miércoles, 8 de junio de 2011

de una sopa de letras (hasta hoy)

Era tan pequeño como se puede ser a los seis años, tan canijo como un niño de seis años pueda serlo a los siete o a los ocho, y a los nueve también; no era Garbancito y, aunque no quería serlo, en ocasiones elucubraba los beneficios de tan minúscula talla Mamá no me verá cuando no quiera comer repollo, me esconderé bajo la mesa o, mejor aún, en la cesta del pan, y roeré toda la miga del pan de hoy ¡Y la del de víspera también! No tendrán qué mojar en la salsa; así aprenderán. Y seguía dibujando escenas con la cuchara en la sopa de letras Me refugiaré en el cajón de los calcetines cuando quieran que haga mi cama; en la lavadora cuando haya que ducharse; en las alcantarillas, cuando en la calle nos topemos con alguna vecina pesada; en el conducto del aire, como los diminutos, cuando me toque como cada sábado poner la mesa. Y seguía y seguía pilotando avioncitos de papel, manejando autitos que no usan gasolina, viajando por los desagües y las cañerías. Hasta que una colleja divina prolongada en el rechoncho brazo de mi abuela me arrojaba al plato; y yo lloraba, no por el mandoble ganado con razón, ni por el picor de la siempre extremadamente salada sopa de la abuela ardiendo en mis ojos, sino por caer, de súbito, de las musarañas hasta el tórrido plato sopero en que no podía nadar o buscar desesperadamente el trocito de pan que imaginé barquito. Al parecer volvería a perder el autobús de vuelta al colegio.

Así me pasaba la tarde entera castigado en el aseo, haciéndome cortes de manga frente al espejo, desfilando en círculos sobre el plato de ducha y soñando que escapaba por el sumidero a otro lugar, a otro país de los de nuncajamásdelosjamasescuentesquehasestadoaquí.

El castigo duraba lo que tardaba mi padre en llegar a casa después de trabajar. No es que él me liberase sino que sus palabras regañadoras provocaban en mis lacrimales una apertura de compuertas violenta como una falla en un presa. Sin embargo, cuando volvía a la mesa de la cocina descubría que allí, en el mismo lugar donde lo dejé, estaba el maldito plato sopero esperando mi regreso, esbozando con las letras una sonrisa burlona.

Por la noche, aquella maraña de letras empapadas en caldo viajaban al papel, y del papel a la voz de mi padre, y de su voz a mis oidos vírgenes de historias de piratas, aventureros en mares lejanos, brujas, princesas, caballeros andantes, correspondencias entre niños enamorados, huérfanos en el Mississipi o en grises ciudades del norte brutalmente industrializadas, batallas entre indios y vaqueros, y pandillas de niños detectives con perros salchicha de mascota. No podía remediar temblar cada vez que mi padre hacía una pausa, cada vez que con los ojos entornados sentía que mi padre callaba para pasar de página, temiendo que abandonase en silencio mi habitación, reptando cual yarará devoradora de letras sin sopa.

Recuerdo que en esos seis, siete u ocho años que cargaba en mis debiluchas espaldas me complacía tremendamente que papá viniese a leer a mi habitación las noches que el cansancio le dejaba, desconocedor de que sus cuentos me incitaban a volar cuando debía comer. Pronto, por una mezcla de orgullo y de querer crecer antes de tiempo, me empeñé en mejorar mi lectura, para demostrar que ya era un adulto. Reconozco que las fechas y las edades me bailan como elvis en salpicadero.

Por razones que esgrimiré sólo en presencia de un camarero, marchó toda la familia a la capital. Allí, comencé a tener dos familias en una sola, asunto este que me hizo realmente afortunado ya que, entre otras muchas razones, comencé así a intimar con mi tío y su ronca voz, que empezó a guiarme en mis cada vez más frecuentes visitas a la biblioteca municipal en el inicio, y a su biblioteca personal por el resto de mis días. No es de extrañar que un niño como yo no pudiese dejar de clavar sus ojos en un adulto como mi tío, pues era el mejor contador de historias que conocí jamás. En ocasiones cierro los ojos con fuerza, levanto los brazos y estiro con vehemencia las manos y los dedos, y alcanzo a oirle.

Ahora miro para atrás a menudo; siempre he dicho que uno es su pasado y el de los suyos, que estaremos condenados a perdernos entre la gente, a perder nuestra idiosincrasia personal valga la redundancia. Evidentemente, este pensamiento no es ni original ni mío. La cuestión es que mirando atrás dejo a un lado adelante mi ombligo, y siento que en algún momento de mi infancia creí que leer era cosa de hombres, de adultos, de ciudadanos responsables, y creo que fue porque fueron mi padre y mi tío quienes me incitaron a leer y a escribir. Reconozco que en mi infancia ese cosa de hombres discriminaba a las mujeres. Por suerte, las mujeres de mi vida me enseñaron que no sólo eran más válidas que yo sino más inteligentes y, además, leían más y mejor que yo.

Entonces vuelvo a mirar atrás, y acierto a esquivar el mandoble de la abuela, sin la fortuna de no poder librarme del tropezón, y caigo de la silla abriéndome la cabeza, y corro por el pasillo con la testa ensangrentada, y cuando mamá limpia mi herida más letras que en la biblia brotan desconsoladas.

Mamá lee Cerrarás la llaga mas no podrás cesar este manantial. Ya de niño era un pedante.

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