lunes, 11 de enero de 2010

100110 o el décimo día del año.

Amaneció amenazando con nevar.
Cuenta la leyenda que hace treinta años, hace exactamente treinta años, también nevó, lo cual no es extraño si tenemos en cuenta que era, como hoy, pleno invierno; sin embargo a mí me costó alrededor de nueve o diez años ver caer esos copos misteriosos sobre los coches y los árboles desnudos de birbam. He dicho que también nevaba porque sé, aunque no estuviese allí, que ayer el cielo estaba blanco y que terminó nevando en birbam, como hace treinta años. Pero nada tienen que ver esas nieves conmigo.

Desperté ayer con el roce de un leve rayo de sol perdido del resto de sus hermanos, era probablemente el único rayo de sol que me tocaría en todo el día, un rayo huidizo que se las apañó para colarse entre nubes primero y después entre las cortinas de mi habitación, fue un regalo del sol y lo agradecí con un cuesco mañanero que paladeé solitario bajo mis sábanas, hubiese cambiado ese rayo por compartir aquel viento, pero... Corrí las cortinas y la wiphala, y observé el suelo helado en la calle. Es hora de ducharse pensé, y lo hice disfrutando del grifo de agua caliente cinco o diez minutos más de lo normal. Después bajé a desayunar.

Cuentan, o al menos contaban, entre risas burlescas un par de amigos que en unas vacaciones en una de esas ciudades de sol y playa del Mediterráneo español, después de freir unas patatas en una sartén a rebosar de aceite pregunté ¿y en este mismo aceite frío los filetes? La verdad es que yo no recuerdo que tal hecho ocurriese y en cualquier caso, conociéndoles, si pasó se exageró. Pero sirve para ilustrar que los fuegos no son el agua en el que mejor nado, más bien buceo a duras penas tratando de coger todo el oxígeno posible antes de zambullirme; no lo niego, nunca me gustó cocinar, prefiero tratar de sobrevivir si tengo que entrar a una cocina y en lugar de buscar en la nevera he de buscar en la despensa. Sin embargo, estando lejos de casa cada día que pasa me doy más cuenta de que hay que ponerse las pilas, hay que alimentarse, no vale sólo con llenar la panza. Así que ayer decidí hacer un potaje de judías blancas con bacalao y guindillas, una receta fácil, nutritiva, caliente, y que colaboraría en hacer eternas las flatulencias mañaneras de las que tanto disfruto. Y allí pasé la mañana entera, escuchando a los Celtas Cortos, echándole un ojo al partido del Estudiantes y hablando por teléfono con mis padres y con mi abuela. ¿Sabes qué? Descubrí que además de entretrenido puede ser divertido pasar así un fría mañana de domingo en la que fuera está amenazando con nevar. No voy a decir que el guiso aquél estaba exquisito, diré que se dejaba comer y para ser la primera vez que me meto seriamente entre fogones... no estuvo mal, simplemente no estuvo mal.

Pasé, pasamos, la tarde intentado ver una película que parecía imposible que fuesemos a terminar nunca, recibí varias llamadas desde birbam y alrededores. Fue anocheciendo (quizá fuese noche cerrada desde el principio) y cayó algún tímido copo de aguanieve. El día se fue terminando lento como un cirio, consumiéndose al calor de una falsa chimenea, el homenaje llegaba a su fin y se había bañado en patxarana, cerveza y bavarois ¡menos mal!

Y es que, ayer, no pasó nada más especial que tener la ocurrencia de cumplir treinta años y ser feliz.  No tuve una reflexión seria que alcanzar, ni lo pretendí. Y me dió igual.

Así que cumplas muchos más, Cosito. Muchas gracias.


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