miércoles, 27 de julio de 2011

El personaje (o La butaca) II

II. Presentación del salón y baile.

En mi crecimiento, ¡lo has dicho como si en algún momento se dejase de crecer, sigo creciendo ahora, carajo! he tenido serios problemas con él. No han sido, estos problemas, mas que dilemas internos que sencillamente se pueden resumir en dos palabras: tengo prejuicios. ¡Qué novedad! Pues claro que tienes prejuicios. ¿Quién mierda te crees que eres? Por un lado me apasionaba su manera de narrar, de transportarme con dos frases a la selva amazónica o a un internado militar, pero por otro lado un prurito nacía en mi espalda cada vez que le oía hablar de cómo solucionar los problemas de su país de nacimiento, los obstáculos de América Latina, o las dificultades de su país de acogida. Políticamente estábamos, y estamos, muy lejos. Reconozco que tiene él una formación mayor que la mía, sí, seguramente... y seguramente también aunque dirás probablemente probablemente tenga mejores razones que las mías y, por supuesto, mayor discernimiento. Son asuntos estos que no me preocupan en absoluto. Pues algún día, al mismo ritmo en que yo adquiera esos valores iré perdiendo la pasión, la vehemencia y la creencia irracional en mis palabras por el simple hecho de que son las mías. Y, sobre todo, perderé también las ganas de incordiar por el simple placer de incordiar, porque llamar la atención ha sido y es la única oportunidad que tengo de participar en unos Juegos Olímpicos, siempre y cuando aprueben la propuesta que hice al COI con las 3 millones de firmas adjuntas, reunidas a lo largo y ancho del planeta con el fin de declarar el nudismo espontáneo en los recintos deportivos como lo que es: el más grande espectáculo que puede verse hoy en día. Estaremos todos y ninguno de nosotros de acuerdo en que un Madríbarça no vale doscientos euros. Sin embargo, ver saltar al campo a Jimmi Jump con barretina, mientras los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado resbalan, ridículos, al tratar de atraparle los vale. ¡Pues claro que los vale!

Pero no era, no es, Jimmi Jump a quien fui yo a ver aquella tarde, sino al último premio Nobel de Literatura. Sí, don Mario. Don Mario serio, don Mario atusándose el flequillo, don Mario cruzando las piernas, don Mario escuchando con atención, don Mario conversando, don Mario agarrado del brazo de su esposa, don Mario con el brazo encima del hombro de un amigo, don Mario apoyando a Ollanta Humala. Don Mario, el elegante don Mario, respirando a menos de diez metros de mi butaca, y mi butaca entre una orgía de butacas, y cabezas, y cuerpos con dos piernas que se cruzan cada vez que cruza don Mario sus piernas. Yo estoy, estuve, absorto lo reconozco, con sus palabras. Tanto que apenas me percato que tengo a mi lado, sentado con las piernas cruzadas igual que yo, igual que todo el salón, igual que don Mario, a uno de los más importantes editores del país de adopción de don Mario, que es el mío. Le miro de repente porque me resulta familiar, no le reconozco, caigo en la cuenta de su nombre cuando otro escritor, de cierta fama y que me cae mejor que don Mario pese a que no es ni tan bueno, ni tan alto, ni con el cráneo tan poblado como don Mario, aterriza en el salón y llamándole por su nombre le dice ¡Qué alegría verte! No te esperaba. Y se me queda la carita de tonto habitual; sí, esa de estoy aquí en medio y no tengo la más mínima idea de por qué. El editor pierde el interés a los veinte minutos de comenzar el acto y se va, sin hacer ruido, a un señor así no le hace falta decir adiós para que todo el mundo sepa que se marcha. El asiento queda vacío unos minutos y yo me inquieto, me faltan unas piernas cruzadas a mi derecha, me falta un cuerpo a mi lado respirando discontinuamente, un cuerpo que deje escapar gases sin justificarse ¡Que se jodan todos esos pelotas que vienen a cruzar las piernas al ritmo en que lo hace don Mario! La pierna izquierda sobre la derecha si se retoca el flequillo, la derecha sobre la izquierda si se arrasca en la mejilla.

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