domingo, 8 de noviembre de 2009

Mateo Lorenzo alias Malo.

Los sábados por la mañana eran mañanas de fútbol. Uno se despertaba con lombrices en las piernas, a las siete, se enfundaba la equipación del colegio al completo (espinilleras incluidas) y se dirigía en silencio a la cocina a prepararse el desayuno mientras esperaba a que sonase el horrible timbre del telefonillo y despertase a toda la casa. Al fin había llegado el día. Habías estado esperando ese sábado desde que se acabó el último partido contra el colegio de niños pijos que había al lado del tuyo, que no era más ni menos pijo que el tuyo, pero tenías que odiarlos como odiaste todo lo desconocido hasta que te topaste de narices contra el suelo que pisaba la señora Realidad.

Jugábamos en la vieja y minúscula pista de baldosines grises y resbaladizos del colegio, soportando los gritos de padres frustrados convencidos de que sus hijos sí alcanzarían sus sueños, los de los padres. El bocadillo nublado dentro de un bocadillo nublado dentro de otro bocadillo nublado dentro de... Jugábamos con las piernas moradas de frío y castañuelas en la boca, e imitábamos a los profesionales que veíamos en la caja tonta tirándonos al suelo y rodando tanto que nos salíamos a la calle. Un auténtico desbarajuste que tomábamos muy en serio, tanto que todas nuestras vidas se resumían en esa hora escasa en la que jugábamos el partido.
Mateo Lorenzo, no era ni de lejos el mejor futbolista de su edificio. En principio este título inútil hubiese sido harto sencillo teniendo en cuenta que era el único vecino con edad para practicar algún deporte, pero no, para Mateo resultaba dificilísimo correr sin tropezar. No porque fuera especialmente torpe sino porque no veía nada. Portaba unas gafas con unos cristales tan oscuros y tan gruesos que tardaba en identificar el sol en el cielo cosa de cinco minutos, e incluso mirándolo fijamente preguntaba si aquella ligera luz era lo que él estaba pensando que era. Le encantaba patear el balón aunque en raras ocasiones lo lograse, durante años nos acordamos de aquél día en que jugábamos contra el colegio San Francisco un encuentro a vida o vida y nuestra estrella, Epifanio, un chico mayor que nosotros, burló a tres defensores en el córner pisando el balón y girando sobre sí mismo unos trescientos sesenta grados, eso que luego en la prensa deportiva dijeron que lo había inventado cierto astro francés y a lo que llamaron la Ruleta. Epifanio encaró al portero, dió dos pedaladas dejándole en el suelo y sirviendo en bandeja el balón a Mateo, quien solo ante el arco, fue capaz de patear al aire aproximadamente tres segundos antes de que el balón llegase a sus pies. Perdimos aquél partido por un gol, pero siempre se recordó por un cántico espontáneo de todo el colegio y una salida a hombros del mismo. ¡Torero, torero, torero!
Mateo, era y es, el más inteligente de mis amigos, lograba las mejores calificaciones en Matemáticas y en Ciencias, en Lengua castellana y en Historia. Era, de largo, el niño más interesante e inteligente de la clase, alcanzaba razonamientos con una facilidad realmente pasmosa, razonamientos que a los demás nos costó años lograr y que en ocasiones ni siquiera logramos. Su secreto estaba en saber escuchar. Durante años nadie le prestó atención, ni siquiera en casa, y se había dedicado a escuchar las opiniones de los demás y a leer sobre los asuntos que le interesaban. Bien podría haber sido su mote Pitagorín, Tiolisto, Enciclopedio, Telediario, Marisabidillo, Mateomático, Pepe el sabio... Sin embargo le bautizamos como Malo, y no fue como muchos creían por aquél episodio en que le dió un gran pase al balón y no a un compañero. La razón era mucho más sencilla y respondía a la primera sílaba de su nombre y de su apellido. Malo era un niño excepcional y es hoy una gran persona, y además ya me iba tocando hablar bien de algún amigo.

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