martes, 4 de agosto de 2009

Andrés Herrera. O la nada.

Mi amigo Andrés Herrera suele ir en bicicleta, pero hay ocasiones en que no. Viste de azul marino en invierno, y en verano no sale a la calle hasta que pasan las siete y treintacinco de la tarde. Silba si está lloviendo y canta a gritos cuando está solo en la casa de sus padres. Camina (cuando camina, pues son pocas la veces, ya lo habrás imaginado) con la cabeza siempre bien alta aunque no tenga por qué, y se para en cada esquina a observar los peatones con los que se va a cruzar. Nunca saluda, nunca les ve. Incluso parece, en ocasiones, que les reta, que trata de imponerse, de apabullarles con su amenazante postura chulesca, con la barbilla apuntando a los balcones de los primeros pisos, abriendo y cerrando casi con violencia sus narinas y proyectando dióxido de carbono como si fuera un toro sentenciado, sin miedo a nada ya porque ya tiene la nada. Dispuesto a arramplar con el palurdo que se le ponga o no por delante. Normalmente los buenos ciudadanos se molestan o se asustan con su prepotente presencia, otros, los inconscientes y los jóvenes, o no se lo toman en serio o se lo toman a risa, que es decir lo mismo dos veces. Es fácil verle en cualquier cruce del centro con los brazos en jarra y los ojos ligeramente cerrados, pues resulta que el bueno de Andrés no ve de lejos, aunque él siempre te dirá que es por el sol, que le molesta, que para él los rayos son cuchillos rajando el iris de sus ojos verdes. Todo el que le conoce sabe que es mentira, que son cosas de Andrés Herrera y que Andrés Herrera no tiene los ojos verdes.

Pero todo el mundo está equivocado con el deslumbrado Andrés, todos se quedan con la ridícula estampa que presenta, con que cierra los ojos sea o no para ver mejor. Y es que parece un faro inútil tierra adentro, un coloso impotente con los pies hundidos en el barro, enraizados, desangrándose y tomando forma arbórea. Poco más. Lo único que hay de importante en que se pare a mirar el tendido de la vida es simplemente eso, que se para a pensar, nada más. Porque el bueno del tonto de Andrés Herrera piensa demasiado y nunca actúa, cree que no es necesario, que con mirar al cielo caerá la lluvia, que apenas necesita rezar dos antonioveganuestro que estás en el penta para tener un trozo de pan mohino en la mesa cada día, el sustento suficiente que le proporcione la fuerza necesaria para salir a la calle en busca de inspiración. Y es que hasta el propio Andrés Herrera está equivocado con Andrés Herrera, pues por mucho que se quede mirando embobado el techo de las habitaciones de hoteles de ciudades remotas a las que ni siquiera soñó ir ni la más insípida o flatulenta idea se cuece en su cerebro ya marchito. En ocasiones ve cómo un rayo se le aparece y se le clava en la nariz y al tiempo de sentirlo se evapora, porque es sólo el rayo, no hay nada más. Porque Andrés no sabe de ninfas ni de musas, no sabe de brujas ni bostezos, ni espira ni reclama a voz en grito, no sabe de pasión ni la imagina. Andrés está por estar, como tantos otros, y nada más le hace especial que ser mi amigo. Por eso hablé de él. No sin problemas.

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