lunes, 1 de noviembre de 2010

El día de los difuntos

Entonces comenzó la lluvia de metralla. El chaparrón de metales, aunque esperado, resultó sorpresivo.

Antes apareció un pequeño contingente de no más de diez hombres cabalgando como jockeys en el Grand National desde el norte, arrasando con sus pisadas la poca vegetación que sobrevivía en aquél páramo sangriento. A los diez vaqueros a caballo les perseguían otros veinte hombres a pie, sucios, más bien mugrientos, gritando, quién sabe si por miedo o rabia, y con lo ojos saliéndoseles de las órbitas, veinte hombres armados con cintos y cintos de balas colgando en cruz sobre sus pechos. Yo alcancé a verlos el primero, quizá fui el único. Los hombres de Sauquillo me habían dado un segundo de tranquilidad mientras se cebaban con el cuerpo malherido y casi inerte del niño, de veras que siento lo ocurrido con aquél muchacho más que lo que a continuación voy a relatar, pero yo era sólo un hombre perdido en el desierto entre dos ejércitos que luchaban sin saber muy bien por qué. No podía hacer nada y no podía aguantar más aquella barbaridad. Pensé en huir, comencé a escalar el pequeño monte ubicado en dirección al norte, una colina ridícula con hoyas en la irrisoria cúspide, lo cual le daba un aspecto de urinario de los dioses. Al llegar a la cima fue cuando vi a los diez jinetes, con los ojos nublados por el sudor y los rayos vespertinos del sol a latigazos, tapándome los orejas tan fuerte como podían mis brazos delibitados tras tantas jornadas sin un mísero pedazo de pan, tapándome aquellos oídos sangrantes que no podían soportar más los gritos del pequeño Sauquillo a causa de las vejaciones de aquellos hombres que, se suponía, le tenían que cuidar. No pude reaccionar, mis piernas temblaban y caí a plomo entre las rocas, en una de las hoyas. Agarrotado por el miedo, apenas pude pensar en la vida de todos aquellos hombres que, evidentemente, ni me importaban ni me importan. Casi no me importaba la vida propia. Puedo decir desde el sofá de la vieja casa familiar que deseé la muerte, que la ansié como se desea el sexo de una primera cita en el portal de su casa.

Entoces comenzó la lluvia de metralla, y los hombres de Sauquillo corrían en todas direcciones buscando un parapeto en que resguardarse. Muchos de ellos se retiraban hacia el norte firmando la muerte, otros huían hacia el sur por el estrechísimo camino del despeñadero y caían como manzanas en la cabeza del físico hacia lo desconocido. Veinte o treinta valientes trataron de hacer frente a los ataques acorazados tras los cadáveres en una especie de campamento improvisado en el centro del valle. Pero los hombres de Sorano arrasaban como vikingos lo que encontraban a su paso, cada vez eran más y más y, borrachos de cólera y sedientos de sangre como estaban, en muy poco tiempo liquidaron a todos y cada uno de los compinches de Sauquillo. Tal era el caos que habían originado que al eliminar a todos sus oponentes no fueron capaces de percatarse de que luchaban contra sí mismos, y así se dieron muerte, dejando que sus propias diferencias y sus odios internos aflorasen en esa borrachera helicoidal de rencor tan divinamente humana.

El cuerpo inerte del niño Sauquillo, cuatro hombres con los pantalones bajados y las lorzas ensangrentadas, Serra con una herida en el bajo vientre, veinte cuates debajo de otros veinte cuerpos sin cabeza, otros tantos decapitados en lo alto del monte que delimitaba con el sur, los fantasmas de Rosalina y Román bailando un vals entre los despojos, ríos de sangres, llamas, diligencias destrozadas, caballos agonizantes, barriles de güisqui agujereados, ratones, ratas, águilas harpías, solitarias, elegantes y tiranas disfrutando del banquete. Pero ni rastro de los cadáveres de Sauquillo y Sorano.

Feliz día de los difuntos.

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