jueves, 4 de agosto de 2011

El personaje (o La butaca) y III

III. La huérfana butaca (o no elegir bien los títulos y subtítulos)


Pero súbitamente, cuando ya había perdido toda esperanza de que un cuerpo ocupase la huérfana butaca, cuando estoy absolutamente abstraido en las anécdotas que cuenta don Mario y me dispongo a declararme su discípulo así le arranque la oreja a simones o judases, unas piernas colgando de un cuerpo ocupan el lugar abandonado. Son, eran, unas piernas hermosas y largas, femeninas; unas piernas que deliberadamente se cruzan al ritmo contrario que las de don Mario y todos sus discípulos, entre los que, felizmente, por supuesto, me encuentro. Así que me molesta el acto de rebeldía como si fuera propio, como si esas piernas insurgentes me estuviesen declarando la guerra a mí, únicamente a mí, y voy levantando mi vista con intención de decirle cuatro cosas bien dichas a la señora o señorita ¡Es que no sabe usted que cuando el maestro se atusa el pelo la pierna izquierda se superpone a la derecha! ¡Y que cuando se arrasca la cara es al revés! ¡Por dios! ¡Que hay que venir de casa con su obra leida!

Mis ojos suben por sus piernas, alcanzan su falda y su camisa, y se entretienen con su pechos, se estancan en su cuello, y cuando pasan la frontera que es su barbilla observan sus ojos brillantes observando al maestro. ¡Dios mío, es la mujer más hermosa que he visto en mi vida! ¡Don Mario! Grito, abandono, no le seguiré más, ahora cruzaré las piernas al ritmo que me mande esta señorita. Por alguna extraña razón las ganas de regañarla se esfuman. Y la observo, absorto y babeante, y un gran charco de esputos se forma en el piso, y mis pies en rebeldía chapotean.

Apenas tardaron 6 segundos en aparecer dos señores de gris con unos palos atados a la cintura que venían a buscarme; me echaron de allí sin golpes, sin empujones, y sin darme ninguna razón por ello. Pero lo peor de todo fue que no me dijeran quién era aquella señorita.

Desde entonces vivo en la puerta del edificio en el cual en la última planta hay un salón en el que un día estuvo don Mario. Duermo entre cartones que el mismo Andrés Herrera, o lanada, envidiaría. Hay muchos eventos, grandes reuniones con personajes famosos, artistas, toreros, modelos, damas de clase alta, políticos, empresarios. Todos me conocen ya, y me saludan por mi nombre, incluso los porteros y los seguratas me conocen, y me traen algo de bollería y un café con leche cada tarde, alrededor de las seis. A veces, me encabrono y quiero entrar, tengo la curiosidad ¡qué coño curiosidad! Es mucho más... ¡has perdido la cabeza! de saber si volverá a aparecer la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Pero, obviamente, nunca me dejan entrar, están todos enamorados de ella y tienen miedo, no sea que la vaya a raptar.

No necesité mucho tiempo para darme cuenta de que necesitaba la ayuda de Andrés Herrera para sacar a el coso de allí. Desgraciadamente la nada no atendía al teléfono; tardé casi una semana en dar con él, aunque cuando lo hice, he de decir, vino presto a buscar al coso. Sobra decir que nos lo llevamos por la fuerza, la oratoria de Andrés, que es escasa, no funcionó; no logramos engañarle así que no hubo más remedio que agarrarle de brazos y piernas, golpearle repetidas veces en el hígado y los riñones y precipitarle al coche de Mateo Lorenzo, que siempre está para arrimar el hombro, que esperaba en ralentí frente a la acera.

El coso está bien, no preocuparse; está en casa, encerrado en su habitación, al parecer. Su madre dice que tiene fiebres y no nos deja subir a verlo, dice que el médico ha dicho que nada de visitas, y menos de los amigotes, que siempre son mala influencia. ¡Acabáramos!

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