jueves, 2 de diciembre de 2010

el inútil poder de la barba

Ayer andábamos mi amigo Peludge y yo por el centro de birbam. Peludge se ha marchado a vivir a Valencia y, aunque la distancia no podía ser más corta, su ausencia se me hace se nos hace, en realidad, a todos sus amigos inmensa, insostenible, e indigesta como un desayuno inglés seguido de un buen chocolate caliente con churros o porras ¡o ambos, qué carajo! Caminábamos por la calle Mayor observando las apagadas luces navideñas; habíamos doblado la esquina poco antes, en Bordadores, donde habíamos tomado un par de cañas en ese asturiano que tanto le gusta. Ya en Mayor, mientras Peludge embelesado hablaba degustándose en cada una de sus verdades con aroma a mentira, nos cruzamos con tres actores dos actores y una actriz hube de decir, ya que minutos antes habíamos estado discutiendo sobre lo machista de la lengua castellana. Yo les reconocí de inmediato, siempre he tenido buena memoria para las caras aunque no para los nombres. Los miré dos veces, sobre todo a ella que, preciosa, caminaba entre medias de los dos hombres. En ambas ocasiones ella me devolvía la mirada y en sus ojos creía ver el deseo irrefrenable de pararme. Sueño que se estaba preguntando qué cojones hago yo con estos dos carcas pudiendo ir de la mano de esos dos muchachotes. Lo debo soñar durante mucho rato porque apenas soy consciente de cuándo nos hemos cruzado y cuándo ha desaparecido a mi espalda.
Sé que no me miraba a mí deliberadamente. No soy tan iluso. Soy tremendamente consciente de que era mi barba lo que le había maravillado. Mi barba no es una barba cualquiera, ni tiene tres días ni es digna de poblar las mejillas de Bakunin. Pero tiene algo que incita a varones y  a mujeres a mesarla en cuanto miro para otro lado. Si soy honesto debo decir que odio mi barba, pues me roba todo protagonismo; no son pocos los que se me quedan mirando el perfil de mi mentón barbado buscando ese momento en que algún rayo perdido de sol torna unos pocos de mis castaños pelos en rojizos. Mi judaica nariz se siente profundamente agraviada ante esas inquisitoriales miradas. 
Hace unos años, casualidades de la vida, fuí a ver al mismo amigo a su barrio. Un barrio señorial en el que podía sentir cómo los policías que patrullaban las nobles calles me vigilaban. Obsesiones mías. Aquél día llegué antes de tiempo, cosa poco frecuente en mí y mucho menos en mi amigo,  así que aproveché para pasear por ese barrio que tan buenos y malos recuerdos me provoca. Me crucé en dos ocasiones con una actriz, mucho más famosa que la de ayer, y más mayor. Las dos veces fue ella la que se me quedó mirando ¡Está bien! No me miraba a mí, lo reconozco, sino a mi barba, que por entonces estaba asilvestrada. Muchos eran los que aquellos días, como si fuese lo más original del mundo, me decían  talibán o náufrago. Eran aquellos días convulsos del No a la guerra,  aquellos días en que no llovía en birbam, sino que birbam lloraba.
Cuando volví a casa miré una de esas revistas de cotilleos ya atrasada y, por casualidad, una más,  me encontré a esta actriz en un robado en la playa, con su novio, que no era ni más ni menos que una barba negra mucho más lustrosa que la mía.

