Como viene siendo normal desde
que el calendario romano se implantó en la totalidad del viejo imperio por la
gracia de uno o varios seres imaginarios creados por la necedad y la necesidad humana
de explicar todo lo que sucede alrededor, un año cuenta con trescientos sesenta
y cinco días, si no es bisiesto, agrupados en doce meses. Mas allá de la
clásica controversia de si aquel primer año dedicado a Rómulo contó con diez o
doce fases lunares. El calendario gregoriano, heredando el corte en juliana de
los romanos, mantuvo la docena, una magnífica coincidencia con la caterva de
discípulos que siguieron a aquél hombre de barba rala que naciera en el pequeño
Belén y que entre otros muchos nombres llevó a su cargo el de el Nazareno.
En uno de esos doce meses que
tuvo 2010, mi amiga Nazareth coincidió con el Coso al sur de Albión y,
sin embargo, no se vieron mas que en una o dos ocasiones según mis
investigaciones, y ninguna o una vez tan solo y a lo lejos, rodeados de gente
en un centro comercial, según me dijeron ambos por separado, como siguiendo un
guion previamente redactado por ellos mismos. Las razones del desencuentro son,
aún hoy, tan desconocidas como evidentes en la fantasía del que escribe. No
obstante, siempre sospeché que estuvieron viviendo juntos durante casi todo el
mes.
Inglaterra es un país mucho más
grande de lo que uno se imagina al curiosear un mapamundi, lo sé porque jamás
estuve allí; no hace falta abrir los ojos hasta que se levantan las costuras de
los párpados para ver que no es la estepa siberiana, pero por mucho que te
broten lágrimas y se te despunten una a una las pestañas es prácticamente
imposible apreciar la individualidad de las almas apelotonadas en esas grandes
ciudades de casas bajas con escaleras en los portales o en su innumerable
entramado de ciudades dormitorio; ni siquiera en la virtualidad aumentada de
una lupa descubrimos hormigueantes británicos conduciendo nerviosos por el
margen izquierdo sus Jaguar, sus McLaren, sus Aston Martin, sus Rolls Royce,
sus MG, o sus Land Rover, siempre con una pipa detectivesca en los labios,
siempre con un monóculo capado pero elegante, siempre bebiendo té y engullendo
galletas de jengibre. Esta grandeza imperial, geográfica y por tanto física a
la par que espiritual y metafórica, podría ser la única razón de su frustrado
encuentro, y sin embargo no fue así: un día Nazareth me llamó y me dijo Boa, lo
siento mucho pero no he podido ver a tu amigo; no he tenido tiempo. Meses
después el Coso me escribió un email
en que relataba una y mil llamadas sin respuesta al número de Nazareth que yo
mismo le había proporcionado.
Los dos mentían. Yo sabía que
habían pasado al menos un par de semanas juntos en el bosque en que vivía
entonces el Coso.
¿Por qué lo sabía? ¿Qué me hacía
sospechar que el encuentro se produjo con dolorosas consecuencias para ambos?
Fueron muchas las razones que me invitaron a pensar que estuvieron viviendo
juntos durante ese mes. En una ocasión, Nazareth colgó una foto de lo que
parecía un camino por en medio de un bosque en una conocida red social de
internet. Sí, podría ser un bosque en cualquier lugar del mundo, pero la foto
era muy parecida a las que colgaba el
Coso, un camino con árboles a los lados cuyas ramas se unían formando una especie
de túnel sobre el sendero. Sí, es cierto, el bosque en el que vivió mi amigo no
es el único bosque inglés, pero aquella foto desapareció ante un comentario sin
maldad de una amiga común que decía Hala,
zorra, ¿dónde estás?
Fue a partir de aquella
desaparición cuando empecé a dejar volar a mi fantasía. Imaginé el primer
encuentro en una estación de autobús o de tren, los dos mirándose a lo lejos,
dudando ¿es él?, ¿es ella?, hola, no
estaba seguro de que fueras tú, hace mucho que no nos vemos. Sí, mas o menos
desde el cumpleaños de Cataratas. ¡Sí, es cierto! Viniste acompañada por
alguien... un tipo rubio, alto. Sí, Jota. Era mi novio, hace años que no
estamos juntos. Él cogería alguna de sus bolsas haciéndose el caballero,
pero a ella eso ni le gustaba ni le llamaba la atención en un hombre. ¡Vamos, tenemos que subirnos a un bus hasta
mi pueblo y tenemos solo diez minutos para llegar a la parada!
Y qué haces por aquí, qué estudiaste, por qué Inglaterra, están las
cosas tan mal por allí, ¿fumas?, me gusta tu pelo, a mí tus ojos, qué manos mas
suaves, las tuyas sin embargo están secas y agrietadas, ahora te enseño donde
curro, ¿te gusta la cerveza amarga?, me gustas mas tú pero que no se entere
Boa, qué tendrá él que decir, no lo sé, soy vegetariana, yo no.
Y así, sin quererlo, una noche
uno de los dos tocaría la puerta del otro o quizá se escondería furtivamente como
el cazador espera a su presa entre las sábanas del otro durante horas hasta
sorprenderle. Y se amarían profundamente una y otra vez, y otra, y otra. Noche
tras noche hasta alcanzar las madrugadas, y después a la hora de comer, y en la
siesta los fines de semana, y en los baños de los pubs si salían a emborracharse, y en las terrazas de los
restaurantes, y en el asiento de atrás de un coche de alquiler. Hasta que un
día, en la cúspide, Nazareth le diría Llámame
Nazi. ¿Qué? inquiriría el Coso
incrédulo ¿Que te llame qué? Nazi,
llámame Nazi. Y claro, conociendo a
el Coso aquella era una historia imposible. Se terminó el rubor. Se terminó
la magia. Y Nazi huyó del bosque.
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