martes, 9 de marzo de 2010

Reinaldo Serra

Y de repente un estallido me despertó de un sueño plácido disfrazado de hadas volátiles y aguanieve. Me recosté con violencia buscando en la ventana la batalla y un golpe de metralla como un tornado de clavos le arrancó la vida a los chavos leales a Sorano, a sus últimos valientes. Aunque probablemente, sabiéndose olvidados y desvalidos, habrían pasado sus postreras horas rezándole hasta a los dioses que habrían abandonado vendiéndose al becerro de oro que prometía el cacique. Después fue el humo y gritos afeminados, y mi mano buscó instintivamente una sucia frazada en el suelo que mi memoria recordaba pero yo no, traté de taparme, de esconderme, de huir como los niños entre las sábanas si no lo veo no existe. Pero dos pares de brazos vinieron a rescatarme levantándome del piso con furia y me arrojaron al desierto mientras a mi espalda el viejo refugio ardía. Otra vez dos brazos me agarraron por el cuello y me lanzaron a los lomos de una yegua, aún moribundo pude ver mi sombra en la noche, el refugio flameaba como el astro rey, estallaba con virulencia la dinamita escondida en la bodega, y entre mi incontinente sudor y las feroces explosiones el miedo creció manchándome los pantalones con mis propias boñigas chorreando como cataratas de sangre por entre mis heridas nalgas.
Volví a perder el conocimiento, y con la luz del día y un cubo de agua sucia lleno de esputos y orines sobre mi cabeza, desperté. Cuando pude abrir los ojos y enfocar la figura que me tapaba el sol reconocí inmediatamente la cara sucia de Romeo Sauquillo. Temblé.
Tranquilo, mi cuate, no le vamos a hacer nada, no tiene porque temer, si usted era prisionero de Sorano ahora es mi amigo. Los enemigos de mis enemigos son amigos míos. Su tono conciliador y sus sosegadas palabras no me tranquilizaron en absoluto. Disculpe lo que le hicimos el otro día, gachupín, estábamos nerviosos, imagínese... un gringo no debería deambular solo por estas peligrosas tierras y mas si nos encontramos en esta guerra... ¿verdad que me entiende usted, mi cuate? Yo asentía sin saber muy bien por qué Imagínese, creimos que nos andaba persiguiendo, que ese hijo de mala madre le había enviado, pero ahora podemos confiar en usted, o eso al menos dice Reinaldo dijo señalando a un hombre de pequeña estatura que tardé en reconocer como el hombre que yació conmigo en el refugio la noche anterior, o la anterior, ya no sé. Me acercaron un plato metálico con algo de arroz, unas guindillas y una cantidad ridícula de frijoles que devoré con la premura de quien cree que no va a volver a comer, con el ansia de un bebe moribundo exprimiendo los ajados pechos de su madre.
Me sentía perdido, a estas horas Raúl Sorano debía ser carroña para los cuervos, y así como una maldición antropofágica empecé comiéndome los padrastros y seguí mordiéndome los brazos escuálidos, buscaba la muerte con angustia, con la codicia del que no se cansa de perder.
Tráiganme al gachupín oí gritar a Sauquillo, y se me acercó raudo el traidor que se tendió a mi lado en la guarida de Sorano Hola compa, mi nombre es Serra, Reinaldo Serra, fue un placer salvarle la vida. Muchas gracias contesté sin apenas sentir que mis labios se abrían y se proyectaba desde mis pulmones el aire suficiente para pronunciar esas palabras. Me volvió a levantar con aquellos poderosos brazos que sentí como si fueran los de dos hombres la primera vez, Serra tenía una fuerza desacorde con su minúsculo cuerpo. Cargó conmigo hasta la hoguera en la que se calentaba y descansaba el cacique que susurraba algo a varios de sus compinches, alzó la voz al dirigirse a Reinaldo Déjelo ahí mismo, con cuidado me miró Acá sólo vienen a sentarse los hombres de mi confianza, acomódose, por eso le mandé llamar, preste atención porque sólo se lo voy a decir una vez, preste atención porque su vida y la de todos nosotros depende de esta conversación. Pero tranquilo güey, relájase, le voy a contar el principio de esta historia.

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