sábado, 5 de septiembre de 2009

Irineo.

Irineo trabaja de sol a sol. En su caso no es más que un decir ya que cuando Irineo pone el pie derecho en la moqueta Lorenzo apenas ha empezado a quitarse las legañas a la altura de Palestina. Se ducha dos veces para quitarse el permanente olor a aceite que le persigue, se viste con desgana y se peina con las manos. Calienta el poco café que le queda del día anterior y moja en él dos tristes bizcochitos duros como garrotes de abuelo. Después se cepilla los dientes y observa con extrañeza su rostro en el espejo. Y así todas las mañanas. Al fin está preparado para encarar el nuevo día.
Suele contar, a quien le escucha, que su abuelo también trabajaba de sol a sol, que fue un hombre que se hizo así mismo y que por eso le admira, que siente que desde mucho antes de nacer estaba predestinado a seguir sus pasos. Por alguna razón mis padres me bautizaron con su nombre se decía.
El niño Irineo había sido objeto de las burlas de todos sus compañeros a causa de su vetusto nombre, o como a mí me gusta llamarlo La gracia en el ojete de sus padres. La originalidad de la maldad infantil es insospechada y en ciertas ocasiones, como ésta, inenarrable, aunque yo lo vaya a intentar. Para su fortuna y pese a que él no lo sabía era fuerte y orgulloso, y no se dejaba amilanar por berzotas que no sabían juntar letras, mendrugos destinados a borrachos de mala taberna, lápiz en la oreja y tabloide deportivo bajo el hombro. Pero no sólo era su nombre el motivo de unas burlas que fueron creciendo según crecían sus inseguridades. Así, de niño tenía un pequeño problema con su lengua, un músculo al que le costaba arrancar y tropezaba consigo mísmo al iniciar cualquier frase como Roger Daltrey cantando My Generation. Era un tartamudeo aleatorio, iba y venía en días como las nubes imprevistas, y aparentemente no se debían a que el crío fuese un saco de calambres. Con los años fue motivo de estudio en cierta universidad del extranjero. Llevaba gafas y yerros en los dientes, lloraba y se orinaba en clase hasta bastante entrado sexto de EGB. Pero la mayoría de las burlas caían sobre el hecho de que escribía al revés los números tres y cinco, y las letras e, c y la g mayúscula. Era inevitable, ante las constantes burlas Irineo empezó a pensar que era tonto, por esta razón se esforzaba más que nadie en la clase para aprobar los controles semanales que las maestras periódicamente nos hacían. Mientras el niño Irineo se quedaba en casa repasando la interminable lista de los reyes Godos que nunca nadie le obligó a estudiar otros preferíamos pasar las tardes pateando una pelota hecha con papeles y cinta adhesiva en parques en los que los árboles eran farolas y los bancos los ocupaban cagaditas de paloma. Estaba convencido de que iba a heredar el negocio familiar, la carpintería de su abuelo, al que tanto admiraba, sin embargo esa seguridad no le hacía olvidar su interés por el conocimiento.
Y como a perro flaco todo se le vienen pulgas el abuelo murió dejando en herencia una deuda faraónica que acabó con el padre de Irineo en la cárcel durante un tiempo (aunque nunca estuvo muy claro que ésta fuera la razón por la que el padre de mi amigo viviese entre Alcalá y Meco durante unos meses y después jamás volviese al barrio más que de visita). A mí eso no me va a pasar, repetía el niño Irineo sin que supiésemos si hablaba de la deuda de su abuelo o de la nueva casa de su padre. Fue en esos días cuando vinieron a buscar a Irineo. A todos nos parecía que una maldición perseguía a los Irineo, y como estúpidos adolescentes cuando volvió le fuimos dejando a un lado. Al principio no le llamábamos, después no estábamos en casa, y luego nos cruzábamos de acera si le veíamos por la calle. No contábamos con él ni para burlarnos. Todos menos Andrés Herrera, por supuesto.

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