miércoles, 2 de febrero de 2011

el único niño consecuente

Ahora que se me supone adulto, que me imaginan hombre de fuertes convicciones horadadas en el hipotálamo con la pericia del alfarero. Ahora, sé que mi amigo Andres Herrera fue el único niño consecuente que conocí en mi vida. Cuando digo ahora quiero decir en este preciso instante, esta tarde de viernes de finales del mes de Enero, después del brusco chaparrón imprevisto regando el parcheado asfalto de birbam. Cuando digo el único niño, me refiero al niño que permanece alojado en el alma, si existiera, del supuesto adulto que es hoy Andrés Herrera mirando los tejados destilar límpidas gotas de lluvia sobre el parcheado asfalto de birbam. Y cuando digo mi vida hablo de lo único que conozco, de lo único por lo que alguna vez me interesé: yo, birbam, y el parcheado asfalto de birbam. Y no en ese orden precisamente.

Andrés decía, ante las carcajadas de unos y mientras los otros recogían del suelo los ojos atónitos que se les había salido de las órbitas y rodaban por el prado en que gastábamos el tiempo pateando un deshinchado tango blanquinegro, que el sueño de su vida era ser vagabundo. En realidad, todos lo deseábamos, pero solo Andrés era capaz de decirlo en alta voz, henchirse de orgullo como un pavo real y darse ínfulas de hidalgo hambriento del Lazarillo.

En realidad, no sé si todos compartíamos el descabellado sueño de Andrés. Solo puedo hablar por mí, y he de decir que yo sí, que espiaba al viejo Curruca desde mi ventana, que me soñaba aprendiendo de él el noble oficio, la carita de pena, el señora algo de comer haga el favó, ese escabullirse al bar Linares, ese hurgar en todas y cada una de las papeleras de lata que poblaban el barrio... Sí, yo quería ser mendigo, me imaginaba con un cartón de vino y cartel con un lema plagado de faltas de ortografía innecesarias, tirado en una esquina de una calle ancha, señorial, infestada de señoras luciendo abrigos de piel y periódicas permanentes en el cabello tan inapropiadamente rubio. No en el barrio, no, en el barrio no. Yo me iría al centro, como el padre de Andrés, sabía que allí era donde estaba el dinero, donde estaban las basílicas, las grandes iglesias, donde la mendicidad era un arte.

Andrés no lo sabía, o eso pensábamos los demás, pero su padre, efectivamente, iba todos los días al centro, se subía a un autobús y bajaba a un par de manzanas de una famosa iglesia de un barrio de esos en los que la gente anda con prisa todo el día y jamás mira a los lados. A ninguno nos importaba porque el padre de Andrés no bebía. De veras pedía para dar de comer a sus hijos y, aunque a veces Andrés pasaba más calamidades de las normales, como un águila se quitaba la comida de la boca para dársela a su aguiluchos. Jamás vi al viejo Andrés visitar el Linares, como sí hacía el viejo Curruca.

Andrés hablaba con Curruca a menudo y durante un tiempo creíamos que esas tonterías, más serias en él que en el resto de nosotros, de andar pidiendo limosna por ahí se las había cultivado Curruca. Unos decían que el Curruca era el padre de la madre de Andrés, osea su abuelo, y que la madre le descubrió robándole unos ahorillos al poco de mudarse al barrio, y que le había echado de su casa. Palabras. Otros, con más mala baba que otra cosa, decían que era el amante de la madre, sin saber muy bien qué era un amante. Palabras. Unos más allá sabían a ciencia cierta que el Curruca y el viejo Andrés habían sido socios años atrás, antes de llegar al barrio. Al parecer tuvieron en jaque a los grises, o a los nacionales o a yoquecoñoséhijomío que me decía mi padre, cauteloso, cada vez que le preguntaba, por una serie de asaltos que habían perpetrado en el sur del país y que el único refugio que habían encontrado era este barrio de mala estampa a las afueras de birbam. Las tres historias corrían de boca en boca por el barrio. Y la bocas que narraban una negaban las otras dos, sin saber que dos de ellas eran ciertas al mismo tiempo.

Poco tardó Afano en hacerse amigo del Curruca. Pero esa es otra historia.

Entonces, Andrés decía que quería ser mendigo y el descampado era su reino. En ocasiones no nos dejaba entrar en el prado, agarraba unos maderos, afilaba sus puntas, y nos amenazaba con metérnoslos por el ojete y sacárnoslos por la nariz como nos adentrásemos a ese campito que era suyo y solo suyo. ¡Como si nos fuesen a entrar todas esa estacas a un tiempo por el culo! Al rato se le pasaba y, más calmado, se quedaba embobado mirando al cielo.

El viejo Andrés enfermó un otoño y jamás volvió a salir de su casa. El mismo otoño, Andrés había empezado a ir a una instituto en el centro, o eso decía en el barrio. Pero un dia Sir Walter Bradbury de la Petanca y un servidor le seguimos. No llegábamos a creérnoslo. Bradbury tenía una moto destartalada de color naranja, una moto que hacía más ruido que velocidad alcanzaba,. Se la había comprado su padre a un chatarrero para que el niño pudiese hacerle los recados de la tienda, pero esa mañana no tenía muchas ganas de trabajar y como yo he sido siempre un vago redomado no le fue difícil convencerme de seguir al autobús en que Andrés se subía cada mañana para ir al instituto. Cuando llegamos a la que se suponía que era su parada nuestra presa no bajó, tampoco lo hizo en la siguiente parada ni en la siguiente, y en la siguiente tampoco, y así hasta la última parada estuvimos esperando sin suerte alguna. Nos cruzamos con él por casualidad en el camino de vuelta. Él, siempre tan despistado, no se percató de nuestra presencia, pero nosotros sí. Allí estaba, en la puerta principal de esa grandísima iglesia, con los ojos medio cerrados y la cara sucia. Nos sentamos uno a cada lado, pero no nos prestó atención. Sin duda llevaba en la sangre el oficio.

Por la tarde, cuando volvió al barrio, le contamos lo que había pasado esa mañana y él lo negó todo. Juraba que había asistido a clase, como todos los días, e incluso sacó de la mochila los libros y cuadernos con la lección del día. No supimos nunca quién le copiaba los apuntes y jamás nos interesó. Nos daba igual cómo se ganase la vida, no es asunto nuestro nos decíamos unos a otros. Pero un día llegó al barrio con el título. Había terminado el instituto e iba a seguir estudiando. Hoy mira a los tejados con esa pose chulesca que no puede evitar, con ese aire desenfadado y colgado de la parra que Eva lleva en la entrepierna. Hoy trabaja en una asociación que ayuda a los sin techo de un popular barrio del centro de birbam. A Bradbury y a mí nos gusta pensar que tuvimos algo que ver con su cambio, pero no es así.

Una noche, hace ya muchos años, cuando Andrés iba al instituto del centro de birbam, iba caminando por el barrio y alguien, luego se supo que el Curruca, lo tiró al suelo, lo apalizó y se quedó con el dinero que había recaudado ese día. Al parecer no volvió a mendigar. No porque un compañero le hubiese robado, sino porque había sido su propio abuelo. Una semana después el Curruca desapareció del barrio, y no volvió a dar señales de vida. Parece ser que la vieja historia de la orden de busca y captura contra él era cierta, y Andrés dió el chivatazo. Gracias a la recompensa pudo dejar de pedir en aquella grandísima iglesia del centro de birbam. Y así, Andrés Herrera, o la nada puede ir en bicicleta, vestir de azul marino en invierno, silbar si llueve y apuntar a los balcones con la barbilla.


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