. Un señor descaradamente afeminado y monotesticular que se vanagloriaba de su hombría y de salvar a España. Pues mira tú como al final es el pueblo el que tiene que salvarse a sí mismo.

Y esto es precisamente uno de los puntos del movimiento que no me gustan: su españolismo. Es cierto que el movimiento se propaga allende las fronteras del estado pero en su inicio, quizá por modestia, no estaba previsto iluminar al mundo como se está haciendo. Intuyo que el internacionalismo que está adquiriendo tiene más que ver con iniciativas propias de españolitos indignados que viven en el extranjero, y no creen que sea posible volver a su país de origen, y la adhesión improvisada y eventual de indignados nacionales. Y entonces le interrumpo ¿Insinúas que aquí el movimiento ha estado orquestado por alguien en la sombra? Y me contesta casi antes de que termine de expresarle mi duda Para nada, si todo esto hubiese sido promovido por alguien o algo no habría tenido el éxito que está teniendo. Por cierto, gran parte de ese éxito tiene que ver con que no es una revolución. Se trata de tomar medidas revisionistas. Y ese es el otro punto que no me gusta del movimiento, aquí lo que hace falta es una revolución, no hablo de tomar el Palacio de Invierno con la fuerza, hablo de tomarlo con la razón.

Y se hace un momento de silencio, Cataratas se seca la frente de sudor con un pañuelo que le presta su chica, una jóven que ha conocido gracias a todo esto, y de la que me dice en susurros que puede llegar a enamorarse.

Por supuesto que hay cosas de esto que sí me gustan, estamos demostrando que no hace falta la violencia para hacernos escuchar. Estamos demostrando que sólo estábamos dormidos. Estamos trabajando para terminar de una vez por todas con la Transición que dejaron a medias nuestros mayores. Probablemente nuestros hijos tendrán que terminar nuestro trabajo, pero nosotros tenemos que avanzar todo lo que podamos. Sin embargo... como te decía, Boa, falta mucho trabajo por hacer. Se oyen cosas muy raras dentro y fuera de Sol, gran parte de la sociedad está en contra de Sol, y eso es estar en contra de la sociedad misma, es estar a favor de mantener el orden establecido. Se oyen voces extrañas hablar de asuntos que no han pensado antes, se nota que no hay gran recapacitación en muchos de los argumentos de los tertulianos, ya sean de televisión, de salón, o de tasca. Pero también se oyen argumentos vacíos dentro de las asambleas, gentes que buscan el aplauso, ese minutito en el que sentirse un Fidel con el poder de la oratoria, materia que jamás estudiaron, por cierto.

Es uno de los grandes problemas de este país, de esta sociedad parcialmente enferma: No hay formación política. Te lo diré de otro modo: a tí te gusta la música asiento te gustan muchos estilos musicales, te gusta el rock and roll, el hip hop, el blues, el jazz, el flamenco, la bossa nova, el reggea, no sé, te gustan muchos estilos diferentes pero... ¿te consideras un experto en todas ellas? ¡Por supuesto que no! contesto ¿te consideras experto en alguna de ellas? ¡No! vuelvo a contestar. Pero te gusta la música, realmente disfrutas de escuchar música y es posible que no concibas el día a día sin oir al menos una canción. Se calla un momento, vuelve a limpiarse la frente y aprovecho Entiendo lo que dices. Creo que sé a dónde quieres llegar. ¿Tocas algún instrumento? me pregunta ¿Sabes solfeo? niego con la cabeza ¿Entonces, por qué hablas de música como si fueras una personalidad en la materia? No, no lo hago vuelvo a negar. ¡Exacto! grita excitado No lo haces, y sin embargo si hablamos de política nos enervamos todos y defendemos posturas indefendibles que no mantendríamos si tuviéramos una formación política adecuada. Este es el mayor problema de este país: la educación aborregante, y estamos aquí dando pasos para solucionarlo.

Sin embargo, y con todo esto, Cataratas dice que no se va a bajar de este burro, ha hecho un duro ejercicio de consenso consigo mismo, y está encantado de sentarse al lado de compañeros que no piensan lo mismo que él, demostrando la madurez y el compromiso social del movimiento. Y cuando se decida en asamblea abandonar Sol, apoyará al movimiento en los barrios porque, según dice, es la continuidad lógica del movimiento. Y yo estoy de acuerdo.

Salud, compas!

P.D.: Pese a las reminiscencias franquistas que nos trae el dichoso nombre, el movimiento vencerá, porque este es un movimiento real y popular, no como aquél. Termina diciendo el punki.

domingo, 22 de mayo de 2011

Cataratas y el quince eme III

El jueves volví a ver a Cataratas. Fue tarde, alrededor de las 4 de la mañana. Me acerqué a Sol sin móvil, lo cual me dificultó encontrar a muchos amigos y conocidos que sabía que andarían por ahí. Pensándolo bien no andaban mucho, el tránsito por la plaza del kilómetro cero resultaba imposible dada la altísima afluencia de gente.
El jueves hubo muchísima más gente que el miércoles, y el miércoles más que el martes, aún no sabía que conforme irían pasando los días las visitas a Sol crecerían más y más. Quedé ojiplático al oír a un organizador decir por megafonía hoy somos demasiados, pero rápidamente se corrigió Compañeros, compañeras, nunca somos demasiados, simplemente estamos desbordados. Hoy somos muchos más que ayer.

La cuestión es que me encontré tarde al punki, iba deambulando por los alrededores de la bocacalle de Alcalá, más o menos a unos diez metros de donde reubicaron hace poco la estatua del oso y el madroño, cabizbajo y pateando latas de cerveza que luego recogía ¿Qué haces, tú? Saludé como saludamos los callejeros. ¡Coño, Boa! Pensaba que hoy no te iba a ver. Pues nada aquí, que me he juntado a la comisión de limpieza y ¡joder! Esto parece un puto botellón. Yo entiendo que te bebas un par de birras, o seis pero ¡hostias! venirte a hacer botellón con tu botella de güisqui, tu refresco, tus hielos y tu jodido jersey colgado en los hombros, aprovechando que hay una concentración, para irte a la puta discoteca de pijos de la calle Arenal... no me cabe en la cabeza. Mañana saldrá en la caverna mediática que aquí no hay una revolución sino un botellón.
En ese momento, un ciudadano bangladeshí nos roza las caras con una lata de cerveza ¿Cerveza? No, gracias dice Cataratas. Pues yo no te voy a engañar pero... me he tomado lo menos siete cervezas. ¿Y qué? Me dice Pues claro que te has tomado siete ¡qué más da! En este caso lo que me jode es que he oido a un par meterse con ellos. Y en esta revolución no puede haber xenofobia, no hay cabida para el racismo o la homofobia. Todos podemos aportar, todos aportamos. Y sin duda ninguna necesitamos a los inmigrantes para que este movimiento concluya positivamente.

Seguimos hablando durante, al menos, veinte minutos, pero me dijo que no contase más que lo reflejado hasta ahora. Sí puedo decir que me dió la sensación de que cada día está más comprometido con el movimiento, así lo dicen, así lo decimos. Pese a que vengan con el nombre reminiscencias del franquismo.

Cuando llegué a casa miré el móvil, tenía muchas llamadas perdidas y tres mensajes. Uno de ellos, el último que había recibido era de Cataratas: x cierto, sabes q la junta electoral dice q el sábado la concentración es ilegal?

