lunes, 24 de agosto de 2009

Una casa sin tomar.

El vacío. De repente el vacío. Estaba previsto, así como se llenan las copas de Cava se terminan, siempre está previsto que los tragos culminen con el reflejo del beodo en el fondo. Allí donde dice Made in China, Turkey o Lisbon está tu rostro triste arañando la huérfana esencia que queda en el vaso. No por barruntada deja de doler la ausencia de ausencias, la presencia destensada y desatada del hueco vacío del ojo dado la vuelta, buscándose en espiral, hiriendo en la profundidad del esternón como afilada uña clavándose en pulmones cancerosos. Maldigo este pedazo de carne desangrándose, derritiéndose en el interior del horno en que cocina Azrael.
El vacío, simplemente el vacío. Como gota de agua en páramos salados, como aullido sordo en medio del New Forest, como casa tomada y abandonada en quince días.
Resulta que llegaron mis ausencias con nuevos bríos, con la fuerza arrolladora de torrentes del sur, y aún sabiendo que su presencia no sería para siempre, que quedaría su partida por un tiempo me dejé embaucar, me tiré cual Altazor en parachutte sin revisar, sin preocuparme por las correas que quizá pudieran salvar mi vida si se diesen extrañas circunstancias. Pero el viento parecía respetarnos, no había constancia de temporales en poblados vecinos, no había por qué lamentar riesgos. Y las ausencias se dejaron llevar, y corrieron y saltaron en torno a la hoguera, y rodaron por verdes tierras en la noche, y se dejaron llevar cual tierra fértil en carretillas, y de repente… de repente el vacío. Pero llegó más tarde, antes vino una muchedumbre de sonrisas sin cuerpos, de lamentos contenidos, de cuerpos meciéndose en inhóspitos recovecos inundados en alcohol. Y la ausencia expiró como suspiros entrelazados pintándose en los cristales al tiempo que sus figuras se reflejaban, hermosas, gracias a la aurora.
Y de repente… el vacío. El vacío asándose en la parrilla del bienestar, sin urgencias pero también sin esperanzas de existir mañana, de pensar por sí mismo, de tomar té o mate o café cortado. El vacío suele desaparecer, hasta él mismo es consciente, pero hay veces que se queja con voz melosa e irritante al mismo tiempo y duele como astillas en las plantas de los pies. Deja entonces de estar de repente para estar, para quedarse por siempre en la casa tomada por la ausencia, en la extraña casa abarrotada por la nada.

sábado, 22 de agosto de 2009

trenes.

Trenes, trenes, trenes, tres eternos trenes. Si por mí fuera estaría la vida entera viajando en tren. Corriendo descabezado por grises andenes en días de lluvia. Corriendo dentro de los trenes, huyendo de los revisores, adversidades efímeras que piden treinta céntimos para pagar el viaje.
Trenes de España, de Polonia, trenes ingleses, siempre trenes ingleses.
Viajando en tren en ocasiones se me ocurrieron versos que se fueron al llegar a mi destino. Viajando en tren ví fantasmas que me pedían trabajo y desaparecían del vagón sin ruido de puertas cerradas, sin huellas en la tierra, sin tierra en los zapatos, con zapatos sin suelas.
Un día en un andén de algún pueblito del noreste polaco ví llorar amargamente a un viejo desconsolado apoyado sobre sus rodillas. Llovía y era un día triste, pero yo aún no sabía por qué. Días antes viajaba en un viejo tren con compartimentos y le enseñaba a bailar el chotis a una estudiante polaca de español con un larguísimo pelo apuntándome desde su barbilla. Fue un viaje divertido y, sobretodo, etílico. Pero ahora estoy en ese viejo andén del noreste polaco y el anciano llora amargamente, y aunque lo lamento debo subir al viejo caballo de yerro soviético que silba al entrar en la estación. Y me duermo en el tren, y me despierto cuando alguien grita que han atentado en Madrid, en un tren. Horrible pesadilla de yerro y fuego.
Trenes, trenes, trenes, tres inolvidables trenes. La puerta del Reino Unido se me abrió en Gatwick, tenía que buscar el tren que llevara a Southampton. Pese a mi horrible inglés me fue fácil. Mi padre comenta que cuando él estuvo en estas tierras le trataron como si fuera un ciudadano de segunda, entonces ser español era eso, se lo debían a cierto señor bajito y con un bigote cargado de mala leche. Yo no puedo decir lo mismo, y aunque no entiendo nada estoy en este gusano de metal y percibo e el silencio la soledad y el miedo a lo desconocido, y ¿sabes qué? Esta vez, como muchas otras veces, no quería llegar a mi destino, pero llegué. Y me alegro.

