jueves, 3 de diciembre de 2009

una habitación desordenada

Estaba aquí. Aquí, sentado en este sillón de orejas sin orejas, recostado como eterno adolescente, hurgándome justo detrás de ese triangulito en el que acaba el esternón. El alma, si existe el alma, juega a huir de este alcatraz mientras yo juego a ayudarla. Mas no es un juego. Estoy inquieto, me están corriendo gusanos gritándome por las piernas y el aliento me brota por las corvas y los poros de mi pecho.
Estaba aquí sentado observando que en los pies tengo una cesta rebosando ropa sucia y unos calcetines negros empapados; hay más ropa por el suelo, por ejemplo un pantalón verde que cierto amigo siempre quiere que le regale, unas botas de montaña embarradas y un bolso que me compré en Candem. Hay también una orgía de toallas en los reposabrazos de las dos sillas prácticamente inútiles que ocupan espacios deliberadamente inútiles. Una colección de desodorantes que me llevé de birbam por equivocación junto a una copa con un dedo de vino francés en el fondo. Hay una cesta con chinchetas que son imposibles de clavar en la pared. Una foto de Einstein y otra de la mano de dios. Tengo libros en inglés que no comprendo y otros en castellano que ya he leído, diccionarios, cuadernos para aprender the bloody language, periódicos en alemán, y un mapa de carreteras que no es de aquella gasolinera ibérica.
Hay, colgada en la pared, una foto de dos niños africanos viajando en un contenedor de basura con ruedines, una bandera republicana, y un gorro de bobi de esos de mi madre estuvo en London y como me quiere mucho y le sobraba sitio en la maleta me ha traido este horrible tricornio sin cuernos. Tengo también otros adornos que no soy capaz de describir, una campana de madera, un elefante de porcelana, una luna triste, y una bandera wiphala.
Sobre la mesa el Romancero descansa junto a una botella a medio terminar del mismo vino francés que manchaba la copa y un plato vacío que aún está caliente. Un bote de polvos de talco que dice Instituto Español pues es cosa seria que no te huelan los tachines en el extranjero. Monedas, muchas monedas de libras y de euros, peniques cobrizos escondiéndose bajo recortes de periódicos y hojas en sucio, billetes arrugados, cuadernos inconclusos, apuntes imperfectos, la funda de las gafas y biromes sin tinta. Hay cepillos de dientes, y un gorro del Perú que me trajeron mis tíos, la manta que le robé a cierta aerolinea británica; guardo y uso unos guantes de lana que una amiga me trajo de Bolivia, y una foto del Cerro de los siete colores que me recuerda a un amor que se esfumó en el océano. Tengo, además, una foto que me hizo llegar mi abuela, una foto en la que salgo siendo un niño, un bebé sonriente que no le teme a la vida, una foto con mi abuelo agarrándome por la panza y mirándome embobado, si me viera ahora...
Si viera ahora esta habitación desordenada, llena de cables y adaptadores por el suelo, si quisiera verse en el imperfecto espejo inútil para Alicia, en la oscuridad de los soleados días de la Inglaterra... no podría, simplemente no podría.

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