Sí, lo sé, mñn t veo
contesté.

Cataratas y el quince eme II

Si hay alguien que me lea (nos lea) y que no sea amigo de el coso o de un servidor se habrá dado cuenta ya de la poca palabra que tengo. Dice mi psicoanalista que es debido a que me autoimpongo una serie de deberes que yo mismo sé de antemano que no soy capaz de cumplir. Trataré hoy de cumplir, sin atender a recursos estilísticos, la promesa que hice en la anterior entrada.

Parafraseando a Fray Luis de León diré que decíamos ayer que el punki sin cresta, en el alborozo y la algazara de las concentraciones en la Puerta del Sol, me pedía que contase en este humildísimo y bipolar blog sus disertaciones, siempre y cuando estas fuesen recibidas de primera mano y cara a cara.

El miércoles 18 me volví a encontrar a Cataratas con su uniforme de gala, pantalón de cuadros y una camiseta sin mangas. Para picarle le comenté que todo era una chapuza y que había mucha fiesta y poca política. Más o menos eso era lo que me había dicho el día anterior. ¡Vamos, no jodas! me dijo Se trata de una fiesta democrática, del derecho del pueblo soberano a pedir más libertades sociales, más participación ciudadana, mayor protagonismo del pueblo en los obsoletos engranajes democráticos españoles. A estos me inquirió señalando a un pureta y a los medios se les llena la boca diciendo lo ejemplar que fue la Transición. ¡Una mierda ejemplar! Un pan como unas hostias es lo que hicieron. Una chapuza que nos han colado por el aro y nos hemos callado, hemos estado apollardados treinta años... Está claro que estamos mejor ahora que con el dictador, pero no estamos bien. No, no lo estamos. Si te soy sincero, Boa, yo vengo por inercia, estoy asistiendo a las asambleas, a todos los grupitos que se están formando pero... no sé si hay alguien detrás, y si alguien no sé quién es.

jueves, 19 de mayo de 2011

Cataratas y el quince eme

Ayer, en realidad fue el diecisiete de mayo, me encontré a mi amigo Cataratas en la Puerta del Sol gritando todo tipo de improperios justificadísimos contra el sistema. El punki, que lleva diez años sin leer un periódico, ha sido capaz de entender por qué la juventud ha salido a la calle. Él mismo me decía ¡Cómo no puede, esa gente leída, ver lo necesario de unos mínimos cambios. Cómo no pueden ver que el sistema ha fracasado y que hay que transformarlo!
Sin embargo, su actitud no era la actitud festiva que suele tener en este tipo de saraos. Hay algo que no te convence ¿verdad? Pregunté. Pues sí, Boa, me faltan fundamentos. Esta no es mi revolución, no es la revolución que necesitamos, no es por la que tanto luché, lucho y lucharé, no hundiremos al capitalismo con una acampada comenzó ¡Hombre! Algo es algo Interrumpí ¡Por supuesto! Por eso estoy aquí, aunque pienso que los discursos de estos tipos están vacíos, que no han tenido la formación política necesaria para llevar a cabo la revolución. Su posición es legítima, y yo voy a participar, me adheriré a cualquier decisión que tomen sus asambleas. ¿Sabes por qué? Porque estos son de verdad el pueblo, apolítico, guerrero y festivo. En fin, tú... que me voy a ver a los de xxxxx, luego te veo por aquí, o mañana, o pasado, porque esto va para largo. Y desapareció entre la gente.

A los diez minutos volvió y me dijo No te importará escribir lo que te he dicho en el coso bipolar. Por supuesto que no contesté.

Ayer, y esta vez ayer sí fue ayer, le volví a ver pero trataré de contaros mañana que fue lo que me dijo. Ahora no tengo tiempo. Me voy a Sol.

lunes, 2 de mayo de 2011

el final de las historias que me cuentan

Tengo la mala costumbre de no escuchar jamás el final de la historias que me cuentan. Supongo que tengo un déficit de atención bastante importante. Otros dicen que importante no es, que es severo, pero si empiezan a esgrimir razones cargadas de ejemplos de gente seria que tuvo, tiene, o ha tenido el mismo problema, genios los dicen, personajes fuera de lo común que dan palmas con las orejas o se apagan cigarrillos en la lengua o el sobaco, mi mente comienza un vuelo en ala delta que dibuja círculos en derredor a mi cabeza y termina estampándose contra el suelo, rompiéndose en mil ideas que huyen desesperadamente hacia el conducto del aire, hacia el desagüe, o hacia las minúsculas fisuras de las negras paredes de mi alma. Así, el día en que un compañero de la facultad, quejicoso, me hablaba de lo mal que le iba a ir en los próximos exámenes a causa de su no asistencia a clase, en mi mente se empezaron a garabatear las primeras pellas adolescentes y sus bocadillos de calamares en la Plaza Mayor. Una a una las ideas se substituían y atropellaban, así del bocadillo birbaniano viajaba a las visitas a los billares y aquella partida en la que gané dinero apostando en mi contra, a las veces, las más de las veces, que perdí dinero jugando a las cartas, a las cartas que escribía cuando Bécquer me nublaba la vista, a las iniciáticas lecturas de Kerouac y Ginsberg, a la noche del tripi y a la que dormí en la orilla norte del Sena, al viaje que nunca hice a París, a los cruasáns de la pastelería del barrio, a los desayunos con mamá peinándome las cejas a lametones, a las mañanas que salía de casa hacia el colegio y me bajaba veinte o treinta paradas después... y entonces mi mente despertaba ante la pregunta que alcanzaba a reconocer el oído sano ¿Y tú qué opinas de todo esto? Pero... yo qué voy a opinar, quizá musito un No sé, todo eso es muy complicado, y Voy al baño o a la cafetería o a clase, o a dónde sea pero me muevo físicamente, que descansa de viajar en sueños cuando no se debe. El caso es que digo o hago algo parecido, no se vayan a enterar de que soy tonto de baba.

Supongo que debido a esta carencia, de la cual lentamente mis mas cercanos amigos y enemigos se han percatado con mayor o menor fortuna, interrumpen mis historias avanzando un final sorprendente que pierde toda originalidad. Y me miran desconfiados, y resoplan o se llevan las manos a la cabeza, o aparentan falsa emoción al mismo tiempo que sonríen, o ríen escandalosamente. Quizá sea sólo a causa de mi discurso dubitativo, de mis eternas digresiones, mis estultas enumeraciones y mis cultismos desubicados. Como si no quisiera que nadie me entendiese, como si disfrutase con mi discurso muerto y me enroscase de placer en diatribas furibundas de parvulario eructadas frente a un espejo achaflanado.

Así es que me invento el final de las historias que me cuentan y las poso aquí, para que alguien las tome.

domingo, 10 de abril de 2011

pude haber nacido en un país de veranos eternos
de exceso de peplos y anemia de besos

no fue así y lo inventé

martes, 29 de marzo de 2011

era nuestro reino, mi taifa

Hace ya cinco meses que no vivo en mi barrio. Es la primera vez que estoy fuera del manto familiar. Aunque no me he alejado mucho, vuelvo varias veces a la semana, con cualquier escusa estúpida, por el simple placer de pasear por esas calles que un día imaginé mi reino. ¿Mi reino? No, mi reino no, ¡mi taifa!

