viernes, 11 de diciembre de 2009

Un nombre prohibido.

No se preocupe compadre, ya está a salvo. Raúl Sorano se levantó dando un respingo hurgándose el bulto de su sexo en los tejanos, se dió media vuelta y miró a sus camaradas con los brazos en jarra, como si en cualquier momento, preso de la rabia, fuese a desenfundar su revólver y llenarles las molleras de pólvora. Encontraremos a ese hijo de mil putas. Su voz era tan seca y tan calmada que no quedaba otra opción que tomarla en serio. Era evidente que era un hombre respetado por sus secuaces, quienes le miraban temerosos no por pavor sino por sospecha de que la revancha estaba cerca. Casi se olía el miedo en aquella cueva y, sin embargo, aquellos hombres gritaron enrabietados. Más tarde descubriría que el canguelo olía a humedad.

Sorano volvió a mirarme, clavándome en los ojos una mirada perdida, colérica, repentinamente perturbada y borracha por los bramidos de sus acólitos. Eran unos ojos negros sin fondo, encharcados en sangre, unos ojos con un solo acento sobre piel anacardo, una piel cuarteada por el sol, seca como solamente su voz podía ser. Tenía Raúl Sorano una nariz ladina, fina como una aguja de coser, una nariz-faro-orientadora, una brújula de palabras no nacidas en una boca de discretos labios e inmensas piedras amarillas. Traten de levantarle dijo a dos de sus esbirros siéntenle en aquella poltrona. Estos hombres se ocuparán de usted me dijo son buenos cuates, no se preocupe, los demás tenemos que ir a trabajar. Se despidió de mí como se despiden los tipos que no saben si volverán o no y no les inquieta. Dió media vuelta, sin más, y cuando llegaba a la puerta le grité Don Raúl con un gruñido desgarrado Yo no necesito revanchas, no busque problemas. Tranquilo, güey, no es por usted, compadre. Dijo uno de los hombres asiéndome por el brazo. Es por Raúl Sorano replicó el otro.

Oí las últimas instrucciones de Sorano a sus compinches, arengó a sus tropas con bravura. En mis delirios lo imaginaba cual Napoleón en la batalla de las pirámides montando un caballo blanco como en el cuadro de Gros. Volverían al mismo lugar donde me encontraron y desde allí hasta el pequeño poblado de Santa Catalina. Repitió en varias ocasiones un nombre que no alcancé a entender. Entonces se oyeron unos disparos y creí que la batalla había empezado ya, los caballos relincharon ferozmente, y un estruendo de taconeo sobre el tambor del desierto irrumpió en la cueva; y el paso se convirtió en trote, y el trote en galope, y el galope en silencio.

Seguramente el miedo unido al dolor me llevaron a un nuevo desmayo. Cuando desperté era de noche y los dos hombres calentaban algo en un fuego en el medio de aquella húmeda habitación. Pasaron al menos cinco minutos sin que abriese la boca o aquellos tipos me mirasen, justo hasta que involuntariamente empecé a toser. Se me acercaron con un cántaro de agua no muy fría y me dieron de beber. Mójese los labios, sólo mójelos. Cuando recuperé el aliento, caí en la cuenta, no sabía quién era el hombre que me había perforado las ancas, se lo había oído a Raúl Sorano en su perorata pero no lo había entendido. Volví a toser, esputé, y dije ¿Quién me hizo esto? Los dos compinches se miraron como queriendo que contestase el otro, como si tuviesen miedo de pronunciar un nombre, y el silencio se apoderó del ambiente hasta que el más tímido de los dos susurró Romeo Sauquillo, pero no lo nombre nunca, güey, es un nombre prohibido.

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