II. Presentación del salón y baile.
En mi crecimiento, ¡lo has dicho como si en algún momento se dejase de crecer, sigo creciendo ahora, carajo!  he tenido serios problemas con él. No han sido, estos problemas, mas  que dilemas internos que sencillamente se pueden resumir en dos  palabras: tengo prejuicios. ¡Qué novedad! Pues claro que tienes prejuicios. ¿Quién mierda te crees que eres?  Por un lado me apasionaba su manera de narrar, de transportarme con dos  frases a la selva amazónica o a un internado militar, pero por otro  lado un prurito nacía en mi espalda cada vez que le oía hablar de cómo  solucionar los problemas de su país de nacimiento, los obstáculos de  América Latina, o las dificultades de su país de acogida. Políticamente  estábamos, y estamos, muy lejos. Reconozco que tiene él una formación  mayor que la mía, sí, seguramente... y seguramente también aunque dirás probablemente  probablemente tenga mejores razones que las mías y, por supuesto, mayor  discernimiento. Son asuntos estos que no me preocupan en absoluto. Pues  algún día, al mismo ritmo en que yo adquiera esos valores iré perdiendo  la pasión, la vehemencia y la creencia irracional en mis palabras por  el simple hecho de que son las mías. Y, sobre todo, perderé también las  ganas de incordiar por el simple placer de incordiar, porque llamar la  atención ha sido y es la única oportunidad que tengo de participar en  unos Juegos Olímpicos, siempre y cuando aprueben la propuesta que hice  al COI con las 3 millones de firmas adjuntas, reunidas a lo largo y  ancho del planeta con el fin de declarar el nudismo espontáneo en los  recintos deportivos como lo que es: el más grande espectáculo que puede  verse hoy en día. Estaremos todos  y ninguno de nosotros de acuerdo en  que un Madríbarça no vale doscientos euros. Sin embargo, ver  saltar al campo a Jimmi Jump con barretina, mientras los cuerpos y  fuerzas de seguridad del estado resbalan, ridículos, al tratar de  atraparle los vale. ¡Pues claro que los vale!
Pero no era, no es,  Jimmi Jump a quien fui yo a ver aquella tarde, sino  al último premio Nobel de Literatura. Sí, don Mario. Don Mario serio,  don Mario atusándose el flequillo, don Mario cruzando las piernas, don  Mario escuchando con atención, don Mario conversando, don Mario agarrado  del brazo de su esposa, don Mario con el brazo encima del hombro de un  amigo, don Mario apoyando a Ollanta Humala. Don Mario, el elegante don  Mario, respirando a menos de diez metros de mi butaca, y mi butaca entre  una orgía de butacas, y cabezas, y cuerpos con dos piernas que se  cruzan cada vez que cruza don Mario sus piernas. Yo estoy, estuve,  absorto lo reconozco, con sus palabras. Tanto que apenas me percato que  tengo a mi lado, sentado con las piernas cruzadas igual que yo, igual  que todo el salón, igual que don Mario, a uno de los más importantes  editores del país de adopción de don Mario, que es el mío. Le miro de  repente porque me resulta familiar, no le reconozco, caigo en la cuenta  de su nombre cuando otro escritor, de cierta fama y que me cae mejor que  don Mario pese a que no es ni tan bueno, ni tan alto, ni con el cráneo  tan poblado como don Mario, aterriza en el salón y llamándole por su  nombre le dice ¡Qué alegría verte! No te esperaba. Y se me queda  la carita de tonto habitual; sí, esa de estoy aquí en medio y no tengo  la más mínima idea de por qué. El editor pierde el interés a los veinte  minutos de comenzar el acto y se va, sin hacer ruido, a un señor así no  le hace falta decir adiós para que todo el mundo sepa que se marcha. El  asiento queda vacío unos minutos y yo me inquieto, me faltan unas  piernas cruzadas a mi derecha, me falta un cuerpo a mi lado respirando  discontinuamente, un cuerpo que deje escapar gases sin justificarse ¡Que se jodan todos esos pelotas que vienen a cruzar las piernas al ritmo en que lo hace don Mario! La pierna izquierda sobre la derecha si se retoca el flequillo, la derecha sobre la izquierda si se arrasca en la mejilla.
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