martes, 15 de enero de 2013

Nazareth

Como viene siendo normal desde que el calendario romano se implantó en la totalidad del viejo imperio por la gracia de uno o varios seres imaginarios creados por la necedad y la necesidad humana de explicar todo lo que sucede alrededor, un año cuenta con trescientos sesenta y cinco días, si no es bisiesto, agrupados en doce meses. Mas allá de la clásica controversia de si aquel primer año dedicado a Rómulo contó con diez o doce fases lunares. El calendario gregoriano, heredando el corte en juliana de los romanos, mantuvo la docena, una magnífica coincidencia con la caterva de discípulos que siguieron a aquél hombre de barba rala que naciera en el pequeño Belén y que entre otros muchos nombres llevó a su cargo el de el Nazareno.

En uno de esos doce meses que tuvo 2010, mi amiga Nazareth coincidió con el Coso al sur de Albión y, sin embargo, no se vieron mas que en una o dos ocasiones según mis investigaciones, y ninguna o una vez tan solo y a lo lejos, rodeados de gente en un centro comercial, según me dijeron ambos por separado, como siguiendo un guion previamente redactado por ellos mismos. Las razones del desencuentro son, aún hoy, tan desconocidas como evidentes en la fantasía del que escribe. No obstante, siempre sospeché que estuvieron viviendo juntos durante casi todo el mes.

Inglaterra es un país mucho más grande de lo que uno se imagina al curiosear un mapamundi, lo sé porque jamás estuve allí; no hace falta abrir los ojos hasta que se levantan las costuras de los párpados para ver que no es la estepa siberiana, pero por mucho que te broten lágrimas y se te despunten una a una las pestañas es prácticamente imposible apreciar la individualidad de las almas apelotonadas en esas grandes ciudades de casas bajas con escaleras en los portales o en su innumerable entramado de ciudades dormitorio; ni siquiera en la virtualidad aumentada de una lupa descubrimos hormigueantes británicos conduciendo nerviosos por el margen izquierdo sus Jaguar, sus McLaren, sus Aston Martin, sus Rolls Royce, sus MG, o sus Land Rover, siempre con una pipa detectivesca en los labios, siempre con un monóculo capado pero elegante, siempre bebiendo té y engullendo galletas de jengibre. Esta grandeza imperial, geográfica y por tanto física a la par que espiritual y metafórica, podría ser la única razón de su frustrado encuentro, y sin embargo no fue así: un día Nazareth me llamó y me dijo Boa, lo siento mucho pero no he podido ver a tu amigo; no he tenido tiempo. Meses después el Coso me escribió un email en que relataba una y mil llamadas sin respuesta al número de Nazareth que yo mismo le había proporcionado. 

Los dos mentían. Yo sabía que habían pasado al menos un par de semanas juntos en el bosque en que vivía entonces el Coso.

¿Por qué lo sabía? ¿Qué me hacía sospechar que el encuentro se produjo con dolorosas consecuencias para ambos? Fueron muchas las razones que me invitaron a pensar que estuvieron viviendo juntos durante ese mes. En una ocasión, Nazareth colgó una foto de lo que parecía un camino por en medio de un bosque en una conocida red social de internet. Sí, podría ser un bosque en cualquier lugar del mundo, pero la foto era muy parecida a las que colgaba el Coso, un camino con árboles a los lados cuyas ramas se unían formando una especie de túnel sobre el sendero. Sí, es cierto, el bosque en el que vivió mi amigo no es el único bosque inglés, pero aquella foto desapareció ante un comentario sin maldad de una amiga común que decía Hala, zorra, ¿dónde estás?

Fue a partir de aquella desaparición cuando empecé a dejar volar a mi fantasía. Imaginé el primer encuentro en una estación de autobús o de tren, los dos mirándose a lo lejos, dudando ¿es él?, ¿es ella?, hola, no estaba seguro de que fueras tú, hace mucho que no nos vemos. Sí, mas o menos desde el cumpleaños de Cataratas. ¡Sí, es cierto! Viniste acompañada por alguien... un tipo rubio, alto. Sí, Jota. Era mi novio, hace años que no estamos juntos. Él cogería alguna de sus bolsas haciéndose el caballero, pero a ella eso ni le gustaba ni le llamaba la atención en un hombre. ¡Vamos, tenemos que subirnos a un bus hasta mi pueblo y tenemos solo diez minutos para llegar a la parada!

Y qué haces por aquí, qué estudiaste, por qué Inglaterra, están las cosas tan mal por allí, ¿fumas?, me gusta tu pelo, a mí tus ojos, qué manos mas suaves, las tuyas sin embargo están secas y agrietadas, ahora te enseño donde curro, ¿te gusta la cerveza amarga?, me gustas mas tú pero que no se entere Boa, qué tendrá él que decir, no lo sé, soy vegetariana, yo no.

Y así, sin quererlo, una noche uno de los dos tocaría la puerta del otro o quizá se escondería furtivamente como el cazador espera a su presa entre las sábanas del otro durante horas hasta sorprenderle. Y se amarían profundamente una y otra vez, y otra, y otra. Noche tras noche hasta alcanzar las madrugadas, y después a la hora de comer, y en la siesta los fines de semana, y en los baños de los pubs si salían a emborracharse, y en las terrazas de los restaurantes, y en el asiento de atrás de un coche de alquiler. Hasta que un día, en la cúspide, Nazareth le diría Llámame Nazi. ¿Qué? inquiriría el Coso incrédulo ¿Que te llame qué? Nazi, llámame Nazi. Y claro, conociendo a el Coso aquella era una historia imposible. Se terminó el rubor. Se terminó la magia. Y Nazi huyó del bosque.

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