lunes, 6 de julio de 2009

Unas horas en Málaga.

Unas horas en Málaga se esfuman en cada esquina, no queda tiempo de mirar atrás ni de esconderse del sol acechante e impertinente picándome en la coronilla. Unas horas en Málaga saben fuerte e intensas pero saben a poco.

De niño solía decir que era malagueño, viví en esa provincia durante unos años, y fui, por tanto, un niño malagueño, un boqueroncito despistado. Llegaba la Navidad y nos metíamos en el viejo renault 18 (creo recordar) de mi padre dispuestos a ocho horas de viaje con dirección a la capital del reino, a disfrutar de las fiestas con las familias de mis padres, recuerdo con especial ilusión llegar a la casa de mis primos y jugar con ellos durante horas o días, sin parar de correr de un lado a otro, sin parar de gritar, de cantar, de soñar rasgando raquetas que éramos cierta banda de pop adolescente.

Y luego, después de hartarme de oir eso de "andalú arza la pata y apaga la lú", volver al sur, a la tierra que sentía mía como un tortazo de olivos en la pituitaria. Y allí, en esa tierra orgullosa y valiente sentirme "fisno madrileño" por elección popular.

Unas horas en Málaga es olor a vides y a sal, olor a crema solar y a porra antequerana. Unas horas en Málaga dan para enamorarse en cada paso de sus calles y sus mujeres. Unas horas en Málaga es la vida entera sin palabras.

Mi familia volvió a Madriz y el gato, en lugar de la lengua, se comió al boquerón.

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