Vuelvo a mi taifa a menudo, y aunque sólo hace cinco meses que no habito en ella se me sugiere un lugar extraño, un pais extranjero que visité hace tiempo y que se me presenta ahora tan distinto que ya jamás volverá a pertenecerme sino es en mi retina, en el recuerdo de calles de tierra y balones de trapos. Sí, cuando yo era niño mi barrio era un barrio de posguerra en los años ochenta, una barriada lentamente asolada por el caballo. Los jóvenes desaparecieron poco a poco, tras sus sombras. Primero poblaban, como pueblan o invaden los zombis, el prado donde más tarde nos imaginaríamos peligrosísimos macarras. Y digo más tarde, porque en aquellos primeros años de la década de los ochenta el descampado estaba vetado. No tardé tanto como creo en comprender que no eran muertos vivientes sino mi primo mayor, el hermano de Cataratas, la hermanastra de Perico Abad, la hija del dueño del Linares... eran los jóvenes del barrio, no había que temer; sólo estaban enfermos, adictos a un caballo que por mucho que buscaba desde la ventana de mis padres, la única habitación que daba directamente al descampado, era incapaz de encontrar; mi madre en su sabiduría de madre lo solucionaba todo con No les mires, esos chicos han caido en la droga, si no quieres que te se lleve contigo no les mires. Nunca entendí si me iban a llevar los zombis, la droga, o el caballo fantasma. Así que un día, harto de espiar por la ventana, bajé a la droguería y pregunté por el caballo. La respuesta no pudo ser más tajante, aunque no me quedó muy clara, honestamente: Un bote de agua oxigenada que andaba empapelando la señá Dolores surcó la habitación golpeándome en la frente, abatiéndome y dejándome en el suelo hasta que un cubo de agua sobre mi cabeza logró despertarme. Tendría yo unos ocho años, los ochenta terminaban, los zombis caían a gran velocidad, huían de las patrullas vecinales, o terminaban en principio en la cárcel por trapichear y finalmente en el camposanto, ya que no hay peor lugar para quitarse de la droga que la cárcel lloraban las madres sufrientes y amatísimas.

Las patrullas vecinales las formaron los propios familiares de los zombis, las madres, hartas del expolio de sus cachorros, fueron las más belicosas e intransigentes con su propia sangre. Bien sabemos que llevaban el sufrimiento por dentro y por fuera, ya que jamás se quitaron el luto desde aquellos días. Gracias a ellas, a su lucha, se salvó la siguiente generación, según decían. Cuando lograron echar a todos los zombis del descampado, empezaron a limpiarlo todo, a sabiendas de que el ayuntamiento de birbam no se preocuparía por ellas; también comenzaron a acampar una noche a la semana en esas tierras que se habían llevado a sus hijos. Lo hicieron durante años, de primavera a invierno, sin importar si llovía, nevaba o hacía un calor del infierno. Y lentamente fueron cayendo también, por la edad, por la pena, por la gripe,... Nunca se supo quién introdujo el caballo en el barrio, unas culpaban al entonces presidente González, otras al comisario de policía que quiere acabar con nosotros, para él somos ratas gritaban las más plañideras. Nunca se supo, y pronto dejó de interesar. En realidad sólo interesó mientras duraron las madres.

Tan pronto las madres dejaron de ir al prado empezamos a ir nosotros. Recuerdo que los primeros días lo creíamos limpio, de vez en cuando encontrábamos alguna jeringuilla usada o una aguja huérfana, pero nos callábamos para no alarmar a nuestras madres. Nos colábamos a hurtadillas en el descampado, era evidente que nos veían deambular por allí, pero jurábamos y perjurábamos que el prado estaba limpio, y como nadie más que nosotros se atrevía a entrar... Sabíamos que en cuanto supieran de nuestros hallazgos nos prohibirían jugar allí, y nosotros no estábamos dispuestos a abandonar nuestro territorio, allí sólo entrábamos nosotros, y en alguna ocasión Vicky, si la invitábamos. Era nuestro reino, mi taifa. Estábamos realmente concienciados del daño que había causado la heroína en el barrio, éramos muy cuidadosos con todo instrumento que encontrábamos y relacionábamos con los zombis. Pero no estábamos preparados para ahuyentar otras drogas más blandas, y nos volvimos a esconder en el prado donde nos juntábamos a soñar que éramos peligrosísimos macarras. Sin embargo, esta vez, a mis dieciséis años, no se me ocurrió ir a comprar chocolate ni a la droguería ni a la tienda de dulces. Sabía dónde encontrarlo.

Nosotros fuimos a la escuela, nos criamos en unos hogares más estructurados que los de nuestros primos los zombis, pero caímos en trampas parecidas, igual que años antes nuestros padres tuvieron otras trampas que no supieron esquivar. Cada generación tiene sus cosas.

Ahora no queda más de un tercio del prado aquél en que soñábamos con ser mafiosos. Parece que estuvieran esperando a que me mudase para empezar la obra. Dicen que va a quedar así, para que los muchachos puedan jugar al fútbol, para que nunca se nos olvide aquella generación perdida. Para mi siempre será mi taifa, así construyan un centro comercial yo seré el dueño, el visir Boabdil.

(otro día os cuento sobre mis súbditos)

domingo, 20 de marzo de 2011

por más quiebros, recortes o bicicletas (o de un tonto enfadado)

I.

Últimamente pido disculpas demasiadas veces. Ciertamente, no sé si es un hecho postivo, y no puedo decir, como siempre hago, que me venga al pairo. No estoy hablando de pisar a alguien en el metro o golpear con la bolsa cargada de libros a una señora de riguroso luto asida al brazo de su hija, que no por ser hija sigue siendo joven. Hablo, escribo, del perturbante hecho de reconocer el error. Sentimos el error como una pierna clavada en el fango que no se ha de liberar, no porque no se quiera sino porque no se puede, porque movemos y removemos la pierna arremolinando el barro, como si fuera el solitario aspa de una hélice condenada a no levantar el vuelo. Más nos valiera cortarnos la pierna y abandonarla, inerte, en la movediza arena. Más nos valiera, sí, mas no arreglaríamos problema alguno. Ni falta que hace eructarán, y morirán con sus miserias y un muñón gangrenado invadiéndoles las entrañas, copulando con sus amargos jugos gástricos, encargando a parisinas cigüeñas miríadas de gusanos que devoran la pierna huérfana y enfangada, oxigenando el barro yermo. Viva la vida gritan, muera la muerte.

Me disculpo, enésima de las disculpas de hoy, porque vuela mi bolígrafo azul y no mi mente. Infinito error que me aboca al fracaso que no alcanzo a regatear, por más quiebros, recortes o bicicletas que me empeño en repetir pisando la cal.

II.

Ya estamos, otra vez, ensuciando con palabras una página en blanco.

III. 