Hace un par de fines de semana fui al monte con unos amigos y algunas personas que desconocía esa misma mañana al despertar. Habíamos alquilado un autocar de unas treinta plazas y fuimos cantando y riendo unos ochenta kilómetros hacia la sierra. Una señora que no había visto en mi vida llevaba consigo una perrita blanca que estaba enferma. Hacía frío, y las rampas del inicio del camino resultaban altamente perjudiciales para el pobre animal, su dueña se autocompadecía por tener que cargar con ella pero es que no la podía dejar solita en casa, me da una penita horrible, la pobre... Así que hartos de sus quejas, y por solidaridad no vayas a pensar que me junto con una panda de bestias sin sentimientos, dos de mis compañeros se ofrecieron voluntarios para cargar con la perrita. La metimos en la mochila de uno de ellos, con la cabecita del animal sobresaliendo, para que pudiera respirar. La pobre perrita temblaba de frío y de miedo a la vez que agradecía cualquier mano acariciando su cabeza. Durante la operación, la dueña se me presentó, me agarró del brazo y me contó historias de la perra que, evidentemente, no me interesaban en absoluto. Discutimos sobre los Estados Unidos, sobre el capitalismo y el viejo comunismo, sobre el cambio climático y lo muy provechoso que era el cáñamo como material Demasiados plásticos vestís los jóvenes de hoy, con lo bueno que es el cáñamo No pude resistir la tentación de contestar sinceramente Yo... es que el cáñamo lo utilizaba para otras cosas ante los incrédulos oídos ajenos que dejaron escapar leves risas por lo inapropiado de mi respuesta. Aquella señora me miraba la barba con la mirada perdida, como tantas otras veces tantas otras mujeres de la generación de mi padre se habían quedado embobadas mirándome las barbas, probablemente fantaseando con una cara joven y peluda que amaron secretamente hace ya muchos años y, descubiertas en  un peculiar éxtasis místico, se inventaban alguna pelusa entre mi bello facial por el simple  deseo de acariciarla con delicadeza, como quien da una palmada en los cachetes de un bebé, para observar cómo tiemblan las púberes carnes. Otras muchas señoras de la misma generación han sentido repulsa al verme aparecer por sus casas como un vagabundo, como ellas mismas me han dicho. Siempre he tenido debilidad por estas señoras, por la aplastante sinceridad que manifiestan y el pie que dan a ser vaciladas. Amén de que te dan gustosamente dos besos mientras te insultan, cacho guarro.

Me he acordado de la señora del cáñamo y la perrita enferma porque al final del día volvíamos cantando en el ómnibus. Cantábamos con mucho éxito pero pocas aptitudes a Serrat, a Victor Jara, a Aute, y a algunos grupos vascos entre otras barrabasadas incendiarias. Cantábamos básicamente canciones revolucionarias, probablemente trasncochadas,  himnos anarquistas y estúpidas canciones de amor a mujeres que en realidad no son amadas pero que muestran al autor como un fervoroso amante, aunque en cada puerto tenga un marinero que le introduzca su vigoroso aparato en aquél orificio posterior y último de la digestión.  En un momento dado, entre una desafinada Internacional y un ronco tarareo de A las barricadas, la doña, que se sentaba un asiento más atrás de en el que posaba yo mi culo de juez de silla, me llamó por mi nombre y me dijo dando los rodeos típicos de quien no sabe si va a introducir la pata en la trampa o no Yo no sé, porque no te conozco, qué piensas tú de esto que te voy a decir. A los otros, que ya los conozco ,no se lo diría porque sé cómo piensan pero... antes hablábamos de política y ahora... oyéndolos cantar, oyendo las bromitas que disparan... ¿No te da la sensación de que están en el 36, de que así no vamos a llegar nunca a una reconciliación nacional, de que no os interesa cerrar la herida? No me extraña que el Papa dijese lo que dijese el otro día en Barcelona. Ella no se había percatado de que yo cantaba como uno más, en un tono más relajado,  mucho más bajo que el resto, sin hacerme notar para no mostrar a todos mi horripilante voz, pero cantaba con todos ellos y reía las burlas que propinaban a los órganos de poder establecidos, sintiéndome uno más en la sorda queja. Miré para ambos lados sin mover la cabeza y, quizá algo timorato, espeté Mujer, yo entiendo que todo lo que se está diciendo es una broma, que nadie está llamando a tomar las armas y mucho menos aún se ha propuesto encender la mecha para quemar la primera de las muchas iglesias que no ardieron en el 36. Y además nadie lo haría hoy en día. Bueno, bueno, pero sabes lo que te quiero decir Interrumpió. Y yo me dí media vuelta y seguí cantando y riendo las salidas de tono de mis compañeros. 

Fue un viaje de vuelta muy rápido, pese al tapón con que nos brindaba birbam su bienvenida. Y, como siempre, me marché sin despedirme del resto, a escondidas. ¿Qué quieres? Me pongo nervioso, me quiero ir y me voy cuando me quiero ir. Antes, miré a la perrilla andando lentamente por la vereda, temblando, y un  latigazo de compasión me meneo las entrañas. A los pocos días me enteré de que el pobre animal tenía cáncer de pulmón y había sido sacrificado.

Yo, mientras tanto, me voy a afeitar, que no estoy en sierras bolivianas ni estepas siberianas. A ver si al menos así  dejo de mezclar estas historias.

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