martes, 4 de agosto de 2009

Andrés Herrera. O la nada.

Mi amigo Andrés Herrera suele ir en bicicleta, pero hay ocasiones en que no. Viste de azul marino en invierno, y en verano no sale a la calle hasta que pasan las siete y treintacinco de la tarde. Silba si está lloviendo y canta a gritos cuando está solo en la casa de sus padres. Camina (cuando camina, pues son pocas la veces, ya lo habrás imaginado) con la cabeza siempre bien alta aunque no tenga por qué, y se para en cada esquina a observar los peatones con los que se va a cruzar. Nunca saluda, nunca les ve. Incluso parece, en ocasiones, que les reta, que trata de imponerse, de apabullarles con su amenazante postura chulesca, con la barbilla apuntando a los balcones de los primeros pisos, abriendo y cerrando casi con violencia sus narinas y proyectando dióxido de carbono como si fuera un toro sentenciado, sin miedo a nada ya porque ya tiene la nada. Dispuesto a arramplar con el palurdo que se le ponga o no por delante. Normalmente los buenos ciudadanos se molestan o se asustan con su prepotente presencia, otros, los inconscientes y los jóvenes, o no se lo toman en serio o se lo toman a risa, que es decir lo mismo dos veces. Es fácil verle en cualquier cruce del centro con los brazos en jarra y los ojos ligeramente cerrados, pues resulta que el bueno de Andrés no ve de lejos, aunque él siempre te dirá que es por el sol, que le molesta, que para él los rayos son cuchillos rajando el iris de sus ojos verdes. Todo el que le conoce sabe que es mentira, que son cosas de Andrés Herrera y que Andrés Herrera no tiene los ojos verdes.

Pero todo el mundo está equivocado con el deslumbrado Andrés, todos se quedan con la ridícula estampa que presenta, con que cierra los ojos sea o no para ver mejor. Y es que parece un faro inútil tierra adentro, un coloso impotente con los pies hundidos en el barro, enraizados, desangrándose y tomando forma arbórea. Poco más. Lo único que hay de importante en que se pare a mirar el tendido de la vida es simplemente eso, que se para a pensar, nada más. Porque el bueno del tonto de Andrés Herrera piensa demasiado y nunca actúa, cree que no es necesario, que con mirar al cielo caerá la lluvia, que apenas necesita rezar dos antonioveganuestro que estás en el penta para tener un trozo de pan mohino en la mesa cada día, el sustento suficiente que le proporcione la fuerza necesaria para salir a la calle en busca de inspiración. Y es que hasta el propio Andrés Herrera está equivocado con Andrés Herrera, pues por mucho que se quede mirando embobado el techo de las habitaciones de hoteles de ciudades remotas a las que ni siquiera soñó ir ni la más insípida o flatulenta idea se cuece en su cerebro ya marchito. En ocasiones ve cómo un rayo se le aparece y se le clava en la nariz y al tiempo de sentirlo se evapora, porque es sólo el rayo, no hay nada más. Porque Andrés no sabe de ninfas ni de musas, no sabe de brujas ni bostezos, ni espira ni reclama a voz en grito, no sabe de pasión ni la imagina. Andrés está por estar, como tantos otros, y nada más le hace especial que ser mi amigo. Por eso hablé de él. No sin problemas.