Y así, pedir perdón sea inutil y no importe. Así, se retuerzan las lombrices en las cuencas de los ojos de los preciosos cadáveres que abandonemos ancianos en el lodo, junto a la pierna amputada. Morir joven es un invento de Holliwood dijo; y pedalea un cuerpo ausente de tronco, apenas un par de sutiles piernas alocadas como un niño girando sobre sí mismo, así fueron mis primeros pedos dijo, y empezó a volar, y por más quiebros, recortes o bicicletas que ensayó frente al espejo siempre se sentaba en el banco de piedra mientras los demás pateaban aquél amorfo balón hecho de gomaespuma, papeles viejos y cinta aislante, y repasaba en su cabeza los túneles que tiraría a esos bastardos si un día le dejasen jugar. Y así, después de humillarles, uno a uno, pedirles perdón. Una disculpa hipócrita que también había ensayado una y mil veces frente al vetusto espejo; y revanarles los cuellos, uno a uno, con una encantadora sonrisa atravesando la cara, la mismísima jeta demoníaca que esconden los angelotes rubios clonados del efervescente adolescente de El lago azul. 
 
IV.

Pero nadie espera que alguien le venga a pedir perdón al encontrarnos tirados en el piso después de un quiebro, después de un recorte de salario, o después de que te roben la bicicleta en la puta puerta de tu casa, por mucho que cada segundo que pasa aumentan las posibilidades de haber candado la bici al aire. ¡Eh, ahí tenemos el error! ¿Y después del error viene el perdón, no? Pues hoy no, hoy sólo pediré perdón cuando le abra la cabeza al ladrón. ¡Qué ya está bien, hombre, que parecemos tontos!

domingo, 13 de marzo de 2011

22.

Siempre se arrepienten los almendros de florecer a destiempo.

viernes, 11 de marzo de 2011

también nos bajamos los pantalones

Como dijo el Coso el otro día, ayer nos reunimos otra vez en la parroquia. Esta vez él y yo solos, a las 20.30 en la puerta del Linares me escribió, y pensé que parecía una película del oeste en la que no sabía si yo era el sheriff o el forajido malvado que roba las gallinas, siendo estas simpáticas pero estúpidas aves las mujeres inteligentísimas y preciosas que bailan en el saloon. No me dio la mano al encontrarnos, yo tampoco se la estreché a él. Dos botellines, pidió por mí. ¿Vamos a sentarnos a esa mesa? Aquí somos canción para oídos ajenos espetó, y cuando el Coso se pone así de metafórico más vale hacerle caso. ¡Chicos, aquí tenéis! dijo el párroco señalando un plato de alitas de pollo con salsa del infierno. Me levanté por el plato, que estaba ardiendo, y al sentarme comenzamos a hablar.
No puedo leer más. Lo siento. No puedo contar cómo fue la conversación, sí tengo permiso para decir que hubo reproches mutuos como si fuéramos una pareja a punto de romper. Hubo un momento especialmente tenso que el Coso os contará, al menos eso dijo. Pero no te creas, también nos bajamos los pantalones, nos declaramos amor eterno, pase lo que pase, nos lleve a donde nos lleve la vida y, por fin, tras la ingesta masiva de zumo de cebada me contó el ansiado asunto. Aquello que le había dicho la semana pasada a Cataratas cuando le encontró en la calle, y que tan tocado había dejado al punki. No tengo permiso para desvelarlo, supongo que él lo hará.
Nos marchamos del Linares sujetándonos espalda con espalda porque no nos encontramos los hombros ya que el párroco tenía que cerrar. Así que tuvimos que ir al bar del padre de Afano, que ya apenas se acordaba de nosotros, y si lo hacía disimulaba mejor que Fraga ante una bandera nacional con el pollo. En el camino cambiamos de tercio, y la conversación se fue hacia estas letras, no éstas precisamente sino las que hemos vomitado en los dos últimos años he perdido la cuenta ya en estos instrumentos dospuntocero que llaman blog. No decidimos saltarnos las reglas que redactamos al principio, aquellas sobre la confidencialidad de cada uno y el mínimo de entradas trimestrales de cada cual, pero sí vamos a ser más flexibles. No tiene sentido el eterno rebote de el Coso dadas mis increíbles aptitudes para hacer lo que me venga en gana.
He amanecido tarde hoy, con resaca y la ausencia de aquél dolor en el costado. Un alivio.

martes, 8 de marzo de 2011

En respuesta a aquella reunión

Sí, acabo de entrar en el blog después de tres semanas más o menos (en realidad no tengo ni idea de cuando entré por última vez), he leído el último post de Boabdil y ardo por dentro. Voy a contar hasta cien con la intención de no vomitar cualquier palabra de la que me pueda arrepentir. 1, 2, 3, 4,... 21, 22, 23,... 44, 45, 46,... 77, 78,... 99 y 100.

No eres tú, Boa, sino yo, quien debería airear mis miserias, si quiero, que no es obligación. Creía que lo tenías claro ya. Hace más de un año que te llamé desde Hampshire y te empapaste de mis lágrimas por teléfono. Imagino que andabas mal de inspiración aquellos días y tuviste que contar aquél episodio saltándote una de las tres primeras reglas que escribimos para embarcarnos en el proyecto cosito (siempre en minúscula, las mayúsculas solo adornan), aquella que dice que jamás se delatarán las identidades de los miembros del proyecto, ni siquiera la propia. ¡Y mucho menos la del otro! Pero lo dejamos pasar, nos costó solucionarlo, pero siempre que hablamos arreglamos nuestros problemas. Es cierto que en esta ocasión no atiendo al teléfono, es cierto que voy a lo mío, pero siempre ha sido así, siempre he vivido en El hombre que casi conoció a Michi Panero, y creo que ya es tarde para cambiar de canción. Pero también es verdad que las cosas no se pueden solucionar por medio de la frialdad dospuntocero, en ocasiones los problemas no se pueden solucionar.
No va a ser por este medio por el que te cuente qué es lo que asola mi ya de por sí perturbada mente, no seré yo quien genuflexe ante mi propia imagen reflejada en el espejo, no serás tú tampoco.

Voy a seguir sin contestar a tus llamadas, voy a seguir sin mirar atrás, entreteniéndome recordando los azulejos lisboetas, la calzada porteña, los senderos del New Forest. 

Y mientras tanto te espero el próximo jueves en el Linares.

No eres tú, Boa, soy yo.


martes, 1 de marzo de 2011

reunión en la parroquia

Fue la semana pasada, no recuerdo el día exacto pero sí puedo decir cuál era el número de cervezas que me había bebido cuando Cataratas apareció. Hasta entonces estaba todo bien, no sé... normal... como siempre, supongo. A veces, cuando estoy con mis amigos en alguna parroquia pierdo la consciencia, no ya por la ingesta masiva de alcohol en tiempo récor sino porque la sola presencia simultanea de más de dos de estos bastardos sin corazón me embriaga. Habíamos terminado ya de ponernos al día cuando Cataratas apareció. Nos habíamos reido mucho con las historias que Sir Walter, que ha estado los tres últimos meses en Australia, nos contó, pero sobre todo nos desternillamos cuando Malo intentó ligar con dos rubias que mareaban huesos de aceituna en el cenicero, que aunque eran rubias no eran las dos jovencitas que él veía. Hecho éste que le ha ocurrido tantas veces que no por repetido nos deja de hacer gracia al grupete de hijos de puta que somos todos reunidos. Uno por uno no estáis mal decía años atrás Vicky pero cuando os juntáis no hay imbéciles como vosotros. Y como no le faltaba razón no se lo cuestionamos nunca.

Para ser sincero recuerdo bastante poco. Únicamente risas y más risas, provocadas por ese ansia de pasarlo bien a toda costa, ese ansia por exprimir cada segundo que pasásemos juntos esa tarde, conscientes de que esos ratos ocurren cada vez con menos frecuencia. Sí recuerdo a Andrés hablando de lo maravilloso que era montar en bicicleta por birbam, esgrimió unas razones buenísimas que soy incapaz de reproducir y que debió surtir efecto en el siempre presente empeño de Andrés por vencer y convencer ya que nos dedicamos a tirarle de la lengua con el fin de descubrir qué había detrás de que un día Andrés, el que espía los tejados, decidiera subirse a una bicicleta cochambrosa y pedalear hasta el centro de birbam. El otro día, pojemplo, tuve que í en metro, no sabeh lo que eh eso... ¡tú no sabeh lo que eh eso! Tío, que me voy ziempre a casa con un doló de guevoh quepaqué. Otra cosa no, pero como orador Andrés Herrera no tiene precio. Ejque no ze pué consentí eso ¿eh? ¡No se pué consentí! Decía Andrés o La Nada así como entredientes y a voz en grito al mismo tiempo. Una vergüenza, por un lao loh vagoneh tópetaoh, que no cabe un pene en vaso de tubo... dezpuéh lah niñah, que ca día están máh guapah, y ejque... ¡claro! Con esta jeta que me ha tocao a mí... ¿quién me ze va a quedá mirando? ¡Dime quién! ¡Claro, como vohotroh soih cada día máh niño pera! Bien vestiditoh, bah, la misma mierda que yo soih, la misma piel de mojón de perro soih. Desde las primeras melopeas Andrés solía perder el control de sus palabras cuando bebía. Como aquél día en que, semanas después de haber delatado al viejo Curruca, se fue al Linares y se tomó tres licores de yerba que vomitó según salía por la puerta en los pies del agente Fraile, al tiempo que acusaba al camarero y dueño del bar de haberle obligado a beberse una botella entera de licor. Por un lado tenía que hacerse el gallito, pero también tenía que justificarse ante el agente, que entró como un rayo al Linares a poner un poco de orden. En un principio multaron al dueño y se le sancionó sin poder abrir un tiempo por dar de beber a un menor de edad. Pero el padre de Andrés, que no quería problemas en el barrio, intercedió alegando que el niño era un embustero y un ladrón, que le había robado una botella y que se la había bebido en el prado. El padre de Andrés Herrera vivía por entonces cagado de miedo, no sabía que habia sido su propio hijo quien había delatado al viejo Curruca. Al parecer tenía sobradas sospechas para creer que el traidor había sido el dueño del Linares, que conocía el secreto del viejo y le había protegido durante años. Así que no es extraño que creyera que por culpa del torpe borrachín de su hijo fuese a dar con sus huesos a la sombra unos añitos. Estuvimos un tiempo sin ver a Andrés, y cuando volvió fue cuando empezó a mirar hacia arriba como si espiase los tejados de birbam. Después pasó tres meses de un verano trabajando en el Linares, intuyo que sin cobrar, pues según decía el propio Andrés sí que había robado una botella, pero no a su padre sino al Linares, y como ya he dicho el padre por miedo a ser delatado ofreció a su hijo como mano de obra al dueño del templo del barrio.

Marino y el Coso anduvieron hablando un buen rato en voz baja, algo separados del resto. En un momento en que Marino marchó al baño, el Coso se me acercó y me dijo Me voy, no aguanto más, Marino está cada día más brasas, y además tengo cosas que hacer. Pagó un par de rondas y se fue. Marino, como suele ser habitual, no se percató de su ausencia hasta que llegó Cataratas. Justo en el momento en que pedíamos la séptima ronda (lo reconozco, a partir de aquí perdí la cuenta).

La tarde ya era noche y como tal había cambiado. El grupo estaba cada vez más pesado, chillábamos más, babeábamos más ante la presencia de las niñas y empezamos a cantar, a gritar improperios a todo el que nos retaba con la mirada. Alguno incluso trató de desnudarse ante la mirada acusadora de una pareja de ancianas que bebía biterkas. Todos menos Cataratas, que miraba el fondo de una caña de cerveza esperando que el Nautilus emergiera de repente. Me acerqué al punki y pasándole un brazo por el hombro pregunté ¿Qué ocurre? Pensé que tenías ganas de vernos. A lo que contestó sin levantar la mirada Sí, sí que tenía ganas de veros, venía muy animado pero... mira, iré al grano, no te lo puedo contar todo pero... sí te voy a decir que me he encontrado con el Coso y no me ha gustado lo que me ha contado... ¿Pero qué te dijo? interrumpí, No te puedo decir nada, le he dado mi palabra, pero... simplemente no está cómodo. Y se hizo un breve silencio molesto como el goteo de un grifo en la noche Sí, yo ya me había dado cuenta... creo que se quiere volver a marchar de aquí, pero... ¡joder! No puede huir toda la vida. Cataratas me miró No es eso dijo, es más serio. Lo siento, no te puedo decir más. Dejó un billete de 10 euros sobre la barra y se marchó esbozando una sonrisa. No le dijo nada a nadie, los demás, un atajo de curdas, ni siquiera se percataron de su huida. Ya en la calle se dio media vuelta y me miró con complicidad, como implorándome a un tiempo que hablase con el Coso y que fuese discreto.

Aún no he hablado con él, no contesta al teléfono. Si soy sincero no recuerdo cuándo fue la última vez que hablé con él, no me refiero a hablar sobre fútbol, coches, literatura, cine, etcétera, sino sentarnos juntos, remover un café y mirarnos a los ojos, como antes. Pero tampoco recuerdo cuántas cañas nos tomamos aquella tarde, ni adónde fuimos después de salir del Linares (¿dónde pensaste que estábamos? De tal palo tal astilla, y ya que nos juntábamos qué mejor que hacerlo en el barrio, ¿no te parece?). Todavía me dura la resaca y un dolor en el costado que alguien me tendrá que explicar, aunque dudo mucho que cualquiera de estos cafres recuerde qué paso.

viernes, 11 de febrero de 2011

21.

Recuerdo aquel callejón en que vivía un gato blanco. Recuerdo mejor al gato que maullaba afinado como una guitarra eléctrica y no me dejaba dormir.

miércoles, 2 de febrero de 2011

el único niño consecuente

Ahora que se me supone adulto, que me imaginan hombre de fuertes convicciones horadadas en el hipotálamo con la pericia del alfarero. Ahora, sé que mi amigo Andres Herrera fue el único niño consecuente que conocí en mi vida. Cuando digo ahora quiero decir en este preciso instante, esta tarde de viernes de finales del mes de Enero, después del brusco chaparrón imprevisto regando el parcheado asfalto de birbam. Cuando digo el único niño, me refiero al niño que permanece alojado en el alma, si existiera, del supuesto adulto que es hoy Andrés Herrera mirando los tejados destilar límpidas gotas de lluvia sobre el parcheado asfalto de birbam. Y cuando digo mi vida hablo de lo único que conozco, de lo único por lo que alguna vez me interesé: yo, birbam, y el parcheado asfalto de birbam. Y no en ese orden precisamente.

Andrés decía, ante las carcajadas de unos y mientras los otros recogían del suelo los ojos atónitos que se les había salido de las órbitas y rodaban por el prado en que gastábamos el tiempo pateando un deshinchado tango blanquinegro, que el sueño de su vida era ser vagabundo. En realidad, todos lo deseábamos, pero solo Andrés era capaz de decirlo en alta voz, henchirse de orgullo como un pavo real y darse ínfulas de hidalgo hambriento del Lazarillo.

En realidad, no sé si todos compartíamos el descabellado sueño de Andrés. Solo puedo hablar por mí, y he de decir que yo sí, que espiaba al viejo Curruca desde mi ventana, que me soñaba aprendiendo de él el noble oficio, la carita de pena, el señora algo de comer haga el favó, ese escabullirse al bar Linares, ese hurgar en todas y cada una de las papeleras de lata que poblaban el barrio... Sí, yo quería ser mendigo, me imaginaba con un cartón de vino y cartel con un lema plagado de faltas de ortografía innecesarias, tirado en una esquina de una calle ancha, señorial, infestada de señoras luciendo abrigos de piel y periódicas permanentes en el cabello tan inapropiadamente rubio. No en el barrio, no, en el barrio no. Yo me iría al centro, como el padre de Andrés, sabía que allí era donde estaba el dinero, donde estaban las basílicas, las grandes iglesias, donde la mendicidad era un arte.

Andrés no lo sabía, o eso pensábamos los demás, pero su padre, efectivamente, iba todos los días al centro, se subía a un autobús y bajaba a un par de manzanas de una famosa iglesia de un barrio de esos en los que la gente anda con prisa todo el día y jamás mira a los lados. A ninguno nos importaba porque el padre de Andrés no bebía. De veras pedía para dar de comer a sus hijos y, aunque a veces Andrés pasaba más calamidades de las normales, como un águila se quitaba la comida de la boca para dársela a su aguiluchos. Jamás vi al viejo Andrés visitar el Linares, como sí hacía el viejo Curruca.

Andrés hablaba con Curruca a menudo y durante un tiempo creíamos que esas tonterías, más serias en él que en el resto de nosotros, de andar pidiendo limosna por ahí se las había cultivado Curruca. Unos decían que el Curruca era el padre de la madre de Andrés, osea su abuelo, y que la madre le descubrió robándole unos ahorillos al poco de mudarse al barrio, y que le había echado de su casa. Palabras. Otros, con más mala baba que otra cosa, decían que era el amante de la madre, sin saber muy bien qué era un amante. Palabras. Unos más allá sabían a ciencia cierta que el Curruca y el viejo Andrés habían sido socios años atrás, antes de llegar al barrio. Al parecer tuvieron en jaque a los grises, o a los nacionales o a yoquecoñoséhijomío que me decía mi padre, cauteloso, cada vez que le preguntaba, por una serie de asaltos que habían perpetrado en el sur del país y que el único refugio que habían encontrado era este barrio de mala estampa a las afueras de birbam. Las tres historias corrían de boca en boca por el barrio. Y la bocas que narraban una negaban las otras dos, sin saber que dos de ellas eran ciertas al mismo tiempo.

Poco tardó Afano en hacerse amigo del Curruca. Pero esa es otra historia.

Entonces, Andrés decía que quería ser mendigo y el descampado era su reino. En ocasiones no nos dejaba entrar en el prado, agarraba unos maderos, afilaba sus puntas, y nos amenazaba con metérnoslos por el ojete y sacárnoslos por la nariz como nos adentrásemos a ese campito que era suyo y solo suyo. ¡Como si nos fuesen a entrar todas esa estacas a un tiempo por el culo! Al rato se le pasaba y, más calmado, se quedaba embobado mirando al cielo.

El viejo Andrés enfermó un otoño y jamás volvió a salir de su casa. El mismo otoño, Andrés había empezado a ir a una instituto en el centro, o eso decía en el barrio. Pero un dia Sir Walter Bradbury de la Petanca y un servidor le seguimos. No llegábamos a creérnoslo. Bradbury tenía una moto destartalada de color naranja, una moto que hacía más ruido que velocidad alcanzaba,. Se la había comprado su padre a un chatarrero para que el niño pudiese hacerle los recados de la tienda, pero esa mañana no tenía muchas ganas de trabajar y como yo he sido siempre un vago redomado no le fue difícil convencerme de seguir al autobús en que Andrés se subía cada mañana para ir al instituto. Cuando llegamos a la que se suponía que era su parada nuestra presa no bajó, tampoco lo hizo en la siguiente parada ni en la siguiente, y en la siguiente tampoco, y así hasta la última parada estuvimos esperando sin suerte alguna. Nos cruzamos con él por casualidad en el camino de vuelta. Él, siempre tan despistado, no se percató de nuestra presencia, pero nosotros sí. Allí estaba, en la puerta principal de esa grandísima iglesia, con los ojos medio cerrados y la cara sucia. Nos sentamos uno a cada lado, pero no nos prestó atención. Sin duda llevaba en la sangre el oficio.

Por la tarde, cuando volvió al barrio, le contamos lo que había pasado esa mañana y él lo negó todo. Juraba que había asistido a clase, como todos los días, e incluso sacó de la mochila los libros y cuadernos con la lección del día. No supimos nunca quién le copiaba los apuntes y jamás nos interesó. Nos daba igual cómo se ganase la vida, no es asunto nuestro nos decíamos unos a otros. Pero un día llegó al barrio con el título. Había terminado el instituto e iba a seguir estudiando. Hoy mira a los tejados con esa pose chulesca que no puede evitar, con ese aire desenfadado y colgado de la parra que Eva lleva en la entrepierna. Hoy trabaja en una asociación que ayuda a los sin techo de un popular barrio del centro de birbam. A Bradbury y a mí nos gusta pensar que tuvimos algo que ver con su cambio, pero no es así.

Una noche, hace ya muchos años, cuando Andrés iba al instituto del centro de birbam, iba caminando por el barrio y alguien, luego se supo que el Curruca, lo tiró al suelo, lo apalizó y se quedó con el dinero que había recaudado ese día. Al parecer no volvió a mendigar. No porque un compañero le hubiese robado, sino porque había sido su propio abuelo. Una semana después el Curruca desapareció del barrio, y no volvió a dar señales de vida. Parece ser que la vieja historia de la orden de busca y captura contra él era cierta, y Andrés dió el chivatazo. Gracias a la recompensa pudo dejar de pedir en aquella grandísima iglesia del centro de birbam. Y así, Andrés Herrera, o la nada puede ir en bicicleta, vestir de azul marino en invierno, silbar si llueve y apuntar a los balcones con la barbilla.


domingo, 23 de enero de 2011

la orquesta ibérica

Recién me abordó una idea colosal. A mano armada se me ha colado en la cama, bajo el edredón del son y la rumba, y me ha tocado las teclas del piano que es mi colchón: Os reuniré a todos en un gran salón semicircular, habrá un banquete y apuestos jóvenes y preciosas mujeres pasearán vinos del país, oportos, alvarinhos, txacolí, vinho verde, riojas, ruedas, valdepeñas, finos, y espumosos cavas, entre otros , ustedes los traerán, háganse cargo. Habrá de comer para todos, no se impacienten. Este come más que yo gritará uno ¡Toma, claro! Soy yo el que paga contestará. Ese es un sucio y su señora luce un bigote fenomenal. Y mirarán todos ustedes al suelo muertos de vergüenza. Vendrá el silencio. Lentamente, timoratos, empezarán a hablarse unos a otros de nuevo. El jamón de su tierra es muy rico, señora. No hay nada como su cava en el mundo, por mucho que digan en la Francia republicana. ¡Qué envidia, oiga, menudos quesos tienen ustedes! ¿Ha probado usted este bacalao? ¡Riquísimo! Tome usted estas anchoas, haga el favor. No es por hacerle un feo a nuestros tomates pero... ¡qué ricos pimientos tiene en el norte, Gervasio! A mí me falta un caldito, que hace mucho frío en estas latitudes.

Y la fiesta habrá empezado con buen pie, y de entre un manantial de conversaciones animosas brotará la orquesta. Primero sonará una zambomba tímida y ronca como mi voz en domingo, y se vendrán los golpes madereros de la txalaparta, fundiéndose y hasta ahogando al navideño instrumento. Lentamente se colarán por debajo de las piernas, como a Khan una falta que chutó Roberto Carlos, los acordes de un cavaquinho meloso y envolvente. Una alboka vomitará sus vientos acompañando a una dolçaina guerrera. Aparecerá la guitarra flamenca, y estará sola un momento, un largo minuto de gloria reconocido y acompañado de castañuelas. Pero estallarán de nuevo los demás con sus hermanos. Y al fin tendremos el caldo de esta orquesta ibérica con que sueño.

Firmado:
El aún nonato Presidente de la República Ibérica.

jueves, 13 de enero de 2011

el chamán

El día que William Donovan Fernandes me abordó en el tren hacía demasiado calor para la época del año en que estábamos. Había llovido esa misma mañana. Fue un chaparrón breve aunque rabioso descargando rayos a lo lejos. El cielo se ennegreció de repente, en un instante, sin que apenas nos diésemos cuenta. Por suerte pudimos resguardarnos en una pequeña cueva. Nos pareció increible que aquella guarida estuviera allí, precisamente allí, en el mismo camino que tantas veces habíamos andado, sin que jamás nos hubiésemos percatado de su presencia, como si hubiese estado esperando convenientemente a ese día de lluvia para abrirse a nuestros ojos. Reconozco que yo dudé en entrar, no sé muy bien por qué pero sentí un escalofrío como el filo de una guadaña arañándome la espalda de abajo a arriba, empujándome súbitamente hacia dentro de la extraña caverna al sentir dicho espasmo jugueteando en mi cuello. Mi amigo Montañero no dudó un instante en adentrarse en el refugio improvisado, encendió su linterna y desde dentro me llamó Coso, venga, sin miedo. Ahí fuera te vas a empapar entré muerto de miedo y cegado por el foco con que me apuntaba. Tropecé. La cueva no era tal, era tan solo un recoveco entre rocas, un recodo de unos dos o tres metros de profundidad en el que ni los pocos animales salvajes que quedaban se escondían. Mi amigo Montañero se tumbó en el suelo y me dijo, entre bostezos, que le avisara cuando pasase la tormenta, que entonces proseguiríamos la caminata, esta vez en dirección al pueblo, a la estación de trenes. Sin embargo, justo cuando cerraba los ojos, la tormenta se interrumpió repentinamente y de un brinco se puso en pie diciendo ¡Venga, vámonos! con un punto de excitación que no había percibido en él en todo el día.

En menos de treinta minutos llegamos a la estación de tren. Mi amigo Montañero impuso un ritmo muy alto al paseo y arrivamos justo en el momento en que el tren con dirección a birbam se aproximaba. El tren estaba bastante lleno pero sin agobios, y aunque había sitio suficiente Mi amigo Montañero se empeño en recorrer tres vagones buscando el lugar ideal en que sentarse y poder estirar las piernas. Bien lo encontró, se sentó, y se durmió, dejándome huérfano de conversación.

Fue entonces cuando William Donovan Fernandes apareció, se me presentó, y comenzó a narrarme una historia que no puedo contar hoy. Quizá mañana tampoco pueda, ni siquiera pasado mañana. Probablemente no sea capaz en toda mi vida de narrar aquella historia como él lo hizo, amén de que juré no desvelarla nunca. Y, aunque no soy de fiar, me siento incapaz de traicionar a aquél hombre de menos de metro sesenta y acento boliviano que se me había sentado cerca a contarme el secreto de su vida.

Bueno, amigo me dijo cuando creyó conveniente yo me apeo acá, espero que sea muy feliz en su vida, y que esto que le he contado le sea de utilidad. No se da cuenta que la vida es como este tren, como este viaje. Vamos pasando, nos cruzamos con lugares y personas, nos hacemos compadres y nos separamos. No hay otra. Me estrechó la mano, dudé, no podía creer que su historia terminase con unas frases tan vacías y manidas. Los ojos se me salían de las órbitas a la vez que trataba de retener que manasen de las cuencas de mis ojos unas lágrimas tímidas y traicioneras Cuídese, y cambiese la ropa no más pueda, no se vaya usted a resfriar.

Mi amigo montañero se despertó algo agitado poco antes de llegar a birbam He tenido un sueño rarísimo... se te sentaba al lado un tipo que te contaba la historia de su vida me dijo ¿En serio? pregunté ¿Y qué decía? Había matado a todas sus mujeres solo porque no podían hacer que lloviese cuando él quería. Sería un chamán interrumpí. No volvimos a hablar jamás del tema.



jueves, 6 de enero de 2011

una camiseta blanca con hormigas

De niños Afano y Marino solían verse todos los miércoles por la tarde en el descampado. Solo ellos lo sabían, ninguno más estábamos invitados.

Una tarde del final de la primavera fui con mi padre al centro, a un gran almacén de esos que antes no había en los arrabales de birbam y que ahora brotan como níscalos tras las primeras lluvias del otoño. Al viejo le daba por comprarme algo de ropa elegante cada año por esas fechas. Que si un par de camisas que no estrenaba nunca, que si un pantaloncito corto y un polo con motivos marineros, que si unos naúticos. Siempre sospeché que quería que me cayesen más collejas que a Iker Jiménez en una convención de científicos. A veces me salía con la mía y me compraba un par de camisetas negras con dibujos de zoombies que pretendían ser terroríficos emergiendo de criptas abiertas. Recuerdo que un día, al volver del suplicio de ir de compras con papá, llegué a casa histérico, corrí por el pasillo hacia el cuartito de la cocina buscando la caja de la costura de mamá para tomar prestadas, y a escondidas, las tijeras de hojas puntiagudas. Empecé a sudar inmediatamente, un sudor frío cayendo lentamente por mi espalda, sorteando las escuálidas vertebras de mi escuchimizado cuerpo hasta toparse con la rabadilla y gotearme como una estalactita en los calzoncillos abanderado que mi padre me había comprado precisamente un año antes, el año que no quiso comprarme una camiseta blanca con hormigas. Corrí de nuevo por el pasillo en dirección a mi habitación. Cerré la puerta de un portazo y suspiré con el cogote apoyado en la misma. Un cuarto de hora más tarde, no creo que me demorara mucho más, aparecí en el vestíbulo con la intención de bajar a la calle para jugar con los colegas Papá... que me voy grité, y al tiempo dí un respingo al sentir la voz ronca de mi padre retumbarme entre las costillas y el esternón, desde mi espalda ¿Qué cojones has hecho, desgraciado? Y me soltó un soplamocos que me devolvió a mi habitación resbalando por el pasillo mientras pensaba que si mi padre le hubiese dado un azote en el culo a Carl Lewis en posición de preparadoslistosya! ni con toda la droga del mundo habría sido batido por el simpático canadiense Ben Johnson ¿A quién se le ocurre cortarle por la mitad las perneras al pantalón? Hijo mío eres un ridículo y un imbécil, y no por ese orden. A mí el orden me importaba una mierda, aún no había alcanzado a comprender las propiedades matemáticas, y no tenía gran interés en dominar la materia. Lo único que tenía claro era que, de cualquiera de las maneras, me iban a caer unas cuantas collejas todos los años a finales de junio, en casa o en la calle, y el orden me la sudaba, solo me preocupaba esquivarlas.

