domingo, 11 de octubre de 2009

¡Ah, era ella tan bonita!

Hacía mucho tiempo que no la veía. Apenas ha cambiado y sin embargo me costó mucho reconocerla. Dudé un momento, no, dudé siete momentos. Como si pudiéramos contar momentos me dijo una vez bajo los arcos de los Ministerios, y yo miré a lo lejos y afirmé Se puede, claro que se puede y abrí un pequeño cuaderno que guardaba en el bolsillo de mi chaqueta.

En realidad está igual a como la recordaba ¡Está bien! Tiene como once o trece años más que entonces pero está igual. Ahora es una mujer, ya no es la niña a la que había que acompañar hasta el portal de su casa, no es la niña que se ruborizaba si sentía mi sexo despertar cuando nos besábamos en la boca del metro, siempre en distintos peldaños de la escalera para solventar la diferencia de altura. Sigue teniendo esos ojos ligeramente achinados y hechiceros, esos ojos que invitan a perderse en su profundidad, a lamerlos y relamerlos. Sigue teniendo un pelo fuerte de caoba brillante como si escondiese el sol en sus raices, y una piel morena como si fuera la mujer primigenia, sin adanes, sin serpientes que inviten a manzanas, como si el mismo dios (el tuyo, el de ellos, el que quieras) hubiese bajado a darle forma con sus manos.

Ya entonces me perdía en sus labios deseando mordiscos de sus dientes, teclas del piano del Maharajá de Kapurthala o del onassis de turno, y los mordía con ansia y hasta rabia, deseando que sangraran en mi boca, que su sangre se mezclase con la mía. En esa época yo también era un niño y no sabía cómo hacer que se colase entre mis sábanas. Aunque, he de reconocer, que me valía con rozarle los senos con mi pecho, con acariciar su culo furtivamente, con pasear de su mano y ser la envidia de otros niños. ¡Ah, era ella tan bonita! Tan bonita como lo es ahora, qué lástima que haya perdido la tulgencia adolescente, que lástima que haya ganado manías de mujer adulta, y que tenga (seguramente) muchos prejuicios y pocas vergüenzas.

De repente levanté la vista del cuaderno porque empezaba a llover, le miré a los ojos y sus ojos no estaban para mí sino para el suelo ¿Pasa algo? Pregunté temeroso de que no le gustase lo que le había escrito. No, no pasa nada... nada malo dijo levantando la cara y dejando que alguna gota de lluvia perdida cayese en sus mejillas Sólo trato de retener este momento, no creo que nunca nadie más me escriba poesías. Yo no lo sabía entonces pero ella ya me había buscado un reemplazo y chocaba su cuerpo contra el de otro, y la prolongación de su cuerpo en una mano empezaría a acompañarle a casa.

2 comentarios:

  1. Muy bonito.Y tú ? la habías reemplazado?

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  2. Hola María, gracias por tu comentario, supongo que con el tiempo siempre se termina reemplazando, pero siempre con el tiempo.

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