Aquel día no conseguí salir a jugar a la calle. Pero pocos días después bajé al descampado, y por casualidad era miércoles por la tarde, justo a la hora en que Afano y Marino solían verse. Creo recordar (no, no lo creo, lo recuerdo perfectamente, pero quería darme esa licencia) que bajé enfadado, huyendo de casa. Me había hecho un pequeño hatillo provisto de un pantalón vaquero y un abrigo para el invierno. No pensé en nada más que ¿y en la calle voy a vivir con el frío que hace en enero? Aparecí caminando con la cabeza gacha, con la cara sucia y bañada en lágrimas, tropezando con cada piedra, deambulando sin rumbo, nervioso, no, nervioso no, estaba acojonado, cagadito de miedo. Tanto como el hijo de un amigo extranjero que se convirtió al judaismo y que solo entendió, al ver que le bajaban los pantalones, por qué los demás le mirábamos con carita de pena y le mesábamos la cabeza cuando se hablaba de la circuncisión.

Boa, Boaaaa
me gritaron mis amigos cuando pasaba a escasos cinco metros de ellos sin percatarme de su presencia ¿tas flipao o qué? ¿ande vas, chaval? Me sequé las lágrimas rápidamente, de espaldas, tomando todas las precauciones posibles para no ser descubierto. A esas edades toda tu reputación, por mucho que te estés escapando de casa, se puede ir al garete con una lagrimita de nada. Aún con el moquillo colgando en la nariz y voz nasal saludé ¿Qué pasa, tíos? con un gallito que alargaba la i de tíos. Me miraron de arriba a abajo, y extrañados me preguntaron qué me ocurría. Hablamos un buen rato sobre los padres de cada cual, yo tenía un berrinche realmente dramático, pero ahora me río al recordarlo porque precisamente eso es lo que no consigo: recordar por qué discutí con mi padre aquella tarde. Afano, al ver que no me animaba, sacó tras de sí una bolsa llena de lapiceros de colores, rotuladores de punta fina, gomas de borrar, cuadernos, rotuladores de punta gorda con los que más tarde empezaríamos a pintarrajear todos los muros del barrio, botes de colonia, camisetas y hasta un pajaro de madera o de plástico que movía la cabeza como si comiese alpiste de la mano de Marino. ¿De dónde sacasteis todo esto? ¿Habéis robado un banco? ¿Estafasteis a una congregación religiosa? ¿O es que habéis encontrado un tesoro escondido? Pregunté excitadísimo ante las carcajadas de mis dos amigos. Los muy guasones estuvieron retorciéndose en el suelo un buen rato hasta que, más calmados, me contaron de qué se trataba. Reconozco que yo también me arrastré por aquél barrizal arcilloso y seco al darme cuenta de la sarta de gilipolleces que había preguntado. Las más grandes me las guardo, aunque de vez en cuando a alguno de los dos le viene a la cabeza alguna de las dichosas preguntitas y se burlan de mí en secreto, mientras los demás se ríen también y preguntan ¿Eso de qué peli es, tío? Una vez empezaron los primeros avisos de agujetas en el estómago se calmaron y me contaron a qué se habían estado dedicando cada miércoles por la tarde mientras los demás íbamos a jugar al fútbol en el patio del colegio.

Hace unos meses te hablé de Afano y de cómo fue mi primer contacto con el hampa. Aquella historia, aunque real, no es del todo verdad. Fue aquél miércoles por la tarde en que yo trataba de huir de la casa de mis padres, aquella tarde en que me encontré a Afano y Marino en el descampado y croqueteaban en el suelo por mis ocurrencias, aquella tarde en que me contaron el mayor secreto que tenían de niños cuando descubrí que no hacía falta pagar para tener. Mis amigos eran un par de raterillos, dos descuideros, dos chorizos, dos ladronzuelos de poca monta que no se podían resistir a no llevarse aunque fuera una lata de cualquier refresco cuando entraban en un ultramarinos. Robaban para sentirse importantes, no revendían nunca el material, en ocasiones lo regalaban pero, generalmente, se morían de asco o de risa en un agujero que habían cavado en el descampado, precisamente donde estuvimos charlando aquella tarde en que me hice un ridículo hatillo y pretendí huir a algun país lejano.

Me he acordado hoy de ese día porque de repente, como un tartazo en la cara de esos que luego relames con gusto los restos que han quedado en las mejillas, he echado de menos una camiseta blanca con el dibujo de una fila de hormigas rojas atacando los restos de un sandwich donde se podía leer Life´s a Picnic que mi padre no me quiso comprar pero que, guiños del destino, conseguí un día que le pregunté a Afano y Marino un montón de sandeces mientras ellos se retorcían en el suelo. Aquella camiseta blanca con hormigas me la dieron ellos aquél día, la habían choriceado en un gran almacén. Toma esta camiseta, es para tí, ya que te vas supongo que necesitarás ropa me dijo Afano. Sí, toma esta también dijo Marino quitándose una camiseta negra con mil agujeritos de esos para que transpire la piel ¿A tí te gusta el basket, verdad? Te vendrá bien este verano, con tanto agujero tiene que ser fresquita. Les agradecí el detalle, creo. Nos chocamos las manos, por entonces los abrazos nos parecían afeminados, y me dí media vuelta con la intención de seguir mi viaje. A la mañana siguiente nos vimos en clase. Jamás me preguntaron por las camisetas pese a que me veían lucirlas con mucha asiduidad. Sabían que su secreto estaba a salvo conmigo, podían confiar en mí y yo en ellos.

Durante años vestí esa horrible camiseta negra con agujeros mientras todo el mundo me decía lo bien que tenía que ir yo con esa camiseta, así, tan fresca, con el calor que hace sin percartarse de que la camiseta era negra ¡Negra! Que no había dios que pudiese hacer deporte con ella, que los sobacos me empezaban a sudar a mares solo de verla doblada en el armario. La camiseta blanca con hormigas me la robaron una noche. Una putada. Olvidé una mochila con algo de ropa y los apuntes de Ciencias en un bar. Cuando volví la mochila aun estaba allí, pero dentro solo quedaban los malditos apuntes que paseé todo el verano de piscina en piscina, de excursión en excursión y de fiesta en fiesta, sin echarles un ojo hasta el quince de agosto. Así que como vino se fue aquel otro verano en que volví a hacer un hatillo y escapé.

Justicia divina, supongo; porque no aprobé Ciencias aquél